Jesús Cintora (Ágreda, 1977) llega a la Plaza de las Comendadoras al borde del vahído, por eso del caloramen extremo de la esquizofrénica meteorología madrileña y por el alto volumen del chunda-chunda que sonaba en su taxi. Se refugia en la raquítica sombra que ofrece una terraza de la zona y suplica en vano un café cortado con hielo que ningún camarero le sirve. Por fortuna, se espabila tras los flashazos de Jeosm y responde a las preguntas de Zenda, que entrevista a este licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra, curtido en, entre otros medios, la SER, Cuatro, LaSexta o TVE, porque acaba de publicar No quieren que lo sepas (Espasa, 2022), un ensayo crítico y guerrillero sobre cómo funcionan, cómo manejan y cómo (se) corrompen las altas esferas del poder patrio. Sobre él conversamos:
—Señor Cintora, ¿para qué debiera servir un periodista?
—Para contar lo que pasa. Bien en nuestra cultura, en nuestra gastronomía, en nuestro deporte… El periodismo que practico sirve para contar lo que pasa con un contenido bastante social, político y económico. Sin cortapisas. Sólo contar la verdad puede ser revolucionario.
—¿Ha dejado el periodismo de ser el oficio más hermoso del mundo?
—¿Alguna vez lo fue? (Risas)
—Según García Márquez.
—Es el oficio por el que nos hemos decantado algunos, pero no lo considero ni más ni menos que el que tienen otros amigos de la infancia, que se han dedicado a la fontanería, a la ganadería, a la albañilería o a la panadería. Mis amigos de la infancia, que somos unos veinte, nos hemos dedicado a cosas muy variopintas. Mi abuelo era peón de albañil; mi padre, ganadero. Y mis hermanos. Al final, uno puede ser feliz con cualquier oficio. Es verdad que, en esto del periodismo, hay quien se cree que es más que nadie. Y es una estupidez: no deja de ser un oficio más. Unos cuentan lo que pasa y otros arreglan tuberías, tío.
—¿Cuán poderoso es el cuarto poder?
—Depende. Soy muy ajeno a las etiquetas, no me gustan nada. Esto del “cuarto poder”… Si hablamos del periodismo como una función de ejercer de contrapeso respecto a los poderes, respecto a contar lo que pasa, como un ejercicio de control de la democracia, en eso creo firmemente. En lo que no creo es en el periodismo domesticado o en el periodismo lamebotas. O en el periodismo de la autocensura. A partir de ahí, no tengo claro cuál es el primer poder, cuál el segundo y cuál el tercero. Hay alguno del que no se habla. Por ejemplo, se habla de los poderes fácticos o de las oligarquías. Igual es el primero y no nos lo dicen.
—Escribe: “Los hay tan cegados por el poder que cometen viles actos por ello. Lo vemos en la política, en los medios de comunicación, en la empresa, en la sociedad, en la vida”. ¿El poder corrompe siempre? ¿Sabe de algún poderoso libre de pecado?
—Sí, claro que hay poderosos que están libres de pecado. Soy de los que creen que ni todo el mundo es malo ni bueno. Está clarísimo. Si no, esto sería una matanza cada día. Evidentemente, hay mucho psicópata en el poder político, en el mediático, en el económico… pero también hay mucha gente buena. Los buenos son predominantes, pero bastan unos pocos malos para que se líe. Pueden tener la sartén por el mango y pueden cometer actos lamentables.
—¿Usted se ha enfrentado al poder?
—En absoluto. A mí no me gusta enfrentarme a nadie. No concibo el periodismo como un enfrentamiento, sino como un relato. Los periodistas no dejamos de ser contadores de historias. Somos testigos de nuestro tiempo. En mi último libro, lo que hago es trazar un mapa del poder auténtico de este país, con todo lo feo que pueda verse ahí, y también lo bonito. No, no busco el enfrentamiento, sino el esclarecimiento.
—Un mensajero matado, ¿puede resucitar?
—Depende. A mi amigo David Beriain lo mataron y no sé si alguna vez nos volveremos a ver en otra vida. En el sentido figurativo, claro que sí. La vida es una maratón: hay que sobreponerse a los codazos y a las zancadillas.
—Dice que No quieren que lo sepas es “una mirada al mundo que vivimos”. ¿Cómo es su mirada? ¿Y cómo ha evolucionado?
