Hércules lucha con el león de Nemea, Francisco de Zurbarán.
Mi padre fue mi maestro en la escuela unitaria de Peñarrubia, la aldea albaceteña donde fogueé mis nueve primeros años, y en Elche de la Sierra, al que nos trasladamos tras el cierre de la primera. Renegaba de él. Era de los de la vieja escuela, severo y estricto, que, por ser hijo suyo, no me permitía ninguna familiaridad, me obligaba a tratarlo de usted y me exigía el doble. Lo odiaba. En casa no es que fuera tampoco afectuoso. Ese papel se lo dejaba a mi madre y a la suya, dos mujeres de luz, que, en cuanto a amor, sembraron todo lo bueno que me habita. Con el tiempo me di cuenta de que no hubiera podido tener maestro mejor. Sus enseñanzas me acompañarán hasta la tumba.
En una de aquellas francachelas, ante la cuadrilla que había venido desde Murcia con la excusa de cazar, pero, en realidad, a lo que había acudido era a agostar cuantas barricas hubiera en las tabernas de Braulio o Rogelio, contó un chiste más malo que el baladre, pero que no he olvidado en los 48 años que han transcurrido desde entonces:
En un pueblo sureño una familia acude a bautizar a un hijo. El niño viene atufando, por lo que la madre lo cambia antes de sacramentarlo. El cura puede ver que la criatura “calza” más que bien y que su “hisopo” canta maitines, el kyrie eleison y aún le queda para el ángelus.
El sacerdote, aún amoscado por la potencia viril del neonato, le pregunta al padre que cómo quiere que lo llame. “Póngale Herculillo”, responde aquél. A lo que el cura le espeta: “El culillo se lo va a poner usted, que para eso es su padre. Y yo sufro de almorranas”.
Unas carcajadas que parecían rebuznos coronaron el chascarrillo. Mis cándidos 8 años no entendían por qué se reían. Uno, bien porque el morapio no lo había poseído o bien porque no le veía ni pajolera gracia a la chuscada, dijo que no lo había entendido. Mi padre le habló de un tal Hércules por el que querían llamar al zagal Herculillo. No siguió. Un compadre me señaló y dijo algo así como que había ropa tendida.
Fue la primera vez que el nombre Hércules llegó a mí. Miento: mi progenitor era devoto del Real Murcia y entre los rivales con los que se medía en los 70 había un Hércules de Alicante, que siempre aventajaba a nuestros pimentoneros del alma.
Al día siguiente pregunté a mi padre en su rol de docente quién era ese Hércules. Me respondió que era uno de los héroes más grandes de Grecia, que luchaba armado de una maza y usaba una piel de león como capa. Que había pasado por España, donde construyó lo que los romanos llamaron la Vía Hercúlea, y vivido aquí muchas aventuras.
Poco más pude averiguar. En la aldea no había biblioteca. Mis abuelas eran analfabetas: en nuestras casas apenas existían libros donde consultar. Tampoco es que hubiera mucho en la del pueblo cabecera de municipio.
Hube de aguardar a que ya en el instituto los dioses me regalaran el magisterio de Raimundo, quien en dos radiantes años, coincidiendo con la eclosión de un latinista y pendolista a partir de un zagal apocado y acomplejado, me enseñó cuanto sé de latín y me contaminó de la pasión por lo Clásico, que me acompañará hasta mi último aliento. Raimundo se guarnecía tras unas gafas de recios cristales y unas barbas cabrunas. Había sido tuno y conjuraba su aspecto faunesco con una labia cautivadora. Nos daba caña explicándonos en profundidad los arcanos de la gramática latina. Aguantábamos estoicamente la matraca sobre ablativos absolutos, cum históricos y demás ralea, porque sabíamos que los últimos 7 u 8 minutos nos lo reservaba para contarnos con su dicharachero estilo un mito. Nos habló varias veces del héroe, dándonos el nombre por el que lo conocían los griegos: Heracles, la Gloria de Hera. Fue mi Magister también el vínculo que me conectó con el comediógrafo Plauto contándonos cómo imaginó éste la noche en que Júpiter repreñó a Alcmena del héroe en su Amphitruo.
Todo empezó en la beocia Tebas, la de las 7 puertas, cuna de Dioniso y de las descarnadas desdichas de la familia de Edipo. Allí se habían trasladado exiliados desde la Argólida Anfitrión y su esposa Alcmena. Anfitrión era un afamado estratega y comandó a los tebanos en un ataque contra los telebeos. Aprovechando su ausencia, Zeus, el Júpiter latino, al que sin sonrojo podríamos motejar de pichabrava por su lubricidad y falta de prejuicios, tomó la figura del strategos y se presentó ante su esposa, reclamando sus derechos conyugales.
Fogoso como es, debió de darle un buen puñado de dracmas al titán Helios para que se fuera de parranda y se olvidara de sacar a la mañana siguiente el carro del sol. Hizo que su noche de coyunda durara tres días seguidos. Sin tener que echar mano de Red Bull, Ciripolen u otros energizantes similares. Ya no quedan machos como los de antes.
