Foto de portada: Alejandra López
De varias derrotas literarias nació El tercer paraíso, novela del chileno Cristian Alarcón que obtuvo hace escasas semanas el Premio Literario Alfaguara de novela. La obra, que acaba de llegar a nuestras librerías, descubre una historia familiar arropada con el aroma de buganvillas y jazmines.
Cristian Alarcón desempolvó su ansia de narrar las vidas de los demás narrando la suya propia. En este texto, que hoy nos reúne en Zenda, fluye la vida de sus ancestros: mujeres que albergaron en su seno la derrota y que se abrieron al entendimiento, mujeres que superaron las barreras que el tiempo consintió para abrir un futuro más amable para los suyos.
De esa derrota y de la furia que aún hoy ruge nace El tercer paraíso.
El tercer paraíso es, también, un delicado homenaje a los jardines y a todos aquellos botánicos que albergaron en su seno el amor por la naturaleza y el conocimiento. Todos los científicos que, desde la Grecia Antigua, se abrieron a un interés por el medio natural, que superaron las barreras que su tiempo les creó para abrirse a un futuro más sabio.
De ese afán por divulgar el conocimiento científico que aún hoy existe nace El tercer paraíso.
Zenda se reúne con Cristian Alarcón en un reciente viaje a Madrid. Hablamos con el escritor de literatura y de premios, de mujeres valientes y científicos adelantados a su época. Descubrimos con Alarcón la encrucijada de historias y palabras que ha hilvanado en esta ficción. Comenzamos.
—¿Qué van a encontrar los lectores que lleguen a El tercer paraíso?
—Un laberinto organizado, una estructura desopilante, un relato dual con dos registros muy distintos que se unen a la postre, donde lo íntimo y lo muy personal de la construcción de un jardín se va a mezclar con lo colectivo y político de un clan familiar que sobrevive a las pestes, a la violencia y a la pobreza desde los años cuarenta hasta los ochenta.
—¿Por qué decidió escribir este libro?
—Fue primero desde el fracaso de otros libros que no pude terminar porque me he dedicado los últimos diez años a dirigir medios y a experimentar con el periodismo, así que los tiempos son crueles. Por falta de tiempo y quizá también de claridad terminé un ensayo que luego se convirtió en un ensayo sobre la pandemia, en una serie frenética de lecturas de filosofía contemporánea que, finalmente, derivaron en esta, en principio, confesión de aislamiento, de aprendizaje sobre la botánica y sus secretos y también reabrir un caudal enorme de relatos, una especie de río muy caudaloso, contenido, y que surgió espontáneamente y se convirtió en otra cosa: en una novela que reinventa la historia de una familia y la lleva a la experimentación de un lenguaje que no pretende —como en mis comienzos— la fascinación por la estética del neobarroco sino un avanzar seguro y pausado y contenido que no significa demora sino cierta velocidad. Es paradójica la sensación que busqué con el tono de la novela, en el sentido de que por momentos tiene una extraordinaria velocidad y, en otros, gran cantidad de escenas apacibles en donde se invoca a un pensamiento del lector que lo lleve a reflexionar sobre su situación o su actualidad.
—Da clases de periodismo narrativo. ¿Hasta qué punto cree usted que su labor periodística ha podido influir en su creación literaria?
—He aprendido a preguntar, pero, sobre todo, aprendí a escuchar, a escuchar mujeres. Quizás la voz materna gobierne algo del inicio de esta historia, pero lo cierto es que identificar rápidamente, cuando uno escucha, lo que va a hacer trascendente ayuda mucho. Mis maestros del periodismo fueron grandes escritores, así que también aprendí los secretos de un oficio que excede completamente al periodismo, sobre todo al periodismo anglosajón y clásico que se preocupa solo por la información. La clave ha estado en aprender a construir y transmitir emociones y, en los últimos años, a competir con este aparato (señala el teléfono móvil) y esta pantalla, tratando de conquistar audiencias no solo con imágenes sino también con un uso renovado del lenguaje.
—¿Cómo ha madurado como escritor desde sus primeros textos?
