«Como estadounidense, me horrorizaba el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania. Como estadounidense de ascendencia alemana, me sentía avergonzado. Como judío, me sentía anonadado. Como periodista, me fascinaba». Con estas palabras arranca el prólogo de Creían que eran libres: Los alemanes, 1933-1945. Son las razones que llevaron a Milton Mayer (1908-1986) a escribir el reportaje de su vida, publicado ahora por primera vez en español por la editorial Gatopardo.
«Ante cualquier análisis del nazismo, era la fascinación del periodista lo que prevalecía —o, como mínimo, predominaba— y me dejaba insatisfecho. Yo quería ver a ese hombre monstruoso, el nazi. Quería hablar con él y escucharlo. Quería intentar entenderlo. Ambos éramos hombres, él y yo. Al rechazar la doctrina de la superioridad racial nazi, debía admitir que yo mismo hubiese podido ser como él; que lo que le llevó a tomar ese camino podría haberme impulsado a mí».
Ya era un experimentado y reconocido periodista cuando Mayer decidió emprender su ambicioso proyecto a caballo entre la introspección, la investigación sociológica y la investigación periodística. Se trataba de una labor titánica. Un trabajo que sólo podía hacer sobre el terreno. En 1951, sólo seis años después de finalizada la guerra, se trasladó con toda su familia a un pequeño pueblo alemán y se instaló allí durante un año con la intención de integrarse con los vecinos. Contaba con la ventaja de su origen alemán y de su estancia en el país durante los primeros años del nazismo, en los que incluso intentó entrevistar a Hitler, además del inestimable apoyo del comité aliado para la desnazificación.
Llegó a la conclusión de que la mejor forma de alcanzar su objetivo era seleccionar diez alemanes corrientes, diez vecinos normales que se consideraban a sí mismos “gente pequeña”. Todos diferentes entre sí, pero con una condición en común: haber estado afiliados al Partido Nacionalsocialista. Sus profesiones dan idea de su perfil: un ebanista, un conserje, un soldado, un oficinista de banca en paro, un panadero, un cobrador, un sastre, un profesor de secundaria y un policía.
Entabló relación con los diez alemanes tipo, incluso se hizo su amigo. Les explicó cuál era su misión. Les dijo que «había ido a Alemania, como descendiente de alemanes, para dar a conocer en los Estados Unidos cómo había sido la vida de los alemanes corrientes bajo el nacionalsocialismo».
En el muy revelador epílogo del libro, el historiador británico Richard J. Evans, autor de una indispensable trilogía sobre el Tercer Reich (Editorial Península) explica con detalle la forma de trabajar del periodista: «El método Mayer consistió en hacer una serie de visitas sociales al hogar de cada sujeto, donde invariablemente le invitaban a té o café, o a veces a vino, e incluso en ocho ocasiones a una comida». Mayer daba confianza a sus entrevistados. A veces se hacía acompañar por los niños o su mujer. O incluía en la conversación a la esposa del entrevistado, lo que procuraba una mayor espontaneidad a las reuniones y les daba un carácter de visitas de vecinos,
«Cada entrevista solía durar entre dos o tres horas, con un máximo de cuarenta horas y un mínimo de doce —detalla Evans—. Dada la pobreza reinante en Alemania en aquel tiempo, a veces les llevaba regalos. Al principio simbólicos, y luego más sustanciales —principalmente comida—, llegando a gastarse un total de 2.000 marcos. Además, donó 500 marcos a una familia que estaba en la miseria».
Mayer cuenta una anécdota muy reveladora de cómo la relación con la fuente, la inevitable empatía, afectaba a su trabajo. «Una y otra vez, mientras estaba sentado o paseaba con uno u otro de mis diez amigos —relata—, me sentí abrumado por la misma sensación que había entorpecido mis reportajes periodísticos en Chicago años atrás. Me caía bien Al Capone. Me gustaba cómo trataba a su madre. La trataba mucho mejor que yo a la mía».
No era un periodista al uso, aferrado a la neutralidad. Tenía tras de sí una larga trayectoria marcada por sus polémicas tomas de postura. Afín a la sociedad religiosa de los cuáqueros, siempre se implicó en sus reportajes. Se mostró contrario a la Segunda Guerra Mundial, ante la que se declaró objetor de conciencia —más tarde también se manifestaría contrario a la guerra de Vietnam—. Y, pese a ser judío, fue acusado de antisemita por escribir que era un pueblo que estaba «preparado para sufrir».
