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El día que murió Camilo José Cela

El día que murió Camilo José Cela

Jueves, 17 de enero de 2002 (fragmentos de diario).

Ha muerto Cela, a las siete de la mañana: una neumonía.  Anoche, en un telediario, me enteré de que estaba enfermo, pero dijeron que ya no se temía por su vida. Cela lleva desde la adolescencia muriéndose. Como creo que decía Vicente Aleixandre, y repetía él, siempre tuvo “una mala salud de hierro”. Hay personas que parece que no se van a morir, por la sencilla razón de que no pueden morir, tan instalados están en nuestras vidas, tan vivos en ellas. Pero al final se mueren, y nosotros no nos lo creemos del todo.

En mi casa tampoco se creen que yo pueda sentir esta muerte como la de alguien de mi propia familia, alguien muy querido. No entender esto es no entenderme en nada, aunque es normal. No hay que darle mucha importancia; Cela no se la daría.

En 1989 le dieron el Premio Nobel. Yo tenía trece años. No lo había leído hasta entonces, y empecé a hacerlo, más que vorazmente, ferozmente. Compré un tomo con sus tres primeras novelas, y otro con sus primeros cuentos. Di una conferencia en clase, infantil, sobre el Pascual Duarte. Le escribí una carta de escritor-incógnita, escritor-niño, a escritor consagrado. No creo que la llegara a leer nunca, pero cuando pienso en esa carta y en el chico que la escribió no puedo evitar emocionarme. Le pedía, ingenuamente, que fuera mi maestro, como Baroja lo había sido de él.

Cela fue mi abuelo en la literatura. Uno de mis primeros maestros. Estoy en la edad de tener maestros, y ya veo que también lo estoy de perderlos. Cela es el primer maestro que se me ha ido. Cuando admiro a un escritor (es otro de mis defectos, quizá), también lo quiero. Como a un padre o un hermano, o como a un abuelo. Dicen que uno suele admirar más a sus abuelos que a sus padres. Puede que tengan razón.

"Él fue el primero que me hizo soñar con ser escritor, el primero en el que yo vi, en carne y hueso, el mito del escritor"

En estos años lo he sentido, personalmente, más cerca, porque tanto Umbral como Javier Gómez de Liaño, dos amigos suyos, me hablaban mucho de él. A todas las personas que lo han tratado —también a Javier de Juan, que le publicó algunos libros en Espasa Calpe— les he preguntado por él. Para mí Cela no sólo era un escritor a quien leer, al que admirar, del que aprender. Era una inmensa curiosidad. Le he seguido los pasos todos estos años, como se los he seguido a otros, pero él fue el primero. Él fue el primero que me hizo soñar con ser escritor, el primero en el que yo vi, en carne y hueso, el mito del escritor. Un mito capaz de hacer las barbaridades más grandes, claro, y las genialidades más sorprendentes.

He leído casi toda su obra. A menudo he dicho que para mí leer a Cela es como reencontrarme con un viejo amigo. No me entusiasmó Madera de boj, aunque algunos aspectos de esta novela me parecen deslumbrantes y es verdad que cada vez me gusta más. Yo me quedo todavía con el Pascual Duarte y, por encima de todos sus libros, con Viaje a la Alcarria. Así de clásico es uno. En Viaje a la Alcarria está la prosa serena, rica, castiza a lo bueno, conmovedora pero contenida, clásica, en efecto, pero con un pequeño tinte barroco. En él está la prosa que más me gusta de Cela, juvenil, como en el Pascual Duarte, pero juvenil sólo por estar escrita por un joven. Es una prosa de autor maduro, una prosa llena de sangre y de vitalidad, de la calle y del campo, pero también de los grandes libros de la literatura universal.

Un gran río, en fin, salvaje y sosegado, porque Cela era capaz de reconciliar todas las contradicciones. Sólo tenía que sentarse a escribir.

Era el más grande escritor español vivo, como figura humana y como figura literaria, con todos sus defectos y contradicciones. Lo era para mí. Si me dicen la palabra escritor probablemente aparezca en mi cabeza el rostro de Cela, su cuerpo grande, ancho y gordo —en los últimos tiempos no tanto—. Le atacaban, pero él disfrutaba contestando, o callando con una sonrisa de desdén. En su casa hacía una obra pausada, interminable, constante, ignorando a los que lo criticaban, con una secreta y orgullosa complicidad hacia sí mismo.

Qué gran libro podría haber sido ése que naufragó cuando apenas había salido de puerto, Turno de réplica, porque a Cela le gustaban las réplicas.

