Aquel miserable está besado por Ares Enyalius, señor de la guerra. Actúa como un Brotoloigós (Βροτολοιγός, «destructor de hombres»). Al igual que un león se abalanza sobre una despavorida manada de gacelas y, aun ahíto de sangre, degüella a todas, inmisericorde, así se arroja sobre sus víctimas Aquiles, al que motejan el de Pies Alados.
No conoce la piedad. Tiene estiércol en vez de corazón. Por sus venas sólo corre negra bilis. Dicen que es hijo de una diosa y de un mortal. En su hígado no alberga ninguna de las emociones que lo hacen humano, sino sólo las turbaciones que lo igualan a los dioses, indiferentes a los padecimientos de los mortales.
Cuando lo vieron volverse hacia los sagrados muros de Ilión, tras la masacre en el Escamandro, cundió el pánico entre los dárdanos. Ares había soltado a sus mastines sedientos de sangre, Deimos y Fobos, y, como un arroyo salido de madre inunda a su paso las praderas, así anegó el terror el alma de los hijos de Troya. Sólo Agénor, semejante a un dios, osó hacerle frente para asegurar que todos su conciudadanos encontraban cobijo tras los inexpugnables muros. Fue el mismo Apolo quien salvó a Agénor de caer bajo la temible lanza de fresno del mirmidón y engañó a éste alejándolo para dar tiempo a los ilíacos a ponerse a salvo.
Héctor sacude la cabeza avergonzado. Como pastor de sus hombres debería haber sido él quien sirviera de bastión ante el homicida. Aún estaba conmocionado tras haberlo enfrentado después de que hubiera matado a su hermano Polidoro, que suplicaba por su vida abrazando las rodillas del aqueo. Del combate lo tuvo que librar el mismo Apolo, envolviéndolo en una nube.
Tiene todos sus sentidos alerta. Años de duro entrenamiento y cruentos combates en defensa de los dioses patrios lo han convertido en una máquina de guerra temible. Recuerda los rostros de todos aquellos que por su culpa han emprendido viaje al Hades. Sabe que lo estarán aguardando allí para escupirle su hiel. Son las leyes de la guerra: matar para seguir vivo. Ha intentado ser digno de su padre Príamo, mayoral de los troyanos, y no perder del todo, jamás, la humanidad. Cuando ha visto a un enemigo vencido, que no significaba ya peligro ni para él ni para sus altares, le ha perdonado la vida. Aquiles, en cambio, es una criatura que rezuma menin, ahogada en su propio vómito de ira. Si los dioses no hubieran abandonado a los dardánidas de hermosas grebas, castigarían su hibris desmesurada. Héctor se sabe solo. Ningún dios. Ningún paladín lo auxiliará. Ante sí sólo desolación. Sobre sus hombros las últimas esperanzas de su pueblo.
Escucha los gritos de su venerado progenitor suplicándole que se ponga a salvo detrás de las puertas Esceas, ante las que espera al sembrador de muerte. Príamo le ruega con voz llorosa. Le habla de amor filial. De obediencia y reverencia a los mandatos paternos. De sus obligaciones para con Ilión. Lo necesitan vivo.
No responde. Ni siquiera se atreve a mirar las venerables canas. Se refugia en la entrevista que tuvo con él cuando fue a presentarle su devoción antes del ataque a las negras naves aqueas. Besó su rostro, sus manos. Abrazó sus rodillas suplicándole su bendición. Sólo cuando su padre tocó con sus labios sus ojos, se caló el yelmo.
Sonríe al recordar cómo al verlo así armado su hijo Astianacte, en brazos de Andrómaca, lloró aterrorizado. Hubo de quitarse el casco para que lo reconociera y poder abrazarlo. El olor a leche y a trigo recién molido del bebé lo llenó de paz. Piensa también en Andrómaca. No le dijo nada, pero se lo dijeron todo con la mirada, con las respiraciones. Sabe que es la última esperanza para ellos. Lucha por Ilión, sí, pero ¿es más fuerte el amor a su patria que el que le debe a su padre, a su estirpe? Prefiere no responder. Ha de concentrarse en acabar con Aquiles. Si sigue vivo, los suyos no tienen ninguna esperanza. Hasta los dioses han tenido que retroceder frente a su cólera homicida. Ha estudiado a fondo sus técnicas guerreras. A distancia y de cerca, camuflado entre sus valientes en medio del fragor de la batalla. Lo desconcierta: lo confía todo a la velocidad de sus pies y a la potencia de su brazo derecho. Mas lo ha visto atacar también con la siniestra. Lanzar con ella una pica que se necesitaría la fuerza de dos hombres para lanzarla hasta donde aquel la lanzó. Ha comprobado cómo cambia de estrategia varias veces en mitad del duelo y confunde a sus rivales hasta conseguir herirlos.