Que era un periodista con una causa lo demuestra él mismo al explicar su propósito al escribir Creían que eran libres: «Si lograba averiguar qué había sido el nazi y cómo se volvió así, si era capaz de presentar su ejemplo ante algunos de mis semejantes y conseguía atraer su atención, podría convertirme en instrumento de aprendizaje para ellos (y para mí mismo) en la era de las dictaduras populares revolucionarias».
Mayer fue generalmente sincero con sus diez «pequeños nazis». Pero hay dos excepciones cuando menos discutibles desde la ética periodística. Dos mentiras o, mejor, dos ocultaciones. Nunca les dijo que era judío, para no condicionar sus opiniones sobre el antisemitismo. Tampoco les habló de sus contactos con el Alto Comisionado para la Ocupación, que le facilitó información confidencial sobre sobre las relaciones de los entrevistados con el nacionalsocialismo.
La publicación de la historia también fue controvertida. Por un lado, perdió el respaldo de las autoridades norteamericanas y las instituciones académicas por considerar su trabajo poco científico. Se le achacaba haber elegido para su estudio una localidad que no era representativa del conjunto de Alemania. El pequeño pueblo próximo a Frankfurt apenas tenía industria, al contrario que el resto del país, y su apoyo al nacionalsocialismo era mucho mayor que la media de Alemania. Posteriormente, también se le criticaría que no incluyera en su grupo de estudio a mujeres, pese a que estas habían jugado un papel decisivo en la consolidación del III Reich.
Consiguió publicar un avance del estudio en una serie de reportajes en Harper’s Magazine. Pero tuvo más dificultades para la edición del libro. «Hay que despojar el libro de su semejanza con la ficción», le dijeron. Mayer arrancaba la historia con una descripción muy detallada de la quema de la sinagoga del pueblo, la noche de los cristales rotos en 1938, y la participación de los vecinos. Le imprimió un dramatismo al pasaje que tenía que ver más con el periodismo que con un estudio académico. Los editores le pidieron que trasladara el episodio al final, pero se negó. Argumentó que se trataba de «un inicio estupendo», que «abre la historia con un impacto» y que «los libros deberían comenzar con un impacto».
Lo mismo sucedía con los toques literarios en la descripción de los personajes, su comportamiento, sus gestos, sus tics, su estado de ánimo, su nerviosismo o su frialdad. Lo que sí accedió fue a suprimir los pasajes en los que llegaba a reproducir los pensamientos de los entrevistados.
El propio Richard J. Evans, en el epílogo, reconoce que el libro sigue sonando a ficción. Pero no lo es. Creían que eran libres no será un preciso ensayo académico, pero de lo que no cabe duda es de que, a través de las herramientas del periodismo, nos desvela las razones que dieron algunos alemanes para llegar a la barbarie que provocó el nazismo: la consideración de los judíos como seres peligrosos, enemigos de Alemania; las autojustificaciones de su comportamiento permisivo; la consideración de las atrocidades como una exageración del enemigo; los motivos para mirar hacia otro lado; la recuperación de la seguridad, del trabajo y del orgullo; o incluso las razones para la relajación moral. En suma, el convencimiento de que Hitler “había mejorado las cosas”.
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Autor: Milton Mayer. Traductora: María Antonia de Miquel. Título: Creían que eran libres. Editorial: Gatopardo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
¿El pueblo alemán, culpable de los crímenes nazis? Bien, pues entonces mi tío Orosio, que votaba a Carrillo, era culpable de los crímenes de Paracuellos. Bromas aparte, la de chorradas que hay que oir de gente supuestamente sesuda.
«(…) una descripción muy detallada de la quema de la mezquita del pueblo, la noche de los cristales rotos en 1938, y la participación de los vecinos.» – «mezquita»?. No sería una sinagoga?
«(…) Mayer fue generalmente sincero con sus diez «pequeños nazis». Pero hay dos excepciones cuando menos discutibles desde la ética periodística. Dos mentiras o, mejor, dos ocultaciones. Nunca les dijo que era judío (…)» – Bueno, es evidente que eso habría condicionado – cuando no anulado – el diálogo con los entrevistados. – NO me parece pertinente reprocharle a Mayer esa ocultación.