—Creo que me volví mucho más sencillo, menos complejo en vano, que la pretensión me fue abandonando. La pretensión no como ambición —la ambición quizás se renueva sobre todo en cómo llegar a nuevos lectores y no quedarme encerrado en los cánones escribiendo para mis amigos—, buscando un juego que abra el campo, que lo vuelva más fructífero, más fértil. Una fertilidad que no está solamente en la singularidad de mis historias o en la búsqueda de una originalidad, sino en la posibilidad de honrar a ciertas tradiciones creando y reinventando y en el uso del lenguaje como plataforma de despegue de esa renovación.
—¿Se aprende más mirando a las mujeres o mirando a las plantas?
—Escuchando a las mujeres y mirando a las plantas. Aunque las plantas también son escuchables, porque las plantas no son solo ellas: las plantas son los pájaros y los insectos, todo lo que habita el jardín. El jardín no es solamente la belleza sublime de las flores, es la podredumbre, la plaga, las hormigas… y, sobre todo, los polinizadores, las abejas, como parte fundamental de lo humano. También los minerales que van a alimentar la tierra; el agua, el viento, el aire; sobre todo la luz como aquello que va a asignar el paso el tiempo: la luz del amanecer, la lluvia, los crepúsculos, cómo condiciona todo ello el crecimiento de lo pequeño… Esa humildad a la que uno llega cuando se rinde ante la evidencia de que los mecanismos del mundo nos exceden.
—¿Por qué decidió estructurar así su novela, a medio camino entre una historia familiar y un tratado de botánica?
—El tercer paraíso es una metáfora que surge de una búsqueda muy racional en torno a la genealogía botánica que va desde Plinio el Viejo, y sus primeros tratados botánicos en la Grecia Antigua, hasta Gilles Clément, el jardinero francés que crea la teoría del tercer paisaje como el lugar en el que la biodiversidad se multiplica por efecto de la inacción del humano. Lo humano abandona y aparece una naturaleza que gobierna, y al gobernar manda y alimenta la biodiversidad. El tercer paraíso no es más que la posibilidad de ese dejarnos hacer, de ese abandono trabajado, decidido, como un contrasentido del abandono. Cualquiera que diga “me abandoné” piensa que en realidad se abandonó a su suerte, se dejó estar, se dejó caer. En este caso el abandono de la tierra en la que ya no hay poda, cortes y productos químicos para gobernar el jardín, para ordenar el jardín, es el abandono en términos de entrega: “Nos entregamos a la experiencia botánica”. La familia, los clanes que nos preceden, nuestros abuelos y bisabuelos…en algún sentido estaban abandonados a lo que los oprimía. Es decir, eran luchadores cotidianos contra todo aquello que les dificultaba la vida, pero tenían un tesón y una decisión de vivir enormes. Aun siendo crueles, aun siendo monstruosos, uno los puede mirar hoy —si logra desapegarse del trauma que pueda haber dejado aquella violencia— como seres que estaban absolutamente entregados a vivir.
—Las mujeres de su novela están hechas de furia y de derrota. ¿Por qué son tan fuertes?
—Uff. Han aprendido tempranamente que resistir no es solamente llorar, que sobrevivir no es solo lamentarse, y han construido narrativas de sí mismas que no las convierten solo en víctimas sino también en dominantes. Y en muchos casos se han masculinizado hasta el dolor, han debido pelearse, han tenido que criar hijos creyendo que para criarlos es bueno el palo, es bueno el coscorrón y es bueno el palmetazo. En algunos casos aún esa generación de mujeres se siente orgullosa de haber sido así. Quienes estamos en los cincuenta formamos parte quizá de una especie de bisagra en ese sentido. En algún momento se dejó de pegar a los niños, o debería habérsele dejado de pegar a los niños, porque la violencia contra los niños por supuesto que sigue existiendo. Pero el relevo generacional y, sobre todo, la condición aspiracional de las clases medias —que han llevado a que las últimas dos o tres generaciones accedan a la universidad y a ciertos acuerdos sociales respecto a que la violencia está mal— han dulcificado a estas mujeres. Son mujeres que a la postre, en muchos casos, se han vuelto muy sabias y que en tanto sabias son fuertes. Por eso vivimos una época en la que las abuelas y los abuelos tienen una importancia fundamental. Son cuidadores de sus nietos, están para proteger, tienen una sobrevida importante, mueren más viejos, y su calidad de vida —por los progresos de la ciencia y de la medicina, y también por cierta comprensión sobre lo que significa una buena vida— les permite usar el tiempo de otro modo. Estamos hablando de una vejez muy distinta a la de sus predecesores. Sus ancestros solían morir mal, sus finales eran mucho más trágicos. Es cierto que hoy te puedes ahogar en una inundación, te puede llevar la casa un tifón o te puede sacar de tu hogar la guerra y la crueldad de un estado autoritario… pero si nos miramos a nosotros de cerca, y queremos ser justos, debemos reconocer que en muchos sentidos la vida ha mejorado y que a estas mujeres fuertes les permite ser un poco más débiles. Debieron ser muy fuertes, y en algunos casos confundieron —por no saber, por ignorar— la fuerza con la violencia. Creo que a la postre reinterpretan ellas mismas aquella fuerza confundida y la convierten en ternura.