"En aquel tiempo había una gran polémica porque Cela, Premio Nobel, no había recibido todavía el Cervantes"

Gracias a los Gómez de Liaño, Javier padre y Javier hijo, conservo Madera de boj dedicada por él, “cordialmente”. Tengo entendido que le enfadaba mucho dedicar libros. A casi todos los escritores que han firmado muchos libros, por lo que sé, les irrita esta servidumbre halagadora del éxito literario. También esto hay que comprenderlo.

En mi primer año de carrera, en junio o julio de 1995, pude hablar con Cela. Fue en un curso de literatura y periodismo, “Literatura, prensa y poder” (creo que se titulaba así), de la Asociación de Escritores y Periodistas Independientes, AEPI. A Cela lo habían nombrado presidente honorario de esa asociación. El curso se celebró durante toda una semana en un teatro, el Infanta Isabel, en la calle Barquillo de Madrid. Como un actor que sólo se interpreta a sí mismo, me levanté cuando llegó la hora de hacerle las preguntas a Cela. Estaba muy nervioso, pero mi voz no tembló —o quizá sí, pero no lo recuerdo—. Tal vez pensara que a Cela no le gustaban las inseguridades ni los miedos. Todo eso él lo llevaba muy dentro, como en un cofre bien cerrado. Le hice una pregunta sobre el Premio Cervantes, unos pocos meses antes de que se lo concedieran; le pregunté si iría a recogerlo de manos del rey Juan Carlos. En aquel tiempo había una gran polémica porque Cela, Premio Nobel, no había recibido todavía el Cervantes. Dijo allí que el rey Juan Carlos era “la única persona sensata de este país”, y que él nunca rechazaría un premio entregado por el rey.

—Estoy muy contento —le dije a David Llorente, mi compañero de facultad y ya consumado escritor, que se sentó conmigo durante todo el curso—, he conseguido hablar con Cela. Tenía miedo de que se me muriera sin poder hablar con él.

Y hoy se ha muerto, el día de mi cumpleaños. No sé si esto nos une más, o si no deja de ser una anécdota, una involuntaria ironía de los burócratas que tejen la muerte en el cielo. Al fin y al cabo, la muerte no sólo es una vulgaridad, como dijo Cela, es también un acto burocrático, es cumplir con esas otras oficinas que se afanan en alguna parte. Pero temo blasfemar, y la literatura no exime del pecado, ¿o sí?

Me gusta que una fecha también pueda unir. Dalí, Cela y Umbral nacieron el mismo día, el 11 de mayo. Cela, mi abuelo literario, el primer modelo que he tenido yo en el mundo de la literatura (aparte de Cervantes y el Quijote), ha muerto el mismo día en que nací. Ahora me he enterado de que su hijo también nació un 17 de enero. No lo sabía. He vivido veintiséis años con él, siendo coetáneo suyo. Ahora dispongo de todos los que me queden para seguir leyéndolo, aprendiendo de él.

"Hay una ciudad de los escritores para cada escritor. Sólo hay que echarse al camino"

Esta tarde, quizá oculto, leeré unas páginas de cualquiera de sus libros. Seguramente cogeré el Viaje a la Alcarria, mi buen amigo, o el Pascual Duarte, su primera novela. Con veintiséis años y ese libro Cela ya tenía suficiente para ser un clásico.

Ayer entregué Confesión, mi primera novela, que trata también de un condenado a muerte. Siento que voy a palidecer comparándola con el Pascual Duarte, pero no pienso hacerlo. Ni palidecer ni comparar. El camino que recorre un escritor no lo puede recorrer otro. Cada uno debe internarse en su propia selva, construirse su propio machete, ágil pluma, buscar a su modo la senda que le lleve a la ciudad de los escritores. Cada uno debe ser picado por unas serpientes, y no por otras; cada uno debe ahogarse primero en un río, y no en otro, para luego resucitar en los templos prohibidos.

Ni siquiera esa ciudad debe ser la única para todos los escritores. Hay una ciudad de los escritores para cada escritor. Sólo hay que echarse al camino. Todos sabemos que lo más bonito es buscar esa ciudad, no encontrarla. Claro que si no se encuentra, la propia búsqueda carece de sentido. O no. ¿Quién sabe? Yo continúo buscando, y sé que tengo un amigo más en el cielo. El cielo de los escritores donde sus plumas ya no pararán nunca de escribir.

Cuenta una leyenda, muy personal, que antiguamente los escritores eran ángeles, y que se les cayeron un día las plumas y tuvieron que descender a la tierra para recogerlas todas. Con esas plumas han llenado, llenan, libros enteros, de aventuras, amores, pasiones, poesías y odios, diálogos, caídas y resurrecciones. Llega un momento en que todos encuentran la última pluma, la que les falta para retornar al sitio del que proceden. Puede ser pronto o tarde, para unos antes, para otros después. Cela hoy encontró su última pluma.

