En 1980, uno de los primeros cinéfilos con los que tuve cierto trato, algo más ducho en la quimera filmófila que yo, al salir de las sesiones en la Filmoteca —que entonces estaba en la cuesta de San Vicente—, dado el alborozo con el que yo acababa de descubrir a cineastas de la altura de Erich von Stroheim, Josef von Sternberg o René Clair y visto mi entusiasmo al ensalzar a aquellos maestros, dando cuenta de las cervezas que sucedían a aquellas proyecciones, solía hablarme de las enseñanzas que obtenía en el cine malo. Tales afirmaciones, entonces se me antojaban mera retórica o una expresión como otra cualquiera de esa necesidad imperante de ver películas, ese apetito insaciable que es a la postre la cinefilia. De ahí su quimera.
Sin ir más lejos, hace apenas un par de horas acabo de ver un título bastante deficiente de Sergio Gobbi, Pánico (1970), sólo por volver a rendir tributo a la belleza de Virna Lisi, la actriz protagonista, en la cumbre de su edad. En Pánico la obra maestra es la que logró la biología con esa mujer y he disfrutado al volver a ver a Virna —de la que me prendé en 1964, en el estreno español de El tulipán negro, de Christian-Jaque— como podía haberlo hecho con una revisión de El intendente Sansho (Kenji Mizoguchi, 1954).
Ese orden mítico, en el que todas las actrices de mi Parnaso tienen su propio pedestal y Helga Liné ocupa uno de los más altos, no interfiere en el orden cinéfilo. Ni viceversa: todas las semanas veo cintas buenas y malas y así voy alimentando felizmente ese apetito insaciable, que lo sería aún más si pretendiera ver solo obras maestras. Ya desde antes de ser cinéfilo he dado cuenta, y disfrutando, de cientos de cintas que no son buenas sólo por el embrujo de la belleza de su actriz.
Otro ejemplo: estimo el llamado landismo, aquellas comedias de humor fácil y erotismo básico de mi infancia —40 grados a la sombra (Mariano Ozores, 1967), Novios 68 (Pedro Lazaga, 1967), Los subdesarrollados (Fernando Merino, 1968)…— porque el paso del tiempo las ha convertido en todo un documento filmográfico —tanto como el NO-DO que precedía sus proyecciones— de aquella España de los años 60 en la que fui el niño más feliz del mundo.
La parquedad de la puesta en escena del landismo, prácticamente inexistente en exteriores, que en su momento era uno de los muchos argumentos para los reproches de una crítica fascinada entonces con todo el aparato escenográfico del Visconti esteticista —El gatopardo (1963), La caída de los dioses (1969), Muerte en Venecia (1971)…—, hace que el Madrid que muestran los exteriores del landismo sea el Madrid en el que yo descubrí la vida: mi paraíso perdido, la primera referencia de mi educación sentimental.
Ya entonces me gustaba ver películas más que nada en el mundo. Pero lo del estudio a cuanto a la realización cinematográfica concierne, las obras maestras y el encendido aplauso que yo mismo dispenso al Visconti esteticista, como casi todo en mi existencia, aún estaba por llegar.
Amén de los del landismo, aquellos eran los años del esplendor del western mediterráneo, que acaso sea mejor llamar al spaghetti western, dado lo de cerca que tocó siempre a la España de mi educación sentimental. Y en ella había un cine, en mi barrio, donde dejaban entrar a menores, aunque las cintas no fueran toleradas. Sus programas dobles, en sesión continua, eran la maravilla del cine de los sábados, y en una de aquellas sesiones descubrí a la maravillosa Helga Liné. Buen funeral, amigos, paga Sartana (Giuliano Carnimeo, 1970) era el título en cuestión y Helga incorporaba a Mary, la chica del saloon.
Tras aquel primer descubrimiento, terminé de perfilar mi mito de la actriz a la que medio siglo después vengo a rendir tributo en estas líneas, en el que a fe mía fue su espacio de confort: el fantaterror patrio. Y fue en dos de sus títulos más sobresalientes, El espanto surge de la tumba (Carlos Aured, 1972) y Las garras de Lorelei, estrenada por Amando de Ossorio ese mismo año 72.
Tan conocida como puedan serlo en España las obras de los poetas románticos alemanes Clemens Brentano y Heinrich Heine, quienes en 1801 y en 1824 escribieron, respectivamente, memorables prosas y versos sobre su leyenda, Lorelei es la ondina, que se dice mora en un risco del valle superior del medio Rin —el Rin romántico, entre Bingen y Coblenza—, cuyo canto atrae con fatales consecuencias, como a Ulises el coro de las sirenas, a los marineros que carentes de la templanza de Odiseo se dejan magnetizar por la voz de Lorelei.
Salvo error u omisión, y sin entrar en consideraciones sobre el valor cinematográfico del filme —todo el fantaterror cuenta en el orden mítico antes que en el cinéfilo—, no ha habido en toda la historia de la gran pantalla otra Lorelei como Helga Liné. Esbelta, sofisticada, distante y cosmopolita, como a Virna Lisi, la elevé al Parnaso de mis actrices, al Olimpo de mi mitología personal, la primera vez que la vi. Y eso que la propia Helga define a Ossorio como un mal cineasta que, como persona, también dejaba mucho que desear.
Después, al descubrirla en tantos giallos, peplums, fantaterrores, algún que otro fumetto, coproducciones internacionales, thrillers menores de espías, más westerns mediterráneos, comedietas del destape, aventuras varias… Lo que fuera, eso sí, siempre encarnando a villanas de letal belleza, la convertí en la reina de lo que tan acertadamente se ha ido a llamar “el cine bizarro”. Éste no es otro que aquella pantalla de géneros, siempre a cuestas con el bajo presupuesto, que obedece a la comunión de los parámetros y cánones del género en cuestión antes que a los de la excelencia en la realización cinematográfica.
