A veces ocurre en el cine que un tema en concreto se pone de moda durante unos años, y en los 80 hubo varias películas protagonizadas por periodistas en conflictos bélicos recientes. Entre ellas están Salvador, Bajo el fuego, Deadline, Grita libertad o El año que vivimos peligrosamente. Todas ellas se alejan de la también entonces en boga representación de la guerra como una excusa para la violencia hipermusculada de los Stallone, Schwarzenegger o Van Damme, y ninguna de ellas lo hace tanto como esta The Killing Fields, ambientada en la Camboya de los 70, un teatro de operaciones un tanto olvidado en comparación con Vietnam. La película está basada en el libro The Death and Life of Dith Pran, del reportero del New York Times Sydney Schanberg, y por lo tanto está contada desde un punto de vista principalmente occidental, aunque, sobre todo por el sentimiento de culpa que ya comentaremos, quien acaba convirtiéndose en el centro de la historia es Dith Pran, el intérprete y guía camboyano que se queda en el país a sufrir lo que los periodistas occidentales pueden evitar con un simple billete de avión: el terror de los campos de trabajo de los jemeres rojos. La película fue un éxito inmediato de crítica y público y ganó tres Oscars (Haing S Ngor a mejor secundario, Chris Menges a fotografía y Jim Clark a montaje), junto con otras cuatro nominaciones (David Puttnam a película, Roland Joffé a dirección, Sam Waterston a actor y Bruce Robinson a guion adaptado).
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Una de las razones por la que esta película destaca sobre otras es porque no sigue muchas de las reglas, escritas o no, de cómo construir una historia para el cine. No hay una gran escena donde el protagonista salva al secundario, y es más, en la segunda mitad del filme el secundario es quien asume casi todo el tiempo en pantalla, convirtiéndose en la razón de ser de la historia, mientras que el principal se dedica a escribir cartas intentando encontrarlo, cosa que en pantalla queda muy poco heroica. Pero la tradición hollywoodiense demanda que el occidental sea el protagonista y el nativo el subalterno, y así se reflejó en diversas candidaturas a los premios. Haing S. Ngor era un médico camboyano sin ninguna experiencia en el cine que pasó personalmente por varias de las situaciones que aparecen en la película, tanto que en alguna ocasión tuvo que abandonar el set de rodaje cuando lo actuado se parecía demasiado a lo sufrido en carne propia. Por ejemplo, toda la parte de ocultar sus conocimientos de medicina e incluso que necesitara gafas, para que el intenso odio de los jemeres a los intelectuales no le perjudicara. De hecho, los actores del país también fueron purgados, y eso contribuyó a que Joffé consiguiera convencer a Ngor, a pesar de sus reticencias. En un suceso real que el cine rechazaría por demasiado manipulador, su esposa murió al dar a luz sin que su marido ginecólogo pudiera ayudarla, debido a las consecuencias que podían sufrir los tres, todo esto mientras estaban ambos en un campo de concentración.
En lugar de eso, en la película Ngor interpreta a otra persona real, Dith Pran, un hijo de funcionario que hablaba francés e inglés, y que trabajó como traductor y guía para el ejército estadounidense, para periodistas occidentales e incluso para la producción cinematográfica Lord Jim. Su esposa y sus cuatro hijos logran ser evacuados a Estados Unidos mientras que él se queda en Camboya, luego también acaba en un campo de trabajo y después logra fugarse y ser rescatado por la Cruz Roja. Ngor, dos años mayor, tuvo que esperar a la caída de los jemeres para ser liberado, y emigró a Tailandia y luego a Estados Unidos, donde volvió a ejercer como doctor, mientras que Pran se hizo fotoperiodista para el New York Times. Ambos llegaron a Norteamérica en 1980, quedaron ligados por la película en 1984 y los dos escribieron libros sobre sus experiencias después de estrenarse el filme. Ngor, tras su memorable y premiada interpretación, continuó actuando en otras trece películas en los años siguientes, a menudo con las guerras del sudeste asiático como marco. En 1996 fue asesinado en Los Ángeles en un suceso que nunca ha quedado del todo claro, porque se dijo que fue por robarle el reloj (¿por qué no le robaron la cartera entonces también?), pero a menudo se ha dicho que podía haber sido algún tipo de venganza política orquestada por Pol Pot. De todas formas, es otra coincidencia cósmica que en la película haya escenas donde los personajes han de entregar sus relojes a punta de fusil para poder continuar con vida en medio de una guerra, y luego te ocurra de verdad en un lugar que se debería considerar pacífico. El mundo es peligroso, o puede serlo, en todas partes. Pran, por su parte, murió de cancer en 2008.
