Llueve intensamente en Nápoles, y a las pocas horas los estragos del agua se dejan sentir en la ciudad: algunos edificios se derrumban, grandes simas se abren en las calles… Por si fuera poco, empiezan a producirse extraños fenómenos: de la fortaleza almenada de la ciudad salen voces fantasmagóricas, las monedas de cinco liras emiten una dulce melodía, el mar se desborda y sus aguas siguen el rastro de los niños que callejean, tres muñecas raídas aparecen abandonadas en lugares misteriosos… Todo parece indicar que la lluvia es el presagio de un inminente suceso aún más extraordinario que cambiará para siempre el sentido mismo de la vida. Publicada con inmenso éxito en 1977 pero jamás reeditada hasta la muerte del autor, esta novela coral e inquietante, que la crítica ha considerado como uno de los relatos más bellos jamás escritos sobre Nápoles, se ha convertido al cabo de las décadas en una obra de culto aguardada por generaciones de lectores.
Zenda adelanta un fragmento de Aguamala, de Nicola Pugliese.
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INTRODUCCIÓN Y PRÓLOGO
Y a través del cristal de la ventana grises ideas humeantes acosaban el mar, santa Lucía encogida de hombros, las manos en los bolsillos, escuchando el silencio de su silencio, las ráfagas del viento que venía y esas hojas retorcidas en la calle, sobre el asfalto. Desde la calle soledad se desciende airosamente al mar, con botes maltrechos, luces deshiladas y naves en la distancia, la Punta Campanella y Capri, la gran masa de Capri extendida para el recuerdo, ajena a la ciudad como torre indescifrada, próxima, sí, muy próxima, y lejanísima también, con historias desvaídas de mujeres y emperadores, con mercantes temblorosos de África y el Oriente, y cereales, cargados de maíz, hierro, arena dorada.
Perdón, pido disculpas, debo ausentarme un momento, voy a ver el castel dell’Ovo. Sólo dos minutos; al fin y al cabo, ¿qué prisa hay? Ninguna, la verdad, con esta vida que se nos escapa: ¿y por apenas dos minutos vamos a hacer un drama? Interrumpir el reflujo indescifrado, crear la fractura, el instante de incertidumbre: vosotros aquí, con los espaguetis y el pulpo a la cazuela; allí esa centella lunática, sin motivo: perdón, pido disculpas, voy a ver el castel dell’Ovo.
Se levantó por fin de la mesa doblando la servilleta con esmero, ¿era un adiós? Había sin duda un moverse de las piernas, de las piernas, y dentro del pecho, entre costilla y costilla, la pregunta repentina, inexplicable. Mientras encima crecían las franjas azules, se multiplicaban, se agrandaban todas, y negro, casi negro, tal vez la lluvia: al otro lado del cristal el aire salobre, el olor a gasolina y esa extrañeza, triste aislamiento, dulcísimo, los otros ahí dentro sobreviven y resuelven, sí, resuelven.
Se sale por la derecha desde los escalones de piedra, después se cruza el puentecillo a la izquierda, hacia las casas desconocidas y el castel dell’Ovo, con el aire frío y tenso, los coches aparcados, letreros de restaurantes y coches y ventanas grises en el gris de la mañana. Esas casas adosadas al castillo, pero aun así desdeñadas y excluidas, que nadie se confunda, ¡ah no!, que nadie se confunda; ni voces por la calle ni juegos de chiquillos, sólo un lento murmullo desde las ventanas y puertas cerradas, un murmullo oscuro y críptico como de gente que conspira, que intriga en la sombra. Un grito inesperado derribaría todo sobre el mar, todo salvo el castillo, quizá, y quizá también el castillo: laberíntico grito desmoronado, silbido agónico que interrumpe, que corta. Ese largo silbido que lleva dentro Carlo Andreoli con sus pensamientos, y piensa que sí, pero el gris se diluye en la claridad, las partículas vuelan con breve vuelo, y desde las ventanas, desde las ventanas y puertas cerradas, ese constante rumor de voces, un susurro atento, receloso: franjas de azul que bajan a comprimir el asfalto, los puños vuelven a encresparse en los bolsillos para apretar, para retener. Hasta que los ojos no le ronronean al silencio, ese silencio, con el pensamiento que ha huido, la calle recta, el castillo solo, solo y desierto: hechizo dulcísimo y quieto como si fuera la muerte. Has mirado hacia dentro: ¿es tal vez la espera, siempre, un esperar la muerte?