"¿Por qué tendré la sensación de que estoy despidiendo a un amigo? Un amigo al que conozco a través de sus libros, esa imagen falseada y pura, hermosa, de la vida y del escritor"

Ha muerto el día de mi cumpleaños, aproximadamente a la hora en que nací yo. Hay quien cree en las señales, y hay quien cree en las casualidades. Tan irracional me parece lo uno como lo otro. Todo depende de cada cual. A mí me parece un bonito signo, o curiosidad, coincidir con Cela en esta fecha, y a esa hora, justo cuando el reloj de la vida se invierte. Reloj de arena.

Es por la tarde, las seis y media. He cumplido con mi promesa: he abierto el Viaje a la Alcarria. La verdad es que apenas he leído, lo que tardaba el ordenador en ponerse en marcha. Ya se me habían olvidado las frases breves de este libro, su estilo limpio, sincero, directo, transparente, sabroso. Ahora lo he retomado.

¿Por qué tendré la sensación de que estoy despidiendo a un amigo? Un amigo al que conozco a través de sus libros, esa imagen falseada y pura, hermosa, de la vida y del escritor. Este verano leí en una entrevista que al escritor se le conoce más por su obra que por cualquier otra cosa. Lo decía Francisco Ayala. Según esto se puede ser amigo íntimo, aunque sea en una sola dirección, de un escritor, aunque no lo hayas visto en tu vida (yo, como he dicho, vi a Cela, le hablé, una mañana de junio o julio).

Pero esto sólo lo puede comprender el que ha escrito mucho, y el que ha leído mucho, porque este tipo de relación es tan sutil y compleja que nadie que no la haya practicado podría valorarla.

Siento que lo despido, sí, pero también siento que le doy la bienvenida. Vienen los tiempos del purgatorio literario, que en su caso no creo que sea muy largo, ni siquiera que vaya a estar en él. El purgatorio, para un escritor, es ese olvido que suele seguir a la muerte. Se pasa de “clásico en vida” a “olvidado en la muerte”. Pero Cela es estudiado en las Universidades, tiene tres o cuatro libros comprados y leídos constantemente —con uno solo se conformarían muchos—. Vuelvo a lamentarme de que no llegara a escribir, o a terminar, Turno de réplica, esas memorias de las que tanto se ha hablado. Pero los cajones de su despacho, y su viuda, todavía nos pueden dar muchas sorpresas.

"Lo recuerdo con la cabeza apoyada en una mano, como lo retrató Víctor Ochoa en esa escultura de bronce, enorme"

En ese libro, por lo que sé, iba a rendir cuentas, es decir, a defenderse de algunas graves acusaciones, a esgrimir su escudo y su espada ante sus enemigos. Pero en las entrevistas decía que no lo iba a escribir, porque todavía estaban vivas muchas personas, y no quería revolver este bello pero ya de por sí revuelto mundo de la literatura.

Está oscureciendo, la tarde está tranquila, no hay ruidos en Montepríncipe. Estoy en mi cuarto, en esta habitación que es oficina-despacho, dormitorio, sala de juegos, etc. Me imagino, inexistente, tan existente, a Cela en su despacho. El escritorio, el lugar en el que escribe un escritor, aunque no sea maniático en esto, es un espacio mágico. Yo puedo escribir perfectamente en el salón, o en el cuarto de estar, y en la cocina. También en otra casa, o en un hotel. Pero esos lugares quedan contagiados por mi fantasía, por mi jugar con las palabras, esa magia.

Pero hay siempre un sitio más frecuente que el resto. Tiene una mesa y librerías, generalmente, una máquina de escribir o un ordenador. En el caso de Cela no, porque él era muy tradicional. Escribía a mano, con pilots últimamente, esos bolígrafos de tinta líquida, que escriben como plumas. Rotuladores de punta fina, japoneses.

Lo recuerdo con la cabeza apoyada en una mano, como lo retrató Víctor Ochoa en esa escultura de bronce, enorme, que tantas sombras me ha dado en la facultad de Filosofía y Letras de la Complutense.

Es un altanero y caprichoso reloj de sol esa escultura. La cabeza y las manos. No necesitó más el escultor para fijar a Cela, el escritor, garabateando una frase, una frase que podía encerrar toda su obra, si la obra de alguien se encuentra, tímida, en su monumento.

