Al año de fallecer su padre, Manuel Astur inicia una libreta donde apuntará el desarrollo de un viaje durante un verano por Italia. Recorre la península de norte a sur, accede en su propio vehículo en compañía de Raquel —se supone que su mujer, aunque no se explicita el detalle— desde la frontera francesa y descansa en campings. El periplo tiene un sentido circular: al llegar a la última estación, Palermo, tiene la misma percepción que en la primera, Génova: “La mujer que gritaba en Génova al comienzo del viaje grita ahora en Palermo. Sin duda es ella”. El dato pertenece, creo, a la imaginación, pero redondea expresivamente la lección de vida que encierra el viaje. Se trata de un viaje moral, un viaje depurativo, tras el que el autor asturiano se podrá enfrentar a la existencia con un bagaje completo de experiencias que conforman una guía tan segura como firme de lo conveniente para vivir conforme a lo mejor de nuestra naturaleza.
El viaje sigue uno de los itinerarios previsibles dentro de una geografía que ofrece tantos posibles. Astur atraviesa la Toscana, hace paradas en Pienza, Volterra, Roma, Asís, Pompeya, la bahía de Nápoles, Capri, Sicilia, Catania, Taormina y Palermo, entre otros lugares menos notorios. La ruta es lo más cercano a la convención viajera que hallamos en el libro, porque La aurora cuando surge marca con fuerza su personalidad dentro de este remoto y versátil género. Nada, ni la menor huella, encontramos de los tópicos costumbristas y arqueológicos habituales. Nada tampoco del documento socioeconómico casi inevitable en cualquier prosa de andar y ver. Ni de la documentación histórica a que se presta una tierra con un pasado tan fecundo y glorioso. Ni tampoco servirá el libro para complacer a los viajeros en casa, que decían los fundadores del romanticismo, o a quienes utilizan esta clase de escritura como guía turística que añade un barniz de nobleza a la información utilitaria.
Renuncia Manuel Astur a todas estas convenciones y establece su propio arquetipo. Un primer rasgo destacado del viaje es una actitud contemplativa que le lleva a detenerse en el impresionante espectáculo de la naturaleza. De alguna manera, el hombre, el viajero, queda como jibarizado ante semejante realidad paisajística. Pero, siendo eso así, también permite que el hombre interior cobre una importancia capital en su persistente actividad de contemplación. El presente arrasa en esta actividad, pero desde él también se convocan episodios del pasado, en particular el recuerdo emocionado y reivindicativo del padre, Antonio G. Areces, un profesor interino comprometido con la izquierda y también escritor, aunque no publicara su primera novela, Éramos río, hasta cerca de los ochenta años. La ejemplaridad paterna ha quedado como una huella de rectitud en el hijo, y éste rescata en el ahora los elementos sustanciales de una vida digna y noble.
La observación de la belleza material del mundo se da a la par de una profunda actividad mental. El viaje es, en realidad, una sucesión de decantados estados anímicos. Lo dice de una forma sencilla, pero no ajena a un impulso poemático: “La alegría ha penetrado hoy en mí como el sol en la uva”. Impulso que, por otra parte, se formaliza en buen número poemas intercalados del propio autor, y alguno traducido, de hondo lirismo. Los estados de ánimo no resultan de una elaboración abstracta sino que son posteriores al peso de la cotidianeidad: “El camión abre un lateral y despliega frutas y verduras. Un hombre extiende un toldo de lado a lado de la calle principal del pueblo, que queda cerrada al tráfico”. De este modo se van desgranando apuntes vitales: “Cuando aprendes a aburrirte, nunca más vuelves a hacerlo”, “Cosas inútiles: la poesía, la vida”. Y todo ello bajo una motivación de la escritura que Manuel Astur pone empeño en declarar: “El filósofo polaco Henryk Elzenberg decía que todo escritor ha de elegir entre contarle a su generación cosas de las estrellas o contarles a las estrellas cosas de su generación. Yo quiero escuchar lo que ambas me tienen que contar a mí”.
El ideal de vida que encierra el viaje italiano puede deducirse del modo como el autor relata semejante experiencia. Pero, por si acaso, tiene buen cuidado en explicitarlo al final del libro. Declara en una ocasión: “El cielo abierto o una habitación pequeña. Una cama individual, un escritorio pequeño, unas paredes blancas, y, a ser posible, una ventana en la que descansar la vista de vez en cuando me parece el mejor lugar del mundo”. Y poco después confiesa: “Las pequeñas celdas de los monjes son mi ideal de paz, y llevo toda la vida soñando con tener una pequeña cabaña de madera en la montaña, lo suficientemente alejada como para que venga a verme sólo quien realmente quiera verme, pero no tanto como para impedirme ir a comprar las cosas básicas o bajar al pueblo más cercano a emborracharme de vez en cuando; una cabaña donde cupiera una cama, un escritorio, una estantería con algunos libros y una estufa de hierro. Si tiene un pequeño porche con una mecedora, mejor que mejor, y si al lado hay un gran árbol, perfecto”.
Puede esta postura asociarse con la tradición cristiana del de contemptu mundi. Sin embargo, Manuel Astur salta por encima de un genérico menosprecio del mundo y se ciñe al rechazo de los valores materiales de una sociedad como la actual entregada al consumo y a la acumulación de bienes, a honores y glorias y a otros señuelos de la vida moderna. Al fin, el viaje italiano de Astur postula una firme actitud senequista, la cual, aunque peque de idealismo, sirve de bálsamo para caminar por el áspero mundo que nos ha tocado vivir.
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Autor: Manuel Astur. Título: La aurora cuando surge. Editorial: Acantilado. Venta: Todostuslibros.
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