Carlo Andreoli regresó al restaurante para retomar la charla interrumpida, la amable plática, el vino tinto de Lettere o Gragnano y la alegría pesadamente abotargada de la sobremesa. Se confunde la mirada, el sonido de los vasos y también el periódico; ¡oh, amado periódico de mis entrañas que se aleja despacio hacia quién sabe dónde! Aún te perseguiré este día, reforzaré el cariño con altísimas voces por los pasillos, y gritos, sonrisas, gritos en la rotativa. Y entonces se levantó con todos los comensales, y todos salieron, el director en cabeza, y antes de retornar por la via Partenope, justo entonces, antes de regresar , el jefe se vuelve, el corazón se vuelve hacia el castel dell’Ovo. Pero ya no se ve, desde aquí no se ve.
Carlo Andreoli se quedó a trabajar en la redacción toda aquella tarde y hasta bien entrada la noche: fue largo el tiempo aguardando el sonido del teletipo, con voces amigas profundamente hostiles y de pronto desconocidas, y otra vez estaba solo y miraba las cintas del teletipo y no leía y no entendía y todo se extraviaba, todo en verdad: viaje del presidente Ford y subida del precio de los nuevos Fiat, concierto en el auditorio y cierre patronal de la Innocenti; actores, actrices, sindicalistas y políticos caen al suelo, un ruido imperceptible. Con esa luz y ese hondo silencio del escritorio alargaba el brazo a la nada, y como un zumbido interior, un diésel malparado que no paraba, plácido, tranquilo, y luego ascendía hasta las sienes para apretar, para golpear: ¿la espera indescifrada? Nacía como rencor, como pensamiento sórdido, le amarraba la cara, las facciones: el ojo aprisionado en la idea improbable. ¿Qué es? ¿Las teclas de la máquina de escribir? ¿La bombilla azul? ¿El neón del pasillo? ¿Qué es, Dios mío, qué es?
Y pasada la tarde, pasado el crepúsculo, llegó para él la noche con tiras de tinta y desgarros bruscos; el viento arrecia por la via Marittima, tuerce por la esquina de la piazza del Municipio y va más allá, más allá, hasta el puerto mismo, loma arriba. Ese viento frío que se lleva a las alturas el rescoldo de los braseros, que borda encajes en la penumbra de la calle. Llegó para él ese momento que después era un vacío, sin duda un vacío, mas aun así era algo: del castillo había venido un mensaje tenue pero claro, sí, clarísimo; descendió garganta abajo y en medio del pecho, justo en medio, se paró bien parado a recordar. Carlo Andreoli se abotonó el loden, se alzó el cuello, miró alrededor, respiró ya en la calle y vio el tranvía con luces intermitentes, el chirriar del hierro contra el hierro que se alejaba y luego se elevaba cautelosamente hacia el firmamento a verificar las cintas negruzcas, los desgarros distantes, y ese fulgor opaco que no daba luz, ni siquiera un poco de luz, para una noche como ésa. Sí, realmente solo en medio de la calle, con aquella idea remota, tan remota como cercana. Por fin se montó en el coche, giró la llave de contacto y encendió las luces, sí, encendió las luces. Estaba inquieto.
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Autor: Nicola Pugliese. Traductor: José Moreno. Título: Aguamala: Cuatro días de lluvia en la ciudad de Nápoles a la espera de un suceso extraordinario. Editorial: Acantilado. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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