Hace tiempo oí declamar a Valeria. Fue en un lago al pie de una montaña, casi de madrugada, ante un grupo de gente que se sentaba cariacontecida en unas piedras o en la hierba, hacía frío y apenas había luz. Yo remoloneaba por ahí. Tardé en darme cuenta de que eso que había tomado inicialmente por un poema se trataba en realidad de un cuento, pero aquella chica con acento argentino, que ya llamaba la atención por la serenidad que mostraba bajo una solitaria luz, por su preciosa melena empapada de luna, había logrado conmover a todo el mundo con aquella manera suya de envolver cada palabra (realmente uno la sentía ovillándose como una madre en torno a algo muy frágil), y poner una pausa inquietante allí donde la frase parecía quedarse suspendida en el vacío, aferrada no a la frase contigua sino a un muñón de ti. La sombra que venía de curiosear por la montaña, y que ahora andaba por ahí remoloneando, se paró a escucharla, y tuvo que tragar saliva varias veces para pasar, y eso a duras penas, un repentino nudo en la garganta. “Bueno”, pensé, “y qué esperabas, hay un lago ahí al lado, hace frío, es de noche…”. Con ese pretexto pude conciliar (más o menos) el sueño; pero lo cierto es que ya no me quité de la cabeza la imagen de una mujer de otro siglo despidiéndose por última vez de su hijo, del goteante fantasma de un marido ahogado.
Si cuento todo esto es porque, tras leer el último libro de Valeria, me doy cuenta una vez más de esa actitud suya ante la palabra: la ternura del encorvamiento protector, la necesidad de un cupularse que es al mismo tiempo cuidado y amor a la tradición de la que proviene. Hablar de sus relatos sin mencionar este rasgo de su escritura conlleva el riesgo de dar a entender que su obra (por lo menos en prosa) se reduce a un simple catálogo de artificios narrativos, y aunque Valeria destaca igualmente por su capacidad para contar una historia de esa forma medio aérea —en realidad, de puntillas— en que Keats caminaba por un prado, a mí me interesa mucho más su especial manera de elegir entre lo mirado y revestirlo de palabras. A veces (véase “La Celestial”, véase “Un amor imaginario”, véase “El invernadero de Eiffel”) me recuerda a un compatriota suyo, Julio Cortázar, en su modo de esconder un secreto; otras (véase, sobre todo, “Así en tu cuerpo como en el mío”) me recuerda a una autora maravillosa a la que no puedo dejar de leer, particularmente en sus relatos, y de la que ya he hablado alguna vez, Clarice Lispector: algo parecido a su sombra está en el revés de una frase, en esa gracia con la que Valeria, como imitando a un personaje de dibujos animados, pinta disimuladamente una salida previsible para luego abandonar el cuento por una escapatoria inesperada. A mí me gusta esa manera que tiene de contar como si no estuviera contando, de ir por la página ensamblando impresiones como el que simplemente observa —Valeria podría decir, como un personaje suyo: “No es raro que, perdida como voy inventándome mil cosas, me haya pasado de calle”—, y que luego todo adquiera un sentido extrañamente uniforme y (voy a decirlo) perverso, no ya en la superficie narrativa, donde todo, simplemente, pasa como discurso, sino incluso más abajo todavía, en un lugar profundo, en eso que podríamos llamar el inconsciente del relato, donde objetos y personas ondulan misteriosamente, con una vida distinta, como extraños e inalcanzables tesoros subacuáticos. Y esto lo digo a sabiendas —no me lo ha dicho ella, pero lo sé— de que Valeria estudia sus relatos como si fueran las entrañas de un animalito mecánico, pero sin que se note la parte de trajín y de artificio, obstinada en entregarnos una criatura viviente a la que hasta parece posible acariciar contra el pecho (aunque más vale que sepamos que también puede morder).
¿Qué más puedo decir de los relatos de Valeria? ¿Qué podría añadir para que el lector que no la conozca sienta que debe conocerla? Uno o dos años después de la anécdota que he contado al inicio de esta reseña volví a escuchar a Valeria, en esta ocasión a mi lado, sentados los dos muy formalmente en una gélida sala de un castillo (no estoy haciendo literatura: otra vez hacía mucho frío, y aquello era un castillo). Pero ahora estaba convencido de que no me iba a pillar. No había luna, no había una montaña lejana ni árboles susurrantes, y mucho menos un lago. La escuché atentamente, armándome contra sus inflexiones, medio sonriendo con la mirada perdida en un extintor mientras veía por el rabillo del ojo que la gente ya empezaba a sacar pañuelos y a secarse los ojos con disimulo. Quedaba poco para que Valeria terminase y yo me sentía orgulloso de estar ahí del todo inconmovible, plantado como un tirano ante el llanto de los demás. ¿Del todo? Bueno, del todo no; porque entonces hizo eso, eso verdaderamente humano pero a la vez apenas alcanzable, de plegarse sobre una palabra, de tomarla contra sí como si fuera una pequeñez no sólo herida sino que estuviera a punto de perderse para siempre, y de pronto en esa pequeñez se congregara dolorosamente un existir, todo un haber vivido y con ello, también, todo un haber pasado, la revelación del mero parpadeo —lleno a rebosar de gratitud por haber participado, aunque fuera tan brevemente, de esta enorme y misteriosa aventura de la luz— que era a fin de cuentas cualquier vida. Ahora multipliquemos esa sensación por cada palabra que quedaba por decir, por todo lo que repentinamente desbordaba de las palabras y se convertía en el anuncio de un dolor futuro y, al final del todo, el sentimiento embelesado de una pura concordia. Cuando, tras una larga y angustiosa pausa, una voz absolutamente rota —la de un amigo común, que, demasiado prematuramente, Valeria y yo hemos perdido— me pidió en voz baja que dijera cualquier cosa (convencido de que me vería en mejores condiciones que él) yo me hice, por supuesto, el desentendido; porque si hubiera intentado pronunciar una palabra, atravesado a regañadientes por un nuevo nudo en la garganta, habría tenido que bajar la cabeza como un niño y, también como un niño (pero consciente ya de ser ese mero parpadeo), romper a llorar.
No se me ocurre una manera mejor para hablar de las palabras de Valeria: te cogen desprevenido, te remueven, te cortan por el medio. Y entre los huecos abiertos por esa voz amable sale un temblor, un estremecimiento, sale una emoción que nos aturde, que nos ensalza y que nos recompone. Estamos aquí una vez más, estamos rodeados por la vida, estamos vivos. Damos, sin voz, las gracias. Y luego, unas palabras después, vuelta a empezar.
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Título: Hubo un jardín. Autora: Valeria Correa Fiz. Páginas: 151. Editorial: Páginas de Espuma (2022). Venta: Todostuslibros.com
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