Siente una presencia a su diestra. Se protege tras el escudo y desenvaina la espada. Es Polidamante, su lugarteniente. Le trae un pellejo de vino y un tasajo de cabra para que recobre fuerzas. Lo acompaña Demetrio, su auriga y escudero, aún imberbe, que porta una jofaina con agua. Mientras Héctor se recompone atendido por Demetrio, Polidamante, cual águila que protege a sus polluelos, vela a su señor.
Observan cómo un carro se acerca al Pelida. Le llevan también un refrigerio, que toma sin quitarse ni siquiera el casco. Rechaza que su auriga lo acerque a las murallas. Embraza el escudo, tres lanzas y echa a trotar hacia las Esceas.
Polidamante advierte a Héctor. Ve al homicida cansado y algo renqueante. Se ha llevado un par de veces las manos a un costado. Tal vez esté herido. Le aconseja contemporizar en sus primeros ataques. Protegerse tras el escudo y aguijonear a su enemigo cambiando la lanza de mano varias veces. Ha de guardarse de los ataques que le dirija de arriba abajo, buscando la zona del cuello que no cubre su armadura. Fingirá atacarlo por abajo para que lleve hacia allí el escudo y desguarnezca la garganta para arrojar desde arriba su arremetida. Su segundo no gasta saliva en intentar convencerlo de que lo acompañe al interior. Se lo agradece con un abrazo. Ambos saben que puede ser el último. Lo celebran con un trago de vino sin dejar de mirarse. Demetrio lleva a sus espaldas una aljaba con venablos. Se sitúa al flanco de su señor para atenderlo en el combate. Héctor le ordena que vuelva a entrar por donde ha salido. El efebo besa entre lágrimas las rodillas de su señor y acompaña a Polidamante a través de un portillo.
Tiene a Aquiles a medio estadio. Viste nueva armadura. Héctor recuerda que la suya se la quitó a Patroclo cuando le dio muerte frente a las naves. Es la que lleva puesta. La armadura, el escudo, las grebas, el casco del Pelida son prodigiosos, obra del mejor de los artífices, tal vez, de un dios. A ese hijo de una perra rabiosa lo aman los dioses. Seguro que alguno de ellos lo está haciendo parecer tan formidable para sembrar el miedo entre quien ose enfrentarse a él. Pero, sea quien sea el dios que protege al aqueo, éste ha olvidado que el corazón de Héctor, domador de caballos, no tiembla ante ninguna criatura.
A las súplicas de Príamo se le unen ahora las de su madre Hécuba y las de su esposa. No puede evitar mirar hacia ellos. Un grito de su lugarteniente lo alerta: Aquiles ha ganado velocidad a la vez que le apunta con una lanza. A duras penas puede desviarla. Arriba estalla un silencio de sepulcro. El Pelida apresta una segunda pica.
Héctor se guarda tras el escudo sin alejarse de los muros. Busca un venablo de los que le trajo Demetrio para atacar a su enemigo. Mas, al igual que un cervato se echa a temblar cuando se ve acorralado por una jauría de lobos, así se siente Héctor de repente. Su otrora marmóreo corazón se ha vuelto de requesón. Un terror negro como la noche sin luna se asienta en su hígado. ¡Quiere vivir, por todos los dioses del Ida! ¡Necesita volver a besar el mar entre las cavidades de Andrómaca! Arrullar a Astianacte. Beber con su padre en el ocaso.
Sin arrojar ni el escudo ni las armas el Priámida echa a correr como una tórtola perseguida por un gavilán. Aquiles grazna su ira, su desprecio ante su cobardía. El amor a la vida más que el miedo dan alas al troyano. El mirmidón no afloja la presa. El cansancio de toda una jornada segando vidas no le hace mella.