El uso de un actor no profesional casa además con el plan deliberado de Joffé de usar actores poco conocidos en aquel momento. Cuando nombres más famosos, como Dustin Hoffman o Roy Scheider, mostraron interés, Joffé les exageró los peligros de rodar en el sudeste asiático para así asustarlos. Otra cosa en la que esta película difiere de otras de guerra es en que el director, Roland Joffé, que después haría La misión, no quería tratarla como tal, sino más bien como una historia de conexiones humanas, de amistades fuertes y de lo que pueden llegar a causar. El productor, David Puttnam, que ya tenía en su haber títulos como Los duelistas, El expreso de medianoche o Carros de fuego, quería plantearla exactamente así, y según dijo, Joffé, otro debutante en el cine, en su caso tras once años en la televisión británica, fue el único director con el que habló que la había entendido así (uno de los que mostraron interés fue Stanley Kubrick). Por eso el punto principal de la película, aparte de reflejar los horrores de la guerra, son las consecuencias morales de las razones por las que Pran se quedó en Camboya en lugar de poder ponerse a salvo con su numerosa familia: ¿fue por sentido del deber, por patriotismo, por convicciones políticas… o porque Sydney Schanberg lo manipuló hasta cierto punto para darle cargo de conciencia al dejarlo “solo y desvalido” y usando así su amistad para que se quedara, con gran riesgo por su parte: se ve varias veces que los camboyanos son tratados de manera diferente que los occidentales en su propio país, y eso todos lo sabían. El trabajo de Schanberg habría sido mucho más difícil sin él, y así lo reconoció públicamente cuando recibió el Pulitzer en 1976, mientras Pran aún estaba en el segundo de sus cuatro años de reclusión: “Más de la mitad de lo que logré publicar se debe a Dith Pran”. Y es que cualquiera que sea la imagen pública de los reporteros de guerra y de la valía de su oficio, cuando se ven detalles de cómo se fabrica la salchicha, como dicen los americanos, empiezan a aparecer los tonos de gris. Y por eso el momento culminante es cuando Schanberg pide perdón a Pran y este le dice que no hay de qué. Es tentador decir que es toda una civilización la que pide perdón a otra en esta escena, pero habría mucho más que hablar a ese respecto. Otro de los personajes reales, Al Rockoff, el interpretado por un John Malkovich de apenas treinta y pocos años, no aceptó participar en el proyecto. La cámara de Malkovich, por cierto, llevaba carretes reales y tomó fotografías de verdad durante el rodaje de sus escenas. Tampoco aceptó participar Pepsi Cola, y por eso lo que se ataca es una fábrica de Coca-Cola.
Sin embargo, la preocupación moral del guion no significa que la película descuide el aspecto formal, al contrario. Aunque las imágenes de campos de trabajo y de cientos de cadáveres y esqueletos ya no resulten tan chocantes ahora, en aquel entonces fueron alabadas por su poderío visual, y la parte donde Pran lleva a cabo su larga escapada de 60 kilómetros entre muerte y desolación tuvieron gran impacto. A esto ayudó el hecho de que la película se rodara en Tailandia, que tenía particular interés en atraer toda la atención internacional posible a la zona, así que no se reparó en extras (tres mil para filmar la evacuación de Phnom Penh) o helicópteros repintados. A la música, además, estaba Mike Oldfield, que continuaba la tendencia de los años 80 de probar en la banda sonora algo que fuera distinto de las grandes orquestaciones usadas hasta entonces, con Vangelis, Eric Serra, Giorgio Moroder, Ryuichi Sakamoto o Maurice Jarre como otros ejemplos. Sin embargo, hay quien considera un patinazo serio el usar la ubicua «Imagine», de John Lennon, en el momento álgido del reencuentro de Pran y Schanberg. Es cierto que es un instante que no necesita un realce “con mensaje” tan marcado, pero también es verdad que en aquel entonces esa canción todavía no había llegado a estar tan por todas partes como ocurriría después.
Décadas más tarde, esta película quizá tiene más caché crítico que gente que la ha visto más de una vez, pero según Roland Joffé tuvo un gran éxito en Ucrania cuando esta aún era parte de la Unión Soviética, y se ponía mucho en los colegios para ilustrar los peligros de una guerra civil. Joffé llegó incluso a decir que si en 2005 durante la Revolución Naranja no ocurrió algo similar fue por el recuerdo que esta película en concreto dejó en los escolares de los 80, que llegaban escarmentados veinte años más tarde. Eso quizá sea excesivo, pero Puttnam la considera la mejor obra en la que participó, y aún hoy el rostro humano y bondadoso de Hain S Ngor sigue emocionando hasta el punto de que incluso el espectador se siente perdonado cuando él lo hace con Schanberg.
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