Portada: Fotograma de ‘Rojo y negro’, de Carlos Arévalo.
Sospechosos habituales (1995) es, sin lugar a duda, la mejor película realista de Bryan Singer. El resto, bien puede decirse, son fantasías de superhéroes, asimismo notables, ciertamente. Sobre Valkiria (2008) y Bohemian Rhapsody (2018) será mejor correr un tupido velo. Pues bien, uno de esos sospechosos a los que vengo a referirme, Roger Verbal King (Kevin Spacey), intentando convencer a Dave Kujan (Chazz Palminteri), uno de los policías que le está interrogando, de la existencia de Keyser Sozé —un asesino legendario por su crueldad y su sadismo: mató a su propia familia cuando unos hampones rivales intentaron doblegarle tomándola como rehenes—, afirma que la gran creación del Diablo ha sido convencer a la gente de que no existe.
La verdadera emancipación del individuo radica en la cultura: el zote es infinitamente más manipulable que el culto. Los políticos lo saben perfectamente y, aunque se les llena la boca hablando de grandezas como la libertad de expresión y la enseñanza pública y democrática, maldicen y bendicen la cultura mediante su política de subvenciones, premios y prebendas. Puestos a ello llegan a ser tan perversos como el Keyser Sozé de Bryan Singer y, a menudo, parecen inspirados por el Diablo. Perfectamente conscientes de que el cine fue la manifestación cultural más importante del siglo XX, como tal lo manejaron al servicio de su ideario. Sólo así se explica que Eisenstein fuera estigmatizado y censurado por Stalin y que Carlos Arévalo, uno de los escasos cineastas verdaderamente falangistas, sufriera una persecución muy semejante por parte de Franco.
Casi puede decirse que en Arévalo arranca ese cine de exaltación castrense que imperó en la cartelera autóctona de los años 40. Fue aquella una pantalla que tuvo en Alfredo Mayo a su principal protagonista, su argumentista más sutil en el propio Franco —bajo el seudónimo de Jaime de Andrade—, y algunos de sus mejores títulos en cintas como ¡A mí la Legión! (Juan de Orduña, 1942), Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942), sobre un argumento escrito por el propio Jaime de Andrade, o Los últimos de Filipinas (Antonio Román, 1945), sobre los héroes de Baler.
Todo ese cine, que en su faceta colonial parece inspirado por La bandera (Julien Duvivier, 1935), una de las cumbres del realismo poético francés, e imbuido por el espíritu de If, el poema de Rudyard Kipling —un canto a la templanza mientras todo se viene abajo, que José Antonio Primo de Rivera tenía enmarcado en su despacho profesional de Madrid—, tuvo al primero de sus realizadores en Arévalo. Quién hubiera dicho que tras ¡Harka! (1941), su tercera realización documentada, el cineasta que acercó a los espectadores una visión sublimada de la guerra de África acabaría siendo uno de los grandes malditos del cine patrio.
Fueron las harkas unidades de rifeños mandadas por un oficial español que operaron en el Marruecos del protectorado. A buen seguro que el capitán Santiago Balcázar (Alfredo Mayo), el protagonista de la de Arévalo, quien siempre monta un caballo blanco —como el de Santiago, el patrón de España— y su entrega a la milicia es tan grande que rechaza los permisos que le concede el mando, suscitó las simpatías de Franco. Así pues, no hubo ningún problema cuando se anunció el rodaje de su siguiente cinta, Rojo y negro. Antes al contrario: todo fueron facilidades. El permiso para su rodaje se concedió el 29 de septiembre de 1941, un día después de ser solicitado, sin dilación alguna.
