Otro veinticinco de mayo, el de 1973, hace hoy cuarenta y nueve años, al despuntar el alba, en apariencia todo es tan normal como cualquier otro día. Pero está escrito en algún lado que la que empieza sea una de esas jornadas que hacen historia. Más concretamente, el veinticinco de mayo de 1973 marca el comienzo de un nuevo capítulo en la historia de la música: el del nacimiento de la New Age. El momento estelar será de un compositor, un multiinstrumentista prodigioso que acaba de cumplir sus veinte primaveras, Mike Oldfield, quien hoy pondrá a la venta su primer álbum, Tubular Bells.
Pero las grandezas jamás se perciben cuando se están viviendo. Será con el tiempo, cuando las crónicas estén escritas y en ellas se dé noticia de Mike Oldfield, cuando sepamos que el nacimiento de la música New Age —cuyos orígenes se remontan al misticismo hippie— puede datarse con la puesta a la venta de su primer álbum.
De momento, en el 73, el futuro potentado que está llamado a ser Richard Branson tan sólo es el propietario de una pujante cadena de establecimientos dedicados a la venta de discos en Londres. Pero no es menos cierto que ha sido el único que, en el 72, supo ver las posibilidades que ofrecía una maqueta musical de Oldfield. Tubular Bells, rezaba en la etiqueta de la cinta casete en la que la presentó en distintas compañías discográficas. En todas fue desdeñada con el mismo desconcierto. Por incomprensión, más que por desprecio, una y otra vez se la devolvían. Era superior a ellos, no acababan de entenderla.
Ni siquiera desde la amplitud de miras que han dado a los responsables de la industria discográfica esos álbumes conceptuales, en los que se viene expresando el rock desde finales de la década anterior, alcanzan a ver una salida comercial a la propuesta de Oldfield. Consistente en una concatenación de melodías, herederas de las tonadas folclóricas, pero también del rock y de la música sinfónica contemporánea, echaban en falta, entre la sutil amalgama, canciones.
Canciones que puedan emitir, con el entusiasmo que exaltan aquéllas que les gustan, los comentaristas radiofónicos; canciones que asciendan en las listas de éxitos a la velocidad de un rayo, canciones que pasen a integrar la banda sonora de la vida cotidiana de la primavera de 1973, canciones como las que no faltan ni en los traídos y llevados álbumes conceptuales del rock, que siempre incluyen algunas entre las suites que los integran.
Entre los grandes avances del siglo XX también hay que hacer notar la democratización de la música. Hasta la centuria decimonónica era un placer reservado a los días festivos. Unos la escuchaban en los conciertos que las bandas municipales daban en los templetes de los parques, otros en el baile, los menos en los grandes auditorios. Ahora bien, eso de escuchar canciones entre semana, eso de la banda sonora de la vida cotidiana, es del siglo XX. Empezó en la radio, pero su mayor respingo lo conoció con la popularización de los microsurcos, a comienzos de los años 50. Grabaciones sencillas, en las que los jóvenes menos pudientes adquirían el rock & roll seminal, o de larga duración, los llamados elepés o álbumes, en los que sus padres escuchaban a sus orquestas favoritas. Casi podría decirse que la música pop nació con los microsurcos.
En los veinte años que ya lleva siendo un negocio la industria del disco, ese rock & roll grabado originalmente en sencillos ha evolucionado hasta convertirse en ese rock, sinfónico o progresivo, de los álbumes conceptuales. A este último tendían a asociar el Tubular Bells los primeros oyentes de la maqueta de Oldfield, y claro, había algo que no les encajaba. Sólo los asesores de Branson supieron ver que aquello, aunque inevitablemente ligado al rock, era otra cosa.
Ya convencido por sus colaboradores del potencial de Oldfield, Branson puso a disposición del músico el estudio de grabación abierto en una mansión de Oxfordshire, el extrarradio londinense, conocida como The Manor. Cuando hizo falta, también contrató a la orquesta sinfónica de Londres. Escrito en el 69, cuando el músico sólo contaba diecisiete años, prácticamente se trata de una sinfonía interpretada por varios instrumentos, casi todos tocados por Oldfield. Ése ha sido el principal problema, la complejidad que ha presentado la grabación. Al parecer, ha sido necesario suprimir la cabeza borradora de los magnetófonos utilizados, para añadir una cabeza grabadora más. Ya con todas las pistas listas para las mezclas, se decidió añadir un maestro de ceremonias. Su cometido se reduce a ir anunciando los instrumentos que toca Oldfield cuando empieza a hacerlo. A tal efecto se ha elegido al cantante Vivian Stanshall.
Hasta el vinilo utilizado para las copias es de una mayor calidad que la del resto de los álbumes lanzados por esas fechas. Todos los esfuerzos se verán recompensados cuando Tubular Bells comienza a venderse. Es el primer disco de la Virgin, el sello creado por Branson para su comercialización, que inaugurara el catálogo de una de las discográficas señeras en lo venidero. The Human League, Culture Club o Simple Minds serán algunos de los artistas que firmarán con la casa en los próximos años.
No es ajena al insospechado éxito que cosechará el debut de Oldfield la inclusión de un pequeño fragmento de su primer álbum en la banda sonora de El exorcista (1973), la cinta con la que William Friedkin marcará un nuevo tiempo en el cine de terror: aquel en el que los endemoniados sustituirán a las antiguas criaturas de la noche. Si el espectador se fija, dentro del score del filme ocupa más espacio Layla (1970), la célebre canción de Eric Clapton, al frente de Derek and the Dominos, que se escucha en la secuencia en que el padre Damien Karras (Kason Miller), el exorcista propiamente dicho, visita un bar junto a otro cura. Pero la música de Oldfield pasa por ser la banda sonora de la película.
Aunque el músico es un hombre muy tímido, si no acompaña el lanzamiento con la correspondiente serie de conciertos en directo es porque le resultaría de todo punto imposible tocar a la vez todos los instrumentos que toca en el álbum, donde previamente han sido registrados por separado, cada uno en la pista correspondiente. Después, las mezclas han obrado el milagro.
Tubular Bells, tras alcanzar el primer puesto en las listas británicas, permanecerá en ellas más de cinco años. Su éxito será muy semejante en el resto del mundo. Rock progresivo, space rock, rock sinfónico, rock experimental o krautrock son algunas de las etiquetas que le adjudica la crítica, antes de concluir que es el pórtico de la música de la Nueva Era. Así se escribe la historia.
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