Este es un año extraño de centenarios y de estruendos, de efemérides y de dramas sociales. Un año que se manifiesta poco propicio para la poesía, por el ruido ensordecedor de las balas y los misiles que niegan la vida; aunque la vida, por muy paradójico que nos resulte —y como bien demuestra Zelenski—, se reafirme en la «Alegría» diáfana de las palabras. Puede que el último refugio sea un poema, el lugar más inexpugnable para cualquier tipo de barbarie. En estos días inclementes me acuerdo de José Hierro, y no precisamente porque nos encontremos en el año de su centenario, que también convendría conmemorar con sus libros de poemas en alto, sino por ser Pepe Hierro uno de los grandes poetas de nuestro acervo cultural, a pesar, o precisamente por ello, de haber caminado siempre en alpargatas por la vida.
Hablar de José Hierro es hablar de la revista Proel, que tanta relevancia tuvo en la cultura española de posguerra, junto a revistas como Cántico, Espadaña o Garcilaso, en la que algún crítico literario quiso ver el renacer de un nuevo Siglo de Oro, similar al que entonces se produjo entre la «escuela salmantina y sevillana». Hablar de José Hierro es evocar la primera generación de posguerra, tan norteña, solo basta recordar algunos nombres: José Luis Hidalgo, Carlos Bousoño, Eugenio de Nora, Blas de Otero, Gabriel Celaya… Hablar de José Hierro es rememorar una poesía —como diría Aurora de Albornoz— nada fácil, porque no «es fácil su palabra, aparentemente sencilla: palabra y ritmo son consecuencia de un gran trabajo; de una ejemplar conciencia de estilo». Hablar de José Hierro, también es hablar de un conocedor (no le gustaba la denominación de crítico) de la pintura; como solía comentar: «el pintor hace algo y el poeta lo explica, no se podría entender el cubismo sin la poesía de Apollinaire».
El «Reportaje» y la «Alucinación» son dos términos con los que frecuentemente la crítica literaria y académica se ha orientado para agrupar, estudiar y diferenciar la obra poética de José Hierro. El propio autor es en buena medida responsable de estas dos categorizaciones, por haberlas facilitado en el prólogo de sus poesías completas (1962):
«El lector advertirá que mi poesía sigue dos caminos. A un lado, lo que podemos calificar de “reportajes”. Al otro, las “alucinaciones”. En el primer caso trato de manera directa, narrativa, un tema. Si el resultado se salva de la prosa ha de ser, principalmente, gracias al ritmo, oculto y sostenido que pone emoción en unas palabras fríamente objetivas. En el segundo de los casos todo aparece como envuelto en niebla. Se habla vagamente de emociones, y el lector se ve arrojado a un ámbito incomprensible en el que le es imposible distinguir los hechos que provocan esas emociones».
Dionisio Cañas ha definido, muy atinadamente, la poesía de José Hierro como poesía del conocimiento:
«pero no un conocimiento abstracto sino empírico, existencial. Conocerse a sí mismo (tiempo propio), y conocer a los otros (tiempo ajeno), dolerse de su propio sufrimiento (tiempo individual) y sentir el sufrimiento ajeno (tiempo comunitario). La poesía de José Hierro es un autorretrato y, a la vez, a través de la imagen propia, es un retrato de su época y de su tierra. La intención de su canto es mostrarnos un destino alegre, a pesar de que esta alegría se origine en la lucha y el dolor».
Quien haya conocido a Pepe Hierro lo recuerda siempre con alegría, con la Alegría de haber celebrado con él la vida. En una lectura poética en Sama, más concretamente en La Montera, Pepe Hierro me miraba con divertida complicidad cada vez que bebía un sorbo del agua mineral que tenía sobre la mesa. Al terminar el acto, y al ver que no me había dado cuenta de su juego, me cogió por el brazo invitándome a beber pícaramente de su botella, con tal insistencia que no pude negarme a echar un trago de aquel agua —nunca mejor dicho— ardiente. Ante mi perplejidad, enseguida comenzó a reírse, para luego reírnos los dos a mandíbula batiente como niños ante su travesura. Los últimos recuerdos de Pepe Hierro vienen asociados con sus luminosos versos de Cuaderno de Nueva York, y con su imposibilidad para respirar debido al EPOC ocasionado por su tabaquismo. La imagen de José Hierro atado a su botella de oxígeno, difundida en una de sus últimas entrevistas en televisión, todavía revolotea por mi cabeza como «el silencio que surca el ataúd de caoba» de Cuaderno de Nueva York. Pepe Hierro había estado diez años sin fumar, hasta un aciago día de esos de espera interminable en un aeropuerto en el que encendió un cigarrillo que «lo encaden[ó] / hasta asfixiarlo despiadadamente», como relata en su «Adagio para Franz Schubert (Quinteto en Do Mayor)». Desde entonces, tengo que decir que no he vuelto a fumar.
José Hierro es un poeta que cuida la cadencia y el ritmo en el verso, y que conoce el exacto valor de cada palabra. Es la suya, una sensibilidad al día, permeable a la realidad, a la esperanza y al dolor del ser humano. La poesía de José Hierro tiene, por ello, una incuestionable dimensión ética y un gran valor cívico. Su poesía no solo merece conmemorarse en el centenario de su nacimiento, sino cada día. Nada mejor para exorcizar cualquier fantasma de los que últimamente asolan la Europa de nuestro tiempo, con sus angustias, incertidumbres y zozobras, que volver a leer y releer su esperanzada e inquebrantable fe en el ser humano. Hay días en los que apetece salvaguardarse en el refugio de su poesía.
Re- emocionante la evocación a esa persona que físicamente rememora a más a un leñador canadiense que a un poeta e interiormente a quien observa la vida, la comparte y la disfruta. Gloria en su centenario igual que lo fue su aportación literaria