El padre del escritor Eduardo Berti huyó de Rumania rumbo a Francia. Allí se preparó para una nueva vida. Pero el azar siguió tirando sus dados y se montó en un barco que le llevó a la Argentina. Al llegar a Buenos Aires, decidió dejar atrás su pasado, y se le ocurrió que la mejor manera de hacerlo era cambiando de nombre e inventándose una nueva identidad para comenzar de cero. Escondió bajo llave su origen y hasta su religión —judía—. Guardó su secreto con tanto celo que su hijo tuvo que convertirse en un detective literario para poder seguir el rastro de su padre. Nos lo contó en Un padre extranjero y ahora nos relata en Un hijo extranjero (Impedimenta, 2022), su viaje definitivo a la memoria de su progenitor, que le llevó a deambular por las calles de Galati siguiendo su rastro.
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—Su padre salió de Rumanía rumbo a Francia y acabó en la Argentina. Usted nos cuenta en su último libro cómo ha hecho ese viaje a la inversa. ¿Ha conseguido ponerse en la piel de su padre?
—Mi padre no tenía previsto que fuera un viaje tan largo. Pensó que iba a quedarse para siempre —ese era su deseo— en Francia. El viaje a la Argentina fue un viaje obligado, que no tenía para nada previsto hacer. Gracias a ese accidente nací yo (ríe). Y durante mucho tiempo me pregunté qué era eso de ser extranjero. Yo tenía un padre extranjero en mi casa, en un país de mucha inmigración, donde la figura del extranjero no es rara. Al contrario, esa era una época donde todo el mundo era nieto o hijo de una primera generación de extranjeros. Pero en mi caso creo que fue un poco distinto. Un poco más original. Primero, porque mi padre venía de Rumanía, que no era un lugar de donde viniesen un montón de personas; segundo, porque él ocultaba todo acerca de sus orígenes. Entonces salía como un gran misterio alrededor; y tercero, porque la mayoría de mis amigos tenían abuelos extranjeros, era más raro tener un padre. Cuando empecé el viaje en sentido contrario lo hice porque tenía un deseo, el deseo de instalarme en Francia, no para siempre —a diferencia de mi padre—. Mi idea original era tener una experiencia de unos años en París. Lo quería hacer por varias razones, pero también porque sentía que me iba a poner un poco en su piel, que iba a entender un poco más —desde un lugar menos teórico, más carnal y concreto— qué era ser extranjero. Entendí un montón de cosas. Como cuento en Un padre extranjero, después de dos años viviendo en Francia, a punto de obtener el «diploma de extranjero», empecé a saber, en serio, cuáles eran las preguntas que tenía que hacer a mi padre, o en todo caso, me aparecieron nuevas preguntas que antes no se me habían ocurrido; por ignorancia o por distancia, por no haber vivido eso directamente, por no haber estado en la piel de mi padre. Me terminé quedando más tiempo por una serie de razones, entre ellas las crisis políticas y económicas en Argentina. Completé el viaje, llegando a Rumanía, muchos años más tarde. En algún momento pensé que no iba a tener el coraje para hacerlo. Y terminé haciéndolo.
—En su novela Agua, el protagonista cambia de apellido y de vida. Eso fue lo que hizo su padre. Aunque curiosamente usted no lo sabía cuando escribió ese libro.
—Me detengo a contarlo, pero también a reflexionarlo, en Un padre extranjero. Yo escribí esa novela, Agua, convencido de estar inventando una historia de ficción, pero en el fondo estaba contando parte de la vida de mi padre sin saberlo, y eso es inquietante. Uno se pregunta si no hay cosas que uno sabe de otra manera. De una manera que no sé cómo definirla: inconsciente, diría. Evidentemente me intuía algo; no lo sabía, pero tal vez me intuía algo. Y me pregunto, sobre todo, qué pensó mi padre cuando leyó ese libro. Porque en ese libro lo que hace un personaje reinventándose es muy parecido a lo que había hecho él cuando se instaló en Argentina.
—¿Y él no dijo nada después de leer el libro?