—En su novela trata la descolonización europea, y pienso que también las mujeres de su novela están colonizando un espacio propio, están colonizando su independencia. ¿Ha hecho de manera premeditada este paralelismo?
—El colonialismo —en términos de los debates que se dan en esta emergencia contemporánea— me resulta un desafío gigantesco. La lectura de Huaco retrato, libro de Gabriela Wiener que acabo de terminar, plantea y planta las banderas de un debate postcolonial que las teorías postcoloniales y de descolonización están pendientes todavía. El feminismo, el protagonismo de las mujeres en todos los ámbitos, la existencia de una cuarta ola, las nuevas leyes que habilitan y legalizan el aborto como un derecho de salud en muchos lugares de América Latina donde había estado prohibido… nos trae una conciencia distinta y un cribaje que avanza hacia dos lugares: la conciencia de un racismo que permanece y que vemos hoy en todos los lugares a los que miremos y que se vuelve más evidente, la evidencia de que en las fronteras de Ucrania se discrimina a los africanos y a las africanas que intentan escapar igual que los ucranianos rubios es demencial, es de un nivel de crueldad que no se puede creer. Y, sin embargo, en gran parte de nuestras sociedades está instalada, como una marca atávica, la idea de que alguien de piel clara tiene más derechos que alguien de piel oscura. Por otro lado, la conciencia de una posible extinción a raíz del cambio climático, de un ecocidio en proceso, termina de alimentar una situación en la que lo descolonial se vuelve todavía más fundamental. Yo no podría asegurar que en el momento que lo escribí estaba pensando que mis mujeres ficcionales, inspiradas en las mujeres de mi familia, podían estar encarnando esa descolonización que en su momento intentaban algunos líderes latinoamericanos que independizaron a nuestras naciones de España, pero, evidentemente, tiene todo que ver.
—Dice en un momento de la novela: “Ser botánico era una manera única e importante de estar en el mundo”. ¿Está de acuerdo?
—Sí, estoy plenamente de acuerdo. Creo que la figura que más me impacta, en ese sentido, es la de Alexander von Humboldt y su extraordinaria valentía. Aunque era miembro de la élite alemana que contaba con todos los privilegios par llegar al conocimiento. Me parecen interesantes sus vínculos con Goethe. Estos vínculos lo fundan como un intelectual prolífico, multifacético y tremendamente anfibio. Siento un enorme afecto por un hombre de su época, final de 1800. Él comenzó su viaje en 1799. Un hombre que, además —si bien no puede hablar de sus pasiones eróticas, sexuales, por otros hombres— se las arregla para estar toda la vida acompañado por un hombre hermoso. Ese estar en el mundo es un estar comprometido consigo mismo al mismo tiempo que con la época. Esa duplicidad de compromiso se ha dado muy pocas veces en la historia. En general, por ejemplo, las grandes gestas latinoamericanas están hechas de renunciamientos. En el Peronismo se habla del renunciamiento histórico de Eva Perón porque no puede ser vicepresidente de su marido, las guerrillas de los años 70 renunciaban a sus vidas y felicidades y se consagraban en pos de una especie de sacrificio necesario para abandonar sus clases sociales —que, en general, eran pequeñoburgueses de clase media— o aspiracionales que abrazaban la precarización como un modo de transformar el mundo, pero, en definitiva, terminaban en una idea de sacrificio con la que jamás estaré de acuerdo. Este sujeto estaba comprometido con el goce al mismo tiempo que con el trabajo extremo, la dedicación y también un padecer, que era un padecer extremo. Se embarca en un viaje de años en el que deja toda su fortuna, se gasta todo lo que tiene en conocer el mundo y en descubrir cuáles son las lógicas con las que funciona la naturaleza. Por eso su ascensión al volcán Chimborazo de la mano de Carlos Montúfar —su amante de veintipocos años, hijo de uno de los grandes generales de la revolución en Ecuador— es tan simbólico. En algún momento Carlos Montúfar se cae y él lo levanta junto a sus ayudantes, lo rescata del fondo de la nieve. Estuvo a punto de sacrificar al amor de su vida por algo casi milagroso. Imagina que además ascendían esas montañas sin equipos North Face (risas). Lo hacían con calzas y botas. El botánico lo que hacía era instalarse en el lugar del conocimiento. Al mismo tiempo encarnaba lo colonial como nadie. Ponía sus iniciales en las combinaciones de palabras en latín que iban a designar —dentro de la lógica de Darwin— la taxonomía botánica con la que seguimos nombrando a todos los vegetales del planeta.