Dar sombra, enfrentarse al sol. Cela escribía en esa escultura, y lo sigue haciendo en su despacho, y con una mano hacía visera en su frente. Lo saludaba desde lejos y dejaba que se posara en su espalda. “Para el éxito sobra el talento; para la felicidad ni basta”. Es una frase que me ha acompañado muchos años. Al igual que su lema: “El que resiste, gana”, que debería ser adoptado por todo el mundo que quiere ser cada día mejor, superarse a sí mismo, con los demás y a pesar de los demás, ser más bueno, en todos los sentidos, para él y para los otros. Luchar contra las dificultades, no rendirse nunca, oponerse a los enemigos, si los hubiere —le gustaba mucho este subjuntivo, creo recordar—, ir llegando a la meta todos los días. Resistir y ganar. Cela resistió y ganó.

Lo han repetido varias veces durante el día. Su lema se hizo famoso, porque es un lema que nos viene bien a todos. Nos cuadra a todos.

"¿Venderán más libros los libreros? ¿Se leerá más a Cela a partir de mañana? ¿Será olvidado como tantos y tantos escritores que en vida fueron grandes?"

Los telediarios le han dedicado la mitad de su tiempo. Mañana amanecerán los quioscos invadidos por la cara de CJC, alguna frase, alguna cita. “Cela ha muerto”, puedo imaginar en el ABC. O “Adiós al Nobel”. Escribirán cosas así, y él se reirá desde arriba, con el macuto a cuestas, el mismo que utilizó en su viaje a la Alcarria, preparado para iniciar el famoso, ineludible, último viaje. Con su sonrisa irónica, por supuesto, siempre colgada del rostro, pero también con agradecimiento.

¿Venderán más libros los libreros? ¿Se leerá más a Cela a partir de mañana? ¿Será olvidado como tantos y tantos escritores que en vida fueron grandes? No lo sé. Lo que es seguro es que él lo mirará todo con ésa su sonrisa particular, sus labios grandes, y con esos ojos acuosos que parecían presagiar siempre el llanto, o la emoción. Pero las palabras siempre desmentían esas lágrimas. Las palabras, para Cela, eran las bridas que controlaban a las cosas, que no se desmandaran. A la palabra, debía de pensar él, no se le puede rebelar nada, ni siquiera el corazón.

En la tele han puesto unas imágenes suyas escribiendo. De repente, alza la cabeza y mira a la cámara:

—¡Coño, no me saquéis sonriendo, que pierdo lectores!

Me doy cuenta de que esto, así, escrito, no vale nada. Hay que oír a Cela decirlo, y verlo, si es posible.

Acabo de leer otras páginas del Viaje a la Alcarria. Un poco del principio, algo del medio, y la dedicatoria a Gregorio Marañón. Siempre me gustó esa dedicatoria. Es el mejor ejemplo que conozco de prosa laudatoria, a la vez sincera y agradecida. Cela habla ahí a su maestro humildemente, como el que pide audiencia a un rey. A un rey que encima es amigo suyo, una especie de padre, teniendo en cuenta la edad y el magisterio.

"Prefiero abandonar estas líneas sin más literatura de la debida. Ha sido mi cumpleaños. Ha muerto Cela, uno de los escritores que más he admirado"

Esta noche, es decir, ahora, ponen en televisión La colmena. Es el primer homenaje televisivo a nuestro Nobel. “El Nobel Camilo José Cela”, o “nuestro Nobel”. No me gusta esta expresión, porque el Premio Nobel no añade ningún valor a ninguna obra; sólo le pone, digamos, unas flores hermosas y llamativas; hay que centrarse en la obra, no en esas flores. También lo llaman “broche de oro”: “El Nobel pone broche de oro a la carrera literaria de un escritor.” Aparte los tópicos, a los que quiero y odio a la vez, porque siempre me enseñan, esto de “broche de oro” ya lo dice todo. Es como si una mujer bellísima, de las que sólo caminan por los sueños o por la dirección que nunca transitamos, es como si una mujer así se pone, efectivamente, un “broche de oro”. El broche podrá ser valioso, y muy brillante, pero yo siempre me quedaré con la mujer que sólo camina por los sueños, o la dirección que nunca transitamos… De todos modos el Premio Nobel ya es valioso por sí mismo.

Voy a dejar de escribir ya. Prefiero abandonar estas líneas sin más literatura de la debida. Ha sido mi cumpleaños. Ha muerto Cela, uno de los escritores que más he admirado. Tengo veintiséis años, él tenía ochenta y cinco. Que nos unan muchas cosas, en el futuro, don Camilo. Muchas más que una simple fecha, y una hora. Y tantos libros La literatura está entre nosotros. Feliz arribada a tu tierra prometida, la que tú hayas querido encontrar, CJC.

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