No sé si la maravillosa Helga intervino en algún montaje de La casa de Bernarda Alba, que al parecer es una de las cumbres de la interpretación femenina en España. Pero sí me consta que hizo algún Estudio 1, aquel legendario espacio dramático televisivo. Trabajó, además, con Pedro Almodóvar en un par de ocasiones —Laberinto de pasiones (1982) y La ley del deseo (1986)—, quien ya cuenta tanto como García Lorca en la carrera de una intérprete. Pero yo le rindo culto como reina del cine bizarro.
Hija de un polaco y una rusa, la futura musa del fantastique mediterráneo vino al mundo en el Berlín de 1931, 1932 según otros autores, pues con las grandes actrices la edad siempre es incierta. Lo que sí está claro es que, ya en la cuna, llevaba el cosmopolitismo en la masa de la sangre. Llegada a Lisboa junto a su hermano y su madre, como tantos alemanes huyendo de la guerra, su práctica anterior de la gimnasia artística y sus estudios de danza la llevaron a emplearse como contorsionista en un circo. Como Fellini y el gran Tod Browning, tuvo experiencia bajo la carpa, pero, a diferencia de los maestros, Helga la recuerda como la peor etapa de su vida. “Me robaron los quince años”, comentaba a Concha Velasco en un Cine de barrio emitido en el 17.
Maniquí con catorce primaveras, en ello estaba cuando fue convocada para una prueba por los responsables de La mantilla de Beatriz (1946), coproducción hispano-lusa rodada en Lisboa. Aquello fue un desastre, recuerda ella misma. Pero al final sonrió, y la de Helga era una de esas sonrisas luminosas que alegran un día entero. Ya se había puesto delante de un tomavistas, pero fue entonces cuando su filmografía arrancó de veras.
En los años que siguieron, repartió su trabajo por igual en el cine español y el portugués. Tanto esfuerzo —llegaría a ser una de las actrices con la filmografía más dilatada de su tiempo, en torno al centenar y medio de títulos— no le impidió prodigarse con idéntico ahínco en los escenarios de las revistas musicales de Madrid y Lisboa. Afincada en mi ciudad en 1960 y nacionalizada española tras su matrimonio, colaboró entonces con algunos de los más destacados realizadores de la pantalla autóctona de entonces. Con Eugenio Martín lo hizo por primera vez en Los corsarios del Caribe (1960), con Luis Lucia en Canción de juventud (1962), con Antonio Isasi en La máscara de Scaramouche (1963).
En el 64 fue descubierta por los italianos en los peplums que Nick Nostro rodaba en nuestro suelo —El triunfo de los diez gladiadores, Espartaco y los diez gladiadores— y se la llevaron a Italia. Y allí permaneció Helga Liné hasta el año 70, como la villana más seductora del siempre admirable cine italiano de géneros. Llegaron entonces los thrillers de agentes secretos en la estela de James Bond —La muerte espera en Atenas (Sergio Grieco, 1965)—, comedias del gran Dino Risi —El parasol (1965)—, fumettos —La máscara de Kriminal (Umberto Lenzi, 1966)— y terrores góticos del calibre que alcanza el género en la península trasalpina. Verbigracia, Los amantes de ultratumba, estrenada por Mario Caiano en el 65.
Ya en los días del esplendor del giallo, Helga Liné entró en el género de la mano de Lenzi en Así de dulce, así de maravillosa (1969). Instalada de nuevo en Madrid en el 70, regresó a Roma para incorporarse al elenco —junto a la también admiradísima Patty Shepard— de Sumario sangriento de la pequeña Estefanía (Tonino Valeri, 1971). Es decir, una de las obras maestras de estos relatos criminales italianos que, sintetizados en la figura de Dario Argento, uno de sus máximos exponentes, llamaron la atención favorablemente del mismísimo Alfred Hitchcock.
Y es que a Helga Liné, reina por excelencia del cine bizarro y de géneros, también cumple evocarla a través de las obras maestras de estos últimos en los que participó. Sirva como ejemplo Pánico en el Transiberiano (Eugenio Martín, 1972), una de las cumbres indiscutibles e indiscutidas del fantaterror patrio, que junto a Christopher Lee y Peter Cushing, también cuenta en su reparto con nuestra actriz.
Ya en la segunda mitad de los 70 llegó el destape, en el que Helga se prodigó con la misma elegancia que lo hizo en su momento en el peplum. Entrados los 80, cuando el cine de géneros y las coproducciones internacionales, sus dos pantallas por antonomasia, tocaron a su fin, ella, trabajadora incansable, aún llegó a intervenir en un par de entregas de Jose Ramon Larraz —Las alumnas de madame Olga y Los ritos sexuales del diablo (ambas del 81)—, uno de los grandes autores del fantaterror español. El resto fueron autoparodias de su prototipo a las órdenes entre otros, de Mariano Ozores —Los caraduros (1983), Pareja enloquecida busca madre de alquiler (1989)— o incluso Pedro Almodóvar, quien la confió un trasunto de Soraya Esfandiary, la exesposa del Sah Reza Pahlavi, en Laberinto de pasiones.
Instalada en 1961 en Buenos Aires, para vivir junto a sus hijos, Santiago Segura, quien como el mismo Almodóvar debió de quedar magnetizado por la actriz cuando era la reina del bizarro, volvió a traerla a España para un cameo/homenaje en Torrente 3: el protector (2005).
Muito obrigado por el chorro de datos y títulos de la diva.