En calidad de remake cuasi-confeso de Tras el corazón verde, La ciudad perdida supone efectivamente un regreso, aunque en realidad uno (jocoso y desprejuiciado) al cine de entretenimiento de los noventa en su etérea miscelánea de comedia gamberra, romántica y aventurera.
La película, concebida por Sandra Bullock productora como regalo para Sandra Bullock actriz (57 años, por cierto, que parecen quince menos), es, sin embargo, extrañamente consciente de nacer en un momento en el que cada filme comercial debe mostrarse especialmente cuidadoso con determinadas cuestiones de género. Lejos de mostrarse como elemento paralizador, La ciudad perdida utiliza este proceso interno para tirar algunas pullas al tiempo que interioriza ciertas nociones de fantasía naíf no solo femenina, sino también masculina.
Sin desvelarles absolutamente nada del filme, la película de Aaron y Adam Nee funcionaría igual que una de esas metáforas baratas que utiliza la autora protagonista, como una suerte de viaje al centro de la mujer con una ciudad perdida en una isla del Atlántico que podría ser perfectamente la ciudad perdida de Loretta, la escritora de novelas románicas que incorpora Bullock en la película. Pero también desdobla la masculinidad igualmente herida de Alan (Channing Tatum), el inútil supermodelo que la acompaña, contraponiéndolo a la hilarante presencia de Brad Pitt en el cameo más largo de la historia del cine reciente, un superhombre casi paródico capaz de utilizar [sic] “el 100% del 10% de su cerebro” para someter la realidad a sus designios.
Hablábamos al principio de Tras el corazón verde. La ciudad perdida tiene la desventaja de no estar dirigida por un artista de la imagen y la narración como Robert Zemeckis sino por los hermanos Nee, cineastas independientes menos dotados para la atmósfera y las dobleces de un filme que maneja, siquiera torpemente, conceptos de ficción y realidad. En ocasiones la película proyecta las fantasías de Loretta como insertos de su propia imaginación, como en aquel comienzo aventurero de Tras el corazón verde, pero a modo de proyección directa de su imaginación, como en la serie Sigue soñando. No obstante, los Nee pronto abandonan esa idea y parecen considerar las ficciones de Loretta, que ella misma rechaza, como mera vía de escape para su propia soledad y, sobre todo, la muerte de su antigua pareja.
Quizá esto desaprovecha posibilidades para el gag, pero en todo caso sí manifiesta algo más importante: la escasa receptividad de la fantasía (sexual, aventurera, amorosa…) en estos tiempos falsamente cerebrales, insoportablemente concienciados, al tiempo que exige de su existencia no como elemento de disfrute, sino como negación del sufrimiento. La película, quizá inconsciente de su propio tema, llega en todo caso a un punto de encuentro mientras Loretta madura en su interior. Solo cuando ficción y realidad se dan la mano, cuando la Loretta escritora y la Loretta arqueóloga se coordinan, es cuando las piezas vitales parecen encajar y el tesoro perdido se revela simplemente como la historia de dos amantes, la que los protagonistas encuentran y la que viven.
Una reivindicación de la literatura barata, del entretenimiento escapista, que La ciudad perdida no acaba de articular correctamente, pero que al menos depara muy buenos momentos en clave de entretenimiento noventero fundamentadlo en su estrellas: es decir, gracias a la química de Bullock, Tatum y Radcliffe y, sobre todo, la aparición de un Brad Pitt dispuesto a pasárselo muy, muy bien.
R. Zemeckis es el de Forrest Gump; me da.