En la pose aún del general, se excusó ante su esposa y se ausentó, tras haberla dejado bien preñada del mozalbete que nos ocupa. Momento que coincidió con la llegada del verdadero Anfitrión, que exigió a su amada que cumpliera sus deberes fornicarios. Poco cuesta empatizar con la desdichada Alcmena imaginándola tomando baños de asiento en una jofaina para aliviar las escoriaciones que le produjera el tonante Zeus, al que ella tomó siempre por su esposo, en su prolongada noche de pasión y ver volver de nuevo a su cónyuge, el real, con ganas de jarana. Anfitrión la dejó repreñada de otro lustroso embrión, aunque ni de lejos tan rollizo como su gemelo.
A lo que se ve el susodicho se quejó de lo poco receptiva que la encontraba cuando quiso pasar a una segunda ronda y ésta le preguntó que si no había tenido bastante con la docena larga de envites de la noche anterior. Sentía sus bajos en carne viva y necesitaba reposar. Montó en furia Anfitrión perjurando en escita, arameo, dórico y jónico que él no había pasado la noche con su amada, pues estaba con sus oficiales en el campamento, y que había yacido con ella cuando el sol ya había iniciado su carrera en el firmamento. Que nada de una docena larga: uno tan sólo y corto. Acusó de adulterio a su mísera esposa, que no daba crédito y negaba sus acusaciones. Del embrollo los sacó entre rayos y truenos Zeus, confesando la treta que había usado para saciar su lujuria. Anfitrión, encima de cornudo, apaleado, hubo de hacerse cargo de la crianza del par de gemelos, sabiendo que uno era suyo y el otro, del garañón del Olimpo. Al de Zeus lo llamaron Alcides y al del mortal, Ificles.
Con lo que nadie contaba era con la cólera de Hera o Juno, esposa de Zeus, que no llevaba bien que a algunos templos suyos les tuvieran que poner cada vez más altos los techos para que le cupieran los cuernos con los que su rijoso esposo la coronaba. Hera retardó el nacimiento de los hermanos y los hizo objeto de su ira más furibunda.
Pero la garza Atenea le tomó cariño al vástago de su padre e intentó protegerlo con la inmortalidad. Esto se conseguía haciendo que la criatura mamara de una diosa. Atenea era virgen y por tanto sus ubres estaban acecinadas. Ideó que fuera Hera, que estaba amamantando, quien diera de mamar a su protegido, sin que supiera quién era. Escondió a la criatura en un seto y paseó allí con la señora del Olimpo, quien, al escucharlo berrear, lo acercó, maternal, a su rebosante pecho. Al ver tan turgente surtidor, el futuro Hércules se abalanzó sobre él y succionó con tantas ansias que le provocó inmenso dolor. Hera lo apartó con brusquedad. Aun así, tanto había chupado que del pecho de la diosa manó, ubérrimo, un chorro de leche que llegó al firmamento y formó la Vía Láctea, que milenios después sigue guiando nuestros pasos. Pero no mamó lo suficiente como para ser inmortal.
Cuando los hermanos tenían unos 8 meses, Hera envió dos serpientes para matarlos. En tanto que Ificles lloraba aterrado, Herculillo se levantó de la cuna y con sus recias manos hizo papilla a los reptiles. A nadie le quedó dudas de quién era hijo.
Encomendaron su educación a Lino, músico afamado, que intentó instruirlos en letras y música. Con Ificles sus enseñanzas arraigaban y daban frutos, pero con el zote de Alcides era como plantar simientes en un erial. Se pasaba las lecciones cazando moscas, capando grillos o montando bronca con todo ser viviente que pasara por allí. Sólo prestaba atención a las lecciones de gimnástica y lucha. Un mal día, harto de su indisciplina, el didáskalos lo amonestó con un palmetazo de su férula. El niño agarró un taburete y lo estampó en la testa de su preceptor causándole la muerte. Fue llevado a juicio y se libró aduciendo que había actuado en defensa propia.
Anfitrión no encontró ningún otro dispuesto a hacerse cargo del zagalón. Hubo de enviarlo al campo a cuidar sus rebaños, a ver si se desfogaba entre terneras y bueyes, litigando a topetazos con moruecos por el favor de alguna corderilla de ojos almibarados.
A sus 18 años era un portento físico, de cuatro codos y un pie (más de 1,80 metros). Se las había apañado para encontrar algunos instructores en las artes bélicas. Por entonces un león, que tenía su guarida en algún lugar recóndito del Citerón, comenzó a sembrar el terror en los contornos, arrasando los rebaños paternos y los del vecino rey Tespio.
Alcides pidió permiso para librar a la comarca del monstruo y se aposentó en el palacio de Tespio. Se pasaba los días siguiendo los rastros de la fiera e intentando acorralarla y regresaba a palacio por la noche. Tespio tenía 50 hijas y, admirado por el prodigio corporal del muchachote, sin importarle sus, en apariencia, pocas luces, alumbró la idea de que su huésped le preñara a toda la descendencia a fin de que le engendraran nietos robustotes. Alcides estaba enamoriscado de una de las Tespiadas y la recibió alborozado cuando ésta entró en su cámara. El rey se las ingenió para colar en las 50 jornadas que el héroe necesitó para dar caza al león a una hija diferente cada noche. El gañán pensó siempre que estaba yaciendo con la misma.
Al cabo Alcides consiguió matar al león del Citerón, aunque la fama y la piel que lo caracterizaría después como coraza se lo daría años después otro león, el de Nemea, a la entrada del Peloponeso, cuando ya era conocido como Heracles, pero ésa es otra historia.
Famosa chanza (en sentido quijotesco) el del bautizo.