Tres veces circunvalan el enorme perímetro de Ilión. Tres veces pasan frente al lavadero que hay a la vera de los dos manantiales, uno de aguas calientes, el otro siempre gélido, aun en lo más crudo de la canícula. Nadie ni entre los troyanos ni entre los argivos que asisten al combate desde la llanura suelta del cerco de sus dientes un murmullo.
Héctor sueña con que su enemigo desfallezca y le conceda más días de vida. El otro es veloz y resistente, pero él no le va a la zaga. Intenta acercarse a los muros para que desde allí los suyos lo protejan con sus dardos, pero el Pelida le corta siempre el paso y lo desvía hacia la planicie, a la vez que grita a los aqueos que no lo hieran con sus flechas. Para él solo quiere la gloria de abatirlo.
Llegan por cuarta vez al lavadero de los manantiales. El pecho de Héctor estalla de júbilo: ve a su hermano Deífobo totalmente armado. Ha abandonado la salvaguarda de Ilión para combatir a Aquiles junto a él. ¡Ahora sí que hay esperanzas! Deífobo le insufla valor y lo anima a encarar entre los dos al de pies ligeros.
Se pone en vanguardia. Héctor bebe unos sorbos del mismo lavadero con el cuenco de las manos y sigue a su hermano. Encara a Aquiles, que se ha detenido para tomar aliento. Le pide que ambos juren ante todos los dioses que el vencedor despojará las armas del caído, pero respetará su cadáver y dejará que los suyos le presten las honras necesarias.
Igual que no hay juramentos leales entre hombres y leones, ni concordia entre lobos y corderos, tampoco habrá paz ni pactos entre tú y yo. Descenderás al Hades sin que los tuyos puedan cumplir contigo los ritos fúnebres. Tu alma vagará a este lado de la Estigia como una pordiosera entre las sombras y tu cuerpo será carroña de cuervos y perros —le escupe el Pelida a la vez que le lanza su mortífera lanza.
Héctor consigue evitarla y le dispara su asta. Ésta se clava en el escudo. Se vuelve hacia su hermano pidiéndole otra pica. Espantado, ve que se ha esfumado y lo divisa a lo lejos en lo alto de una de las torres. Se da cuenta de que algún dios lo ha burlado tomando la figura fraterna para que dejara de huir. Intuye la culpa de la ojizarca Atenea: no comprende su odio hacia la estirpe troyana. Nunca le han faltado sacrificios en sus altares.
Desenvaina su espada y haciendo vibrar ésta y tremolar su casco se precipita sobre el mirmidón semejante a un águila que se arroja sobre unos trémulos gazapos. Aquiles se protege con el escudo de su acometida a la vez que da un salto y le clava la pica en el gaznate. La punta no le fractura la tráquea.
Como un roble centenario se precipita abatido por la cruel segur de los leñadores, así cae Héctor, pastor de huestes. Un ulular fúnebre vuela desde los muros al tiempo que un clamor de júbilo estalla entre los argivos. Héctor se sabe herido de muerte. No suplica a su enemigo que alivie su tránsito ni que respete su cuerpo. Con la previdencia que le da la moira le anuncia que no ha de tardar mucho en acompañarlo al Tártaro, a manos, precisamente, de su hermano Paris, que, cual perra cobarde, rehuye el combate cuerpo a cuerpo y usa el arco, arma mujeril.
Se arrastra hacia Ilión ahogándose en su sangre. Que lo último que vean sus ojos sea la ciudad que le dio todo y por quien todo lo dio.
Agarra un puñado de negra tierra y se lo lleva a su boca con gran esfuerzo. Está manchada de su propia sangre. La besa. Besa así no sólo su tierra, sino también su misma linfa: sus ancestros, su esposa, su hijo.
Aquiles se le acerca con una cuerda. Lo halla ya muerto, con la cara manchada de tierra. Le escupe. Se orina en su rostro riendo como una hiena al percibir cómo desde los muros execran su impiedad. Lo ata a su carro y lo arrastra por la llanura ilíaca por la que Héctor, domador de caballos, pastor de héroes vertió su vida.
Su alma descenderá a las Llanuras Elíseas, donde el odio hacia Aquiles se perpetuará. Su fama ascenderá, en cambio, a los astros y desde allí será aventada generación tras generación por los besados por las Musas como ejemplo, bálsamo y cobijo para la Humanidad.
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