Cómo puede entenderse, entonces, que dos semanas después de su estreno en el madrileño cine Capitol, el veinticinco de mayo del 42, contraviniendo la propia legalidad vigente, que impedía que ninguna autoridad prohibiese las películas aprobadas previamente por la junta de censura, fuera retirada de la cartelera de forma fulminante. Bien es verdad que la noche anterior había sido objeto de una proyección en el antiguo teatro de la corte de Carlos III, de El Pardo, donde Franco, el nuevo inquilino del palacio —quien, como todos los dictadores, era un cinéfilo notable— se había hecho instalar una sala de proyecciones. Se impone ahora un flashback que podría arrojar alguna luz sobre una prohibición tan desconcertante como irreversible…
En abril de 1937, Falange Española de las JONS se había convertido en la fuerza prominente de todas las sublevadas contra la II República: unos treinta y seis mil falangistas combatían en el frente. Ese partido, sin demasiada militancia cuando se intentó acabar con él en marzo del 36, tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de aquel año, declarándoselo ilegal y procediendo a la detención de unos dos mil de sus seis mil miembros —desde la junta política hasta los jefes de centuria, y no pocos de escuadra, todos los camisas azules dieron con sus huesos en la cárcel— se había convertido en la inspiración ideológica de los sublevados y en su mayor fuerza de choque. Es más, el vertiginoso aumento de la militancia falangista obedecía a que, desde que Franco consiguió trasladar a la Península el grueso del ejército de África, todo el mundo sabía quién iba a ganar la guerra y la Falange ya se asociaba al dictador que habría de tiranizar a España en los años venideros. Arribistas hay, siempre y bajo cualquier circunstancia, en todas partes. Entre los “camisas nuevas” —tal llamaban los “camisas viejas” a los falangistas de nuevo cuño—, menudearon. Ese oportunismo contribuyó a desdibujar el primer proyecto político del partido tanto como la voluntad subrepticia de Franco.
Sin embargo, el vínculo entre el dictador y aquella primera Falange no estaba tan claro como parecía y aún parece. En la idea predominante en nuestro siglo XXI, todos son “fachas” y asunto concluido.
Desde el comienzo de la sublevación, el autoproclamado caudillo “por la gracia de Dios” quería unificar bajó su mando a todos los alzados. Ya andando en la contienda, contemplaba con recelo cómo se abría un abismo entre la Falange —que aún era considerada una fuerza revolucionaria— y la Comunión Tradicionalista —por definición conservadora—, su segundo gran banderín de enganche.
Eso era lo que había cuando Franco tuvo noticia de los Sucesos de Salamanca, que el quince de abril del 37 enfrentaron a tiros a dos facciones de la Falange. Los llamados legitimistas, por ser familiares de Primo de Rivera —Sancho Dávila, Agustín Aznar…—, rechazaban a Manuel Hedilla, nombrado en septiembre del 36 jefe nacional del partido por una junta de mando provisional mientras sus dirigentes más destacados permanecían en la cárcel —Primo de Rivera— o habían caído en los primeros días de la guerra —Onésimo Redondo—. Los legitimistas argumentaban que Hedilla —quien había impresionado al fundador por su afán de servicio— carecía de formación para dirigir el partido, que otros camaradas le escribían los discursos. Naturalmente, a nadie le interesó recordar que fuera quien fuese el autor de esos discursos, en el de la navidad de 1936 Hedilla pedía a los falangistas que dejasen de matar a la gente por haber votado a la izquierda.
En la medianoche del diecinueve de abril, después de algunos muertos en la refriega entre los falangistas, Franco promulgó el Decreto de Unificación. Falange Española y de las JONS y la Comunión Tradicionalista dejaban de existir como organizaciones independientes para integrarse ambas en Falange Española Tradicionalista y de las JONS bajo el mando del Caudillo. Y así pasaron cuarenta años. Aquello fue el germen de lo que, hasta el final de la dictadura, habría de ser conocido como el Movimiento. Hedilla, que había salido airoso de la lucha con los legitimistas, fue relegado por Franco a un puesto de vocal en la junta del nuevo partido. Como se negó a la unificación, una semana después, el segundo jefe nacional de Falange Española fue detenido por traición junto a sus seiscientos camisas viejas por los franquistas.
A partir de entonces, su suerte, la de todos los hedillistas, habría de ser la misma que la de los “rojos”, con quienes, pese a odiarse mutuamente, como sólo lo hacen los españoles eternamente enfrentados por las rencillas políticas, compartían prisión. Condenado a muerte por intervención de algunos falangistas sumisos a Franco, la pena le fue conmutada por cadena perpetua. Permaneció entre rejas hasta el 41, cuando se le confinó en Mallorca. Para entonces, la Falange ya había sido despojada de todo su sentido revolucionario. El nacional sindicalismo de sus orígenes había dado paso al nacional catolicismo y los camisas nuevas del Movimiento, la falange de Franco, no tardarían en complacerse arrojando botes de pintura a las carteleras de las salas donde se proyectaba Gilda (Charles Vidor, 1946), al considerar pornográfica la célebre secuencia en la que Rita Hayworth se quita su famoso guante largo. Para entonces, Hedilla ya era un mito entre los falangistas que hablaban de la revolución pendiente y el pensamiento joseantoniano.