—Mi mirada, en los últimos años… Intento ser testigo del tiempo en el que vivo y de las circunstancias que me rodean. Están presentando beneficios magníficos bancos, eléctricas y petroleras; al mismo tiempo, tenemos a gente a la que se le encarece el coste de la vida. Vivimos en un tiempo de aumento de las desigualdades y de un capitalismo salvaje que está ganando cada vez más poder, más dominio, de una forma silenciosa. La gente, bien por miedo o por pasividad, parece que traga. Es uno de los grandes lastres de nuestro tiempo: la desigualdad. Es lo que veo, pero te podría ofrecer muchas miradas. Se trata de observar. Y yo observo tantas cosas que no me daría tiempo a contarlas todas.
—Reivindica la cultura del esfuerzo: “Vivimos tiempos en los que, probablemente, demasiada gente ocupa puestos que le vienen grandes, mientras que otras personas han trabajado duro y no han podido alcanzar la meta para la que estaban preparados. Esto es un lastre tremendo para un país”. ¿La derecha se ha adueñado de la palabra “meritocracia”?
—No creo, ya quisiera (risas). En absoluto. Habrá ideologías, a derecha y a izquierda, que intentarán apropiarse, yo qué sé, del descubrimiento del refresco de cola, pero no lo veo así. Reivindico la trayectoria de gente que trabajando, estudiando, esforzándose, ve reconocidos sus esfuerzos. Sin embargo, todos hemos visto cómo ocupan puestos o ponen en puestos a gente que no tenía ese bagaje, esa preparación, esa experiencia. Yo presento programas de televisión y de radio porque es lo que vengo haciendo desde antes de los veinte años, y me ha tocado hacerlo, primero, en medios locales o provinciales, con labores menores, más de aprendizaje, y poco a poco, he ido subiendo paulatinamente. Pero hay gente a la que se le pone cargo porque no va a molestar o porque no va a hacerle sombra al que le pone. O porque va a serle fiel pase lo que pase. Eso lo vemos en el día a día.
—Desde luego, la derecha se ha adueñado de la palabra “libertad”.
—No. Otra cosa es que se haya utilizado en algún eslogan y demás, pero para nada. La libertad es una cosa que está por encima de lo que diga un eslogan político, sea de quien sea. Es más, hay que cuidarse de aquellos que se llenan la boca con la palabra “libertad”, y luego no la practican o no la respetan. Y te aseguro que a mí no me la han respetado ni gente que dice ser de izquierdas ni gente que dice ser de derechas. La libertad es una de las cosas más grandes que puede tener el ser humano. Mis libros siempre los firmo con un “salud y libertad”. Porque sin salud no hay nada, y la libertad es fundamental. Aunque sea para dedicarte a ser peón de albañil, como mi abuelo.
—Escribe: “Que las noticias sobre el corrupto del día se reciben como el parte del tiempo de cada mañana. Que son tanto los escándalos que se oyen de fondo, sin escuchar, como la combinación ganadora de ese sorteo en el que no hemos participado”. Esto es el pan nuestro de cada día.
—A veces, la acumulación de asuntos turbios hace que la gente desconecte y que lo vea como algo irremediable, que no merece la pena combatir. Eso acaba normalizándose, y eso no es bueno. La pasividad no es positiva; la resignación, tampoco. Algunos pretenden una sociedad aletargada, resignada, que se rinda ante los abusos, y eso es malísimo. No se puede ceder ni claudicar.
—Para finalizar, ¿qué vida lleva?
—Estoy bien. El libro viene a decir que a pesar de toda la gentuza que intenta amargarnos la vida, y que son absolutos yonquis del poder, al final, lo sencillo es estar bien de salud, estar tranquilo, estar feliz con los tuyos y tener un plato que llevarse a la boca. Es una reivindicación de lo más básico, de la sencillez. Vamos sobrados de psicópatas, pero también de gente maravillosa con la que salir y dar una vuelta. Mientras hay vida, hay esperanza. Eso de “qué vida llevas” era una forma que tenía mi abuelo de saludar en el pueblo, donde no se suele decir “hola”, sino este saludo, que es tan coloquial, pero está tan cargado de sustancia…
De quienes hay que cuidarse es de los periodistas de partido. Qué cinismo.