En la oscuridad de la alcoba, sobre el lecho, los dedos volatineros de la persona deseada acarician su espalda desnuda. Usted siente el consiguiente relámpago de deleite voluptuoso. Se enciende la luz y resulta que no, que no era la persona deseada, sino una persona que abomina. No importa la habilidad titiritera de los dedos: todo gozo queda cancelado. Lo que fue complacencia sensual se ha convertido en repulsión: desearía borrar de su piel el tacto de esas yemas. El experimento mental basta para constatar que el placer erótico se encuentra entrelazado de maneras complejas con nuestros sentimientos. El goce más puramente carnal dista de ser una mera reacción fisiológica, desatada de manera automática ante determinados estímulos. Desterremos de una vez el mito del placer sexual como un placer netamente epidérmico, opuesto a nuestro más delicado mundo de emociones y sentimientos. «No hay nada más profundo que la piel», escribió Paul Válery. Porque ambos ámbitos, el epidérmico y el sentimental, se entrelazan, al contrario de los mundos platónicos, de manera tan inextricable como misteriosa. La atracción física apunta siempre a algo más allá, más espiritual y sofisticado; tal vez le quede grande la denominación de «amor», pero, desde luego, no se trata de una mera fuerza animal.
Adoptamos una actitud puramente contemplativa ante la belleza de las obras de arte. Pero la belleza de un cuerpo, ay, hace restallar en nosotros el latigazo del deseo. La belleza, según el esquema platónico, debe servirnos de redención y liberación del mundo físico, empujándonos a alturas intelectuales. Y, sin embargo, cuando de un cuerpo humano se trata, esa misma belleza convierte nuestra inocente contemplación en afán concupiscente.
Thomas Mann llevó a la literatura esta paradoja platónica en La Muerte en Venecia. El protagonista, el compositor Gustav von Aschenbach, prototipo de refinamiento burgués, queda subyugado por la belleza de un muchacho, apenas un niño, que se aloja en su mismo hotel. Su refinamiento, no obstante, no le permite prestar oídos al llamamiento lujurioso. La relación ilustra con maestría literaria el eros platónico: un hombre maduro que, sobrepuesto a sus instintos libidinosos, no ve en el joven apuesto sino un objeto digno de contemplación, una perfecta instancia material de la belleza en abstracto.
No es menester, sin embargo, entregarse al drástico dualismo platónico para quedar desconcertado ante el hecho de que en la relación erótica el cuerpo de la persona deseada —por muy amada que sea— tiene una relevancia como en ninguna otra interacción humana. De los demás nos interesa su universo mental: sus creencias, sentimientos, recuerdos, emociones; excepto en el caso del deseo sensual, donde lo prioritario es su cuerpo. Nunca nuestra naturaleza de seres encarnados resulta el elemento primordial: nunca excepto cuando somos deseados. Nunca es el otro tan carne y piel, sin dejar por ello de ser espíritu y corazón, como cuando lo deseamos.
Marguerite Yourcenar aborda en las Memorias de Adriano estas cuestiones de metafísica dura. La novela contiene páginas de resonancias platónicas, en la forma y en el fondo: «El juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona me ha parecido lo bastante bello como para consagrarle parte de mi vida». El emperador con ínfulas de pensador confiesa su aturdimiento: «Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor, frente a esa extraña obsesión por la cual la carne, que tan poco nos preocupa cuando compone nuestro propio cuerpo, y que solo nos mueve a lavarla, a alimentarla y llegado el caso, a evitar que sufra, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado de caricias, simplemente porque está animada por una individualidad diferente de la nuestra».
Tanto repara Adriano en los cuerpos (el suyo, avejentado y, nos dice, pronto a morir de hidropesía del corazón) que confiesa haber sido incapaz de aplicarse a la práctica del donjuanismo: «La técnica del gran seductor exige, en el paso de un objeto amado a otro, cierta facilidad y cierta indiferencia que no poseo; de todas maneras, ellos me abandonaron más de lo que yo los abandoné; jamás he podido comprender que pueda uno saciarse de un ser».
He aquí una nueva paradoja: a fuer de admirador de la belleza del cuerpo, Adriano se sabe incapacitado como seductor, pues prefiere regodearse en el declinar de una carne que mariposear entre muchas sin llegar nunca a profundizar en ellas. ¿No se parece eso mucho al amor?
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