—No dijo nada, pero curiosamente la lectura de este libro lo llevó a querer escribir. Mi padre nunca había escrito. Él era químico de formación y trabajaba en un departamento comercial de una empresa de petróleo. Y el único vínculo que mi padre había tenido con algo creativo, o con algo artístico, fue cuando hizo unas esculturas, muy joven, viviendo todavía en Europa. Más tarde, en sus últimos años, él volvió a esculpir y hacer pequeñas esculturas, pero nunca había hecho nada ligado a la escritura. Cuando me encontré con esos cuadernos, semanas después de su muerte, supe que él había empezado a escribir. Me encontré con seis cuadernos. Por supuesto, me abalancé sobre ellos esperando encontrar alguna información importante, el secreto de los secretos, que hubiera algunos datos explícitos o en clave. Pero no encontré nada, era solo una ficción. Malograda en cierto aspecto, pero muy interesante también. Usé un fragmento de esa novela, una parte muy pequeña, insertada en tres secciones dentro de Un padre extranjero.
—Cuando alguien, como en su caso, transita hacia la memoria, ¿qué es más importante: el viaje en sí o llegar a una meta?
—Yo creo que es el viaje en sí. En todo caso, para mí el viaje en sí era importante por todo lo que me había costado emprenderlo. Yo dejé pasar mucho tiempo, demoraba el viaje a Rumanía. No sé por qué, pero lo demoraba. Supongo que del mismo modo que no leí de inmediato esos seis cuadernos porque era demasiado pronto después de la muerte de mi padre y no estaba todavía preparado para ello; era un modo de que mi padre viviera un poco más. Volviendo a la pregunta, creo que me faltaba una meta, una ilusión. Porque yo sabía que mi padre había nacido en Galati, pero no tenía ningún dato más. Yo me imaginaba llegando allí, bajándome del tren sin tener una meta… De acuerdo, podía recorrer las calles más antiguas, ver las casas más antiguas e imaginar un poco la presencia de mi padre en ese lugar. ¿Pero qué más? Todo cambió cuando tuve un dato más preciso, como la dirección exacta de su casa natal. Ese dato terminó de impulsarme a hacer el viaje. Un amigo me mandó una dirección concreta donde había nacido mi padre. Eso terminó de dispararme, terminó de empujarme.
—Su libro es una llamada a la memoria. Sin embargo, la mayoría de las fotos que aparecen son de lugares vacíos, no hay personas. ¿Por qué?
—Por varias razones. Primero, porque no quería fotografiar a la gente, soy un poco púdico con eso. Segundo, ya intuía que iba a usar las fotos en el libro, y traté de hacer un ejercicio de imaginar a mi padre en esos espacios, en esa época. Intenté quitar un poco las marcas de lo contemporáneo; no hay tampoco muchos coches. Traté de dejar el espacio abierto para que el fantasma de mi padre pudiera instalarse ahí. También hay muchas fotos que muestran el paso del tiempo, son imágenes de detalles de paredes rotas, de edificios en reconstrucción. Galati no es una ciudad superpoblada, no era difícil encontrarme con espacios sin gente, pero fue intencionado, como dices, hacer las fotos sin personas.
—Rumanía puede mostrarse como un país en construcción y en deconstrucción a la vez.
—Las dos cosas a la vez, yo creo. Lo que se deconstruye son como dos cosas al mismo tiempo. Yo sentí en Galati la deconstrucción del pasado muy lejano, eso que llaman allí la Belle Époque (los años 20 y 30 del siglo pasado), pero también la deconstrucción de la época de Ceaușescu. Está la tensión entre esos dos pasados.
—Cuando usted llega a Galati descubrimos cómo los judíos han pasado de ser un 20% de la población a apenas sesenta personas. ¿Fue el holocausto el desencadenante de esta huida? ¿Qué pudieron sentir esos judíos que decidieron marcharse de Europa?
—Me imagino lo que sintieron. No tengo que hacer un gran esfuerzo para imaginarlo: una profunda tristeza; una profunda injusticia también, porque no estaban eligiendo, estaban siendo obligados a hacer ese viaje; miedo; y bastante rabia. Y mientras algunos se iban, también había pogromos. Como el que hubo cerca de la actual frontera con Moldavia. Yo creo que esa mezcla de sentimientos fue la que tenía mi padre, que en su caso significó un enojo bastante grande con Rumanía. Hablaba poco de su país. Lo hacía con cariño, pero también con cierto resentimiento. Supongo que por lo duro que había sido tener que irse. Yo creo que, sin duda, su reinvención tuvo que ver con el miedo, con una intención de protegerse y también de proteger a su familia: a mi madre y a mí. Mi padre no era un hombre triste. Era alguien que siempre estaba de muy buen humor, un humor muy especial, muy ácido incluso. Era alguien al que le encantaba disfrutar de la vida, pero había una nota y un sesgo de tristeza que aparecía en ciertos momentos, los domingos por la tarde, por ejemplo, cuando se ponía a escuchar cierta música clásica, que después me fui dando cuenta que era en gran parte de compositores judíos.
