Hace unos días se desplomó el cielorraso del salón de mi departamento. Cayó a plomo sobre el parquet de pinotea, con un redoble como de timbales atragantados con vidrios rotos. ¿De cuántas maneras se puede reaccionar ante algo así? Desescombramos los trozos de revoque y escayola en dos horas, luego abrimos las ventanas para que circulase algo de aire y limpiamos los mismos muebles y el mismo piso como media docena de veces. Y cuando terminamos me quedé pensando en que a su manera la casa me estaba diciendo adiós, explicándome que ya había cumplido mi ciclo con ella. Y fue ahí que comprendí que La navidad de los lobos en realidad no es otra cosa que eso, una despedida, o mejor la intención de una despedida y el compromiso de intentar hacer mejor las cosas en el futuro.
Pero luego tuve la ocurrencia de entregarle a mi abuela paterna, Remedios, el rol protagonista de la aparición que ocurre en las primeras líneas de la primera página del relato. Y fue como darle una llave que le permitía entrar al libro y manejarse en él con total impunidad. Así que, como siempre había hecho en vida, a Remedios (a partir de entonces Mellos) le costó nada patear el tablero sin miramientos y cambiar las reglas del juego por completo. Y en cuestión de semanas, lo que iba a ser un relato fantástico pasó a ser una narración salpicada de hechos más o menos inexplicables, una narración que por momentos se parecía más de lo que yo hubiese deseado a una crónica familiar.
Para tratar de rectificar la deriva que el libro iba tomando imaginé personajes y tramas, inventé bosques, montañas, arroyos y pueblos que jamás habían existido, y los mezclé con lugares que había conocido en mi infancia y adolescencia. Llegué al extremo de atrincherarme en un cuarto diminuto, acompañado nada más que de un velador que despedía una luz escasa y vieja, imprimí algunas imágenes de Gonzalo Juanes, de Melquiades Álvarez o de Alberto Breccia y las clavé a la pared, como trazando un círculo de tiza en el suelo para encerrarme adentro. Pero todo era igual: cada día que sucedía y cada página que yo avanzaba, la novela se alejaba más de la idea aquella de juego que me había servido como disparador, el relato lúdico y ajeno a mí era ya una batalla perdida y las voces de quienes habían atravesado varias décadas de mi vida empapaban el libro de manera irremediable. De poco servía que tratase de maquillar esas narraciones cambiando nombres, torciendo anécdotas o inventando tragedias que nunca habían sucedido: todos estaban ahí y se pegaban a mi espalda para hacerme comentarios al oído y vigilar que no descuidase el despacito y buena letra.
Han pasado los meses, la novela es ya una realidad. Y en estos momentos siento que llevo en mi cabeza un mapa en el que aparecen diferenciadas las partes del relato que son ficción y las que sucedieron de verdad. Sólo espero en el futuro poder extirparme de la consciencia ese mapa, y así lograr acercarme al libro de otro modo, ganarme el derecho a perderme en él, por ejemplo.
Y hasta que eso suceda seguiré pensando en La navidad de los lobos como una despedida, o mejor, como la intención de una despedida, un “adiós, no voy a pensar más en ti, país de mis mayores, tierra que ellos trabajaron, lugar de rencor y desencuentros”; un “adiós papá, prometo no molestarte más, descansa”; un “adiós a vosotras, identidad, memoria, adiós nostalgia, voy a intentar caminar sin preocuparme de seguiros el paso, voy a intentar hacer como que no existís, y luego mirarme al espejo, a ver si queda algo a lo que se pueda llamar persona”.
—————————————
Autor: Fran Gayo. Título: La navidad de los lobos. Editorial: Caballo de Troya. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: