Ennio Morricone fue un genio que inventó el lenguaje de la música cinematográfica y creó míticas bandas sonoras que acompañaron a varias generaciones, algo que paradójicamente le llegó a avergonzar en su faceta más académica y experimental, según confiesa él mismo en el documental Ennio: el maestro.
«Yo pensaba que la música cinematográfica era humillante, pero poco a poco dejé de hacerlo. Hoy pienso que está al mismo nivel que la música contemporánea», reflexiona Morricone, que relata cómo pudo «lograr la unión entre la música absoluta y para cine» hasta que «una contagiaba a la otra» ¿Cómo es posible que un compositor de música para espagueti western fuera experimentalista por naturaleza?
Compañero de colegio del director Sergio Leone, con él formó un legendario tándem en el que iban escribiendo al tiempo la estructura y la banda sonora de títulos como Por un puñado de dólares (1964), El bueno, el feo y el malo (1966) o Agáchate maldito (1971). Formado como trompetista y compositor en el Conservatorio de Santa Cecilia, en Roma, y asistente a seminarios de John Cage en Darmstadt, Morricone nunca abandonó la música experimental —que desarrollaba con el grupo Nuova Consonanza— e intentaba incluirla en las películas.
Los veinte primeros minutos de Hasta que llegó su hora (dirigida por Leone en 1968, protagonizada por Henry Fonda, Charles Bronson y Claudia Cardinale) son música concreta, es decir, una partitura auditiva de estructura compleja formada por sonidos emitidos por objetos, no instrumentos.
Reservado, tímido y creyente, no dudaba en participar en proyectos no comerciales o antirreligiosos si eso le permitía jugar con los sonidos y aplicar música disonante para desequilibrar los sentidos, como hizo en los thrillers de Dario Argento, o en las películas de Pasolini, que en un momento determinado cambió a Bach, la única música que usaba, por Morricone. La única película que Morricone se arrepentía de no haber hecho era La naranja mecánica. Stanley Kubrick quiso que el romano compusiera la banda sonora después de ver Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha (Elio Petri, 1970), pero Leone advirtió al director estadounidense de que Morricone estaba ocupado con uno de sus proyectos, y Kubrick no volvió a llamar.
El genial autor, inventor de arreglos musicales, camaleónico y en constante cambio y evolución durante su carrera, sufría un cierto sentimiento de inferioridad por haber renunciado a la pureza del compositor. Y ello a pesar de su enorme éxito tras 500 películas y dos Oscars, el primero honorífico en 2007 y el segundo a los 87 años por Los odiosos ocho, en su sexta nominación. Tarantino, que le considera su compositor favorito, por encima de Beethoven o Mozart, quería una banda sonora del tipo La muerte tenía un precio, pero Morricone le convenció para componer una sinfonía. «Era una forma de vengarme por los westerns, de cortar con el pasado», explicaba.
Fue su padre, trompetista, el que decidió que él también se dedicaría a tocar este instrumento para mantener a su familia, y no a la medicina, como pretendía. Le apuntó al conservatorio, donde uno de sus profesores le impulsó después a estudiar composición, algo que no era habitual en personas de su clase social, lo que supuso un motivo para sentirse acomplejado respecto a sus compañeros. Morricone llora al recordar cuando su padre enfermó y le tuvo que sustituir tocando en clubes nocturnos y orquestas de entretenimiento siendo aún un solo niño, a cambio de comida, y al día siguiente ir al conservatorio. «Tocar la trompeta para poder comer era una auténtica humillación. Y yo me sentí humillado», relata.
Su maestro fue el compositor y pedagogo Goffredo Petrassi, al que Morricone admiraba y respetaba enormemente, y cuyo recuerdo le hace también emocionarse. Él le transmitió su pasión por Stravinsky y Bach. Pero igual que otros académicos, Petrassi veía el trabajo de Morricone con distancia, hasta el punto de que Ennio ocultó inicialmente que se había empezado a dedicar al cine y la televisión, algo que le resultó sencillo ya que su trabajo no se acreditaba. Finalmente muchos puristas se rindieron a la evidencia con Érase una vez en América (Leone, 1984) o La misión (Roland Joffé, 1986).
Hay más momentos en el documental en los que el maestro expresa las dudas e incertidumbres que le acompañaron durante una vida plena de un talento creativo excepcional y fecundo. «Hay que pensar la música antes de componer y de enfrentarse a una página en blanco. Es un pensamiento que debemos desarrollar. ¿En busca de qué? No lo sabemos», confiesa.
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