—Una gran parte de esa emigración del siglo XX hacia América, al norte y al sur, estaba compuesta por gente que huía: del comunismo, del fascismo, de la guerra, del antisemitismo, del hambre… ¿Cuál es el poso que dejó todo eso en las siguientes generaciones? ¿Qué herencia tuvieron los hijos de esos hombres y mujeres?
—Yo creo que toda esa generación, toda esa gente que huyó —puedo hablar sobre todo de la Argentina, que es el caso que conozco— dejó un montón de huellas en los lugares más imprevisibles. Como en el psicoanálisis. Toda esa inmigración influyó en su desarrollo y en la importancia que ha tenido el psicoanálisis en Argentina. Sin querer simplificar ni hacer teorías simplistas, también ha tenido una influencia en el humor que hay en la Argentina. No hablo del humor judío, el que hay solamente en el marco de esa colectividad, sino de un humor que podemos ver en todo el país, en un grupo como Les Luthiers. También se ve su influencia en lugares impensados, como por ejemplo en el tango. Grandes músicos tuvieron que exiliarse en Argentina y empezaron a vivir en los barrios de sus ciudades. Uno podía encontrarlos en la esquina de algún barrio. Entonces, una generación de tangueros pudo formarse o estudiar con grandes músicos que habían sido importantes en sus países europeos y que ahora, en muchos casos, daban clases para sobrevivir.
—Durante la primera mitad del siglo XX Argentina era uno de los grandes sueños de todos los inmigrantes del viejo continente, al nivel de los Estados Unidos. ¿Qué ha ocurrido en estos últimos 100 años para que Argentina haya vivido tantas penurias económicas, corralitos, hiperinflaciones, dictaduras y una continua conflictividad social?
—Ojalá fuera simple la respuesta. La respuesta es muy compleja. Mi padre tuvo esa opción: mi padre tenía la opción entre Estados Unidos y Argentina, y él me contó que se decidió por Argentina porque el pasaje en barco a Estados Unidos era mucho más caro. Entonces se fue a Le Havre, al puerto del norte de Francia, donde nació Raymond Queneau, y ahí se tomó el barco para América del Sur.. No sé si vos te acordás del libro de Queneau llamado Cent Mille Milliards de Poèmes. Allí habla de la Argentina. Puede ser un guiño a Borges, pero también a los barcos que salían de su ciudad rumbo a Buenos Aires. Mi padre cuando subió al barco tenía la elección de bajarse en Brasil, en Montevideo o en Buenos Aires. Y se dijo: «Bueno, ya que pagué el billete, voy hasta el final» (risas). Él no tenía mucha idea de con quién se iba a encontrar y ninguno de los tres países le decía nada. Lo único que él recordaba era que usaba una gomina en Francia cuya marca era algo así como Argentum. Y se dijo: «Bueno, pues me iré al país de la gomina» (más risas). Él siempre citaba una frase de André Malraux que decía: «Buenos Aires es la capital de un imperio que nunca existió». Uno ve esa Buenos Aires de los años 20, de la década de los 30, que tenía metro, grandes edificios, que era una ciudad moderna, cosmopolita, una ciudad donde se filmaba cine casi al mismo tiempo que en Estados Unidos. Las primeras películas de Gardel coinciden con los primeros pasos de cine sonoro en el mundo. ¿Qué pasó? Muchas cosas pasaron. Primero, que no éramos un imperio, está claro. También debimos sufrir mucha corrupción, muchos golpes de estado… y unas muy malas decisiones políticas durante la Segunda Guerra Mundial. Creo que Argentina tuvo que pagar… la «ligereza» de algunos de sus gobiernos con el nazismo. Y sobre todo, con Mussolini y con Franco; algo imperdonable. Todo eso puso a Argentina en una mala situación cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. Y por último, cierta incapacidad histórica para ser igualmente igual de talentosos que somos en lo individual a nivel colectivo. Nos cuesta construir colectivamente.