—¿Cree usted que ser escritor es una manera única e importante de estar en el mundo?
—No es ni tan única ni tan importante. Es una oportunidad que tenemos algunos privilegiados a los que nos gusta jugar con el lenguaje y que habitamos un mundo de ideas y de libros al tiempo que tratamos de sostener unas vidas a veces más o menos infelices en un tiempo, además, en que la literatura no resulta tan importante como lo fue. En mi niñez si no leía los libros de Emilio Salgari y Julio Verne no había modo de sustraerme de un cotidiano que me resultaba por momentos atroz. Cuando veo a un niño absorto en su pantalla, pienso: “¡Qué suerte que tiene! No solamente le quedan los libros. Tiene tantas formas de pasar el tiempo y de sustraerse…”. Al mismo tiempo es una tragedia, porque va a seguir siendo infinitamente más nutricia la lectura de una novela de aventuras que un juego electrónico que plantea soluciones fáciles. Pero los modos de habitar el mundo hay que entenderlos desde la complejidad de cada momento histórico, y yo tengo una profunda admiración por las nuevas generaciones de niños “pulgarcitos” que solo saben mover pulgares y dedos y que tienen, como yo, tempranamente dolores articulares en las muñecas por no operar más que con aparatos en las manos.
—Construir el mundo ha sido nombrar —dice en un momento de la novela—. ¿Cómo construye el mundo Cristian Alarcón?
—Con avances y retrocesos permanentes y con grandes errores cometidos, sobre todo en mi primera y segunda juventud. Quizás un poco más sabio a partir de la paternidad, una paternidad elegida al adoptar a un niño que se me cruzó en la vida y asumir todas las obligaciones de ser padre soltero y solo, porque mi familia no vive en Buenos Aires. Hace poco se instaló mi hermano menor. Ha sido criar con ayuda de una red propia, no estrictamente de familia de sangre, a un sujeto sumergido en la complejidad de este mundo, con todo lo que significa ser adolescente hoy. Estar en el mundo es para mí, entre otras cosas, acompañar y reconocerme como falto, como absolutamente lejos de mi ideal, aunque sueñe con el paraíso, lejos de mi propio paraíso. Es ahí donde lo busco. También estar en el mundo es una decisión política de honrar lo que llamo en broma “sufrir mucho cuando era chico”. No tengo muchas ganas de sufrir, soy bastante pragmático. Quienes me conocen saben que avanzo y retrocedo, pero cuando retrocedo no me lamento demasiado. Sé pedir perdón y sé perdonar. Creo que eso es algo que buscamos toda la vida.
—¿Cómo recibió la noticia de este premio?
—Con la sorpresa de un no iniciado (risas) que no esperaba realmente el reconocimiento, aunque, por algún motivo me presenté. Si corrí para llegar con esa copia del libro, en los formatos que pide la editorial, y llegué quince minutos antes de que cerraran la convocatoria… si hice eso tampoco me puedo hacer el estúpido como si no me lo hubiera querido ganar (risas). ¡Es evidente que me lo quería ganar! Pero después, los veintidós años de terapia psicoanalítica hicieron que lo soslayara. Como no me gusta sufrir, dije “no existe”, y lo olvidé. Así que lo recibí con la sorpresa del no iniciado y también del negador profesional.
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