Ya volviendo a la prohibición de Rojo y negro, todo parece indicar que obedeció a la vieja pugna entre falangistas y carlistas (tradicionalistas), que no cejó en toda la dictadura que les obligó a la unión, pero que alcanzó su momento álgido en aquellas fechas. Unos meses después (agosto del 42), en el atentado de Begoña, unos falangistas arrojaron una granada de mano a los carlistas mientras éstos celebraban una misa en memoria de sus muertos.
Se ha escrito que en el estreno de Rojo y negro —que junto a El crucero Baleares (Enrique del Campo, 1941) habría de ser la gran película de exaltación de los vencedores de la Guerra Civil prohibida por el franquismo— menudearon los jefes militares. Hay noticia de que en aquella noche se destacó un coronel, acaso carlista, que no ocultó su indignación. Desde luego, la apología a la falange revolucionaria de Arévalo es inequívoca. Narrada con ese lenguaje, entre marcial y poético que caracterizaba la prosa de Primo de Rivera, sus secuencias nos refieren la “historia de una jornada española en la que el vaivén de egoísmos, debilidades y desacuerdos cambió épicas conquistas, asombro del mundo, por batallas perdidas gloriosamente”. Y así, con esta grandilocuencia, hasta que sobre el plano de un vaso que rebosa, comienzan a escucharse los primeros compases del «Cara al sol».
Protagonizada por una pareja que se quiere desde la infancia, ella, Luisa (Conchita Montenegro), ya apunta maneras de su futuro ideario falangista desde que, siendo niños, acuden de la mano a despedir a los soldados que marchan a la Guerra de África. Él, Miguel (Ismael Merlo), también es el niño que al crecer será un militante de la CNT. Pero ni el insalvable odio al que las rencillas políticas han llevado desde siempre a los españoles les podrá separar. Cuando en el Madrid de las checas comienzan las matanzas de los burgueses —que Arévalo retrata en la mejor secuencia de la película—, Luisa, tras ser violada por un miliciano en la del convento de las adoratrices, será llevada a la de la calle de Fomento. De allí, tras una de las sacas, acabará en la pradera de San Isidro, donde será pasada por las armas.
Cuando Miguel se entera del destino que sus compañeros han dispensado a su amada, se enfrenta a ellos para que le maten también a él. Como si no hubiera más dios, más ley o más patria que la mujer amada. Hay quien sostiene que Rojo y negro también pudo ser prohibida por esa apuesta final por el amor más poderoso que la vida, que, según “rojos y fachas” —en esto coincidían y aún coinciden—, no podía darse entre ellos.
En cualquier caso, la cinta ya se daba por perdida —se persiguió hasta la destrucción de cuanto a ella concernía—, hasta que la Filmoteca Española dio con una copia, asaz deteriorada, en 1993, tras el cierre de CEPICSA, su antigua distribuidora. Empezó a proyectarse en el 96 y a partir de entonces, los verdaderos cinéfilos —que no tienen ningún problema ante el mensaje de las grandes películas— volvieron sobre Carlos Arévalo. El maestro había muerto en el 89, prácticamente en el olvido al que el franquismo, como a la “revolución pendiente”, condenó su obra maestra.
Nacido en Madrid en 1906, el futuro cineasta estudió Escultura en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. De hecho, acabó siendo catedrático de Escultura en la Escuela de Artes y oficios. Combatiente falangista en la guerra, seguramente hedillista, se inició en el cine con Ya viene el cortejo (1939), un ensayo cinematográfico sobre el poema Marcha nupcial de Rubén Darío.
Conoció la gloria tras el estreno de ¡Harka! Y también supo del destino que el Régimen reservaba a los camisas viejas disidentes tras la prohibición de Rojo y negro. Uno de sus hijos, preguntado por los estudiosos de nuestra pantalla cuando se recuperó la película, confesó que no la había visto porque, a partir de la interdicción, la vida de su familia fue a peor radicalmente. Es decir, la misma suerte que aguardaba a los hedillistas cuando se manifestaban.
Aun así, tras varios proyectos fallidos, obras menores y coproducciones dudosas, todo ello consecuencia del estigma que el franquismo le impuso, volvió a hacer otra cinta notable: Hospital general (1956), un acercamiento a los entresijos de este centro madrileño. Fuera cual fuese su ideología, la grandeza del cine de Carlos Arévalo no se ve afectada.
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