—En Buenos Aires hay un museo de la inmigración, que usted visitó con el fotógrafo Daniel Mordzinski. Él tuvo más suerte que usted al buscar información de sus antepasados.
—Sentí una mezcla de frustración y extrañeza. Así como mi padre rumano vino de Francia, por el lado de mi madre tengo familia española, de Asturias. No me llamó la atención que mi padre no estuviera. Luego me quise explicar que no encontré los datos de mi familia materna porque desembarcaron en Río de la Plata en lugar de en Buenos Aires. También hay que tener en cuenta que no todos los bancos estaban archivados, simplemente podría haber ocurrido que la llegada de ese barco no estuviese documentada. Así que fue una mezcla de frustración y de extrañeza, pero con el tiempo me fui acostumbrando, en el caso de mi padre, al extrañamiento.
—Su padre contaba que en Francia había tenido de compañero de juergas a uno de los dictadores más terribles del siglo XX, el albanés Hoxha.
—Eso lo contaba siempre. Mi padre era muy callado. Había muchas cosas que no decía, pero esa historia la contaba siempre. Cuando salió la biografía de Hoxha en Francia, mi padre se las ingenió para conseguir un ejemplar en un momento en el que no era fácil lograrlo. Él odiaba lo que ese dictador supuso, pero tenía curiosidad por leer el capítulo francés, al que Hoxha solo le dedicó tres líneas, creo recordar. No quería mostrar su época de juerga en la juventud. Supongo que quería mostrar una imagen seguramente más severa.
—En 2020, el año de la pandemia, usted publicó Una presencia ideal. El hospital-escuela de la ciudad de Rouen le invitó a pasar unas semanas en el departamento de cuidados paliativos. Su compromiso era realizar un texto breve, pero al final las páginas comenzaron a crecer de número sin control.
—Sí, es cierto. Era un lugar donde había gente de todas las edades, pero sobre todo gente digamos, vamos a decir, mayor, de 60 o de 70 años, en general con grandes dolores, en muchos casos ligados a enfermedades terminales o directamente al final de vida. No tenía la intención de escribir un libro, pero me fue imposible no escribirlo. Después de haber pasado tres semanas ahí sentí que tenía que escribir ese libro. Fue una experiencia muy potente en todos los sentidos. En lo literario me permitió explorar los límites entre ficción y no ficción. Tuve que escribirlo en francés en lugar del castellano. Ocurrieron muchas sorpresas. La forma en que fue apareciendo. Todo eso ocurrió antes del COVID, pero cobró un nuevo significado con la pandemia y sobre todo creo que encontró más lectores. Cuando el libro salió en Francia, la verdad es que fue bien, pero muchos lectores sintieron un temor a priori. Me lo contaron desde libreros hasta algunos lectores: «Me dije: «No, me da miedo leer un libro que habla de esto». Pero metí un pie dentro, como cuando metes un pie dentro del agua y ves que no está tan fría. Y sigues leyendo y leyendo». Se daban cuenta de que el libro no es un bajón, ni una cosa negra que habla sobre la muerte, sino que ofrece otra mirada. Y creo que después de lo del COVID hubo más gente receptiva a zambullirse en un libro así.
—¿Cuáles son sus próximos proyectos de escritura?
—Por un lado terminé un ensayo. Es la primera vez que escribo un ensayo literario. Es difícil de resumir, pero básicamente habla del uso de los diccionarios en la literatura. El diccionario como forma y como útil creativo. Me ha permitido viajar desde Ambrose Bierce hasta OuLiPo, desde las greguerías de Gómez de la Serna hasta el Breve diccionario del argentino exquisito de Bioy Casares y muchas cosas más. Está terminado y espero que salga en breve. Tengo también una novela corta prácticamente finalizada. Y un libro de textos breves que es como una prolongación de otro que yo publiqué en Páginas de Espuma y que se llama Círculo de lectores. Me gusta escribir a veces dos libros a la vez, pero no dos novelas. Nunca he podido escribir dos novelas al mismo tiempo.
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