No sé lo que habrá manifestado el autor al respecto, pero apostaría a que la trilogía sobre Terra Alta va a perder sus atributos de trilogía en cuanto Cercas tenga ocasión para ello. Porque el final de esta tercera entrega —que, por razones obvias, no pienso desvelar— deja abierta una puerta a futuras aventuras con Cosette, la hija de Melchor, ya crecidita y segura de sus decisiones, como posible protagonista. Al tiempo.
En Independencia, Melchor ya empieza a destacar por su desmedida afición por la Coca-Cola, circunstancia que, acaso, podría interpretarse como un velado homenaje al innominado y extraño detective improvisado que empleó en su día Eduardo Mendoza en novelas como El misterio de la cripta embrujada, en donde una Pepsi-Cola era el premio con el que soñaba este tipo reñido con la higiene y el orden. Ahora, en Independencia, Melchor, que ha sufrido la pérdida de su compañera, Olga, evita leer Los miserables, haciendo un ejercicio de contrición casi imposible. Justo aquí, en este libro, el propio Cercas y su primera novela, Terra Alta, comienzan a aparecer en una especie de ejercicio de autoficción de rango cervantino. Demasiadas ocasiones, diría yo, para tratarse de un simple cameo. Y sin necesidad alguna para el devenir de los hechos, aunque sirva de juego y entretenimiento para el lector, y hasta para el autor mismo. No falta la elegancia ni la motivación, pero quizá abusa de tal recurso, dicho con todo respeto.
Independencia, sin embargo, es, sin ningún género de duda, el mejor libro de los tres. En la novela asoma, de vez en cuando, el Cercas al que ya estábamos acostumbrados, con frases que son auténtica marca de la casa, como aquella en la que se asegura que “las novelas no sirven para nada, excepto para salvar vidas”. Lo que no es poco.
Ahora, en El castillo de Barbazul, su hija, Cosette, de repente, descubre que su padre lleva catorce años mintiéndole sobre la muerte de su madre. El inicio de la obra, en letra cursiva, resulta verdaderamente espléndido. Justo en ese espacio se aloja una frase que, de algún modo, se convertirá en la poética de la construcción novelesca: “Las mejores mentiras no son las mentiras puras, sino las mentiras mezcladas con verdades, porque gozan del sabor de la verdad”. Juicio que nos recuerda, de un lado, a Mario Vargas Llosa y su teoría sobre la verdad de las mentiras, y, por otra parte, al mismísimo Juan Marsé cuando en relatos como Si te dicen que caí, distingue entre la verdad, la verdad verdadera y las aventis.
Melchor es ahora un ex policía reconvertido en aburrido bibliotecario. Pero la sangre de investigador impenitente le corre por dentro. A Paca Poch —a la que se le da aquí menos cancha de la que en verdad merece— Melchor le asegura que prefiere mil veces vivir entre libros que rodeado de polis y chorizos. Melchor es un tipo perseguido por su pasado, por los tristes sucesos relacionados con su madre, por un cierto sentimiento de culpa y por la leyenda que se ha labrado en torno a él a causa de una de sus más brillantes actuaciones.
Rosa, que es ahora su nueva pareja, es la encargada de ponerle, de vez en cuando, los pies en la tierra y, a base de sentido común, recordarle lo que siempre hay de trágico en las relaciones entre padres e hijos. Una tragedia, sí, pero indispensable. Ambos, padre e hija, tienen la obligación de protegerse mutualmente, aunque haya que traicionar la verdad de vez en cuando. Estamos en el año 2035. Y una de esas noches el Barcelona y el Real Madrid juegan la final de la Champions. Melchor recluta a un buen grupo de amigos, entre los que hay un pirado, un ex presidiario, un enfermo y una ninfómana. Quieren vengar a Cosette. Y cerrar un trabajo bien hecho, sólo al alcance de los expertos. La preparación del asalto, que tiene lugar en un pueblo de Mallorca, nos recuerda, en cierta medida, el argumento de la novela La noche de la Usina, de Eduardo Sacheri, premio Alfaguara de 2016. Hay algo de humorístico y divertido en toda esta exhaustiva planificación. Y en las situaciones extremas afloran los sentimientos más puros, la amistad más profunda. Al tiempo que surgen nuevos personajes, como es el caso de Carrasco, un verdadero luchador contra la injusticia universal y contra la suya propia, cuyos instantes de cordura y de locura nos remiten al hidalgo de la Mancha.
Cercas, de nuevo, se guarda aquí un espacio para sí mismo. A muchos de estos personajes no les termina de hacer gracia sus novelas porque “se lo inventa todo”, aunque, admiten que “son entretenidas”. Pero, como en la entrega anterior, se recrea demasiado en torno a su propia obra en un juego interactivo que ya había practicado en alguna de sus anteriores obras. El balance, en todo caso, es positivo y tampoco desluce el conjunto. No es una novela brillante, para enmarcar, pero sí cumple con todos los trámites de un buen relato, con excelentes descripciones, diálogos chispeantes y prosa robusta, amén de una fina crítica contra los poderes legislativo y judicial, que andan en boca de todo el mundo. Ante los políticos, nos advierte, conviene estar atentos y echarse mano a la cartera. Sobre los jueces dice que “cuando aprenden que hay que ser flexibles y que son las leyes las que tienen que adaptarse a la realidad y no la realidad a las leyes, ya les toca jubilarse”.
Final que deja las espadas en todo lo alto, a la espera de lo que está por venir. Lo que no nos escamotea, y deja bien claro, haciendo hincapié en ello, y dejando entrever la pata de la que cojean tanto los personajes como el propio autor, es el resultado del partido entre el Real Madrid y el Barcelona. Que tampoco pienso desvelar.
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Título: El castillo de Barbazul. Autor: Javier Cercas. Editorial: Tusquets. Venta: Todostuslibros.
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