Más o menos desde mediados del siglo III después de que naciera Jesucristo, el Imperio Romano se iba al carajo. El siglo IV ya sería luego la pera limonera, pero todavía estábamos en el otro, cuando el cadáver aún se descomponía despacio. Lo bueno (o lo malo) que tienen los imperios es que tardan en caer del todo, y mientras caen ocurren muchas cosas. En cualquier caso, para la antes omnipotente Roma todo el pescado estaba vendido, o casi. El imperio era la descojonación de Espronceda: se fragmentaba en parcelas locales medio autónomas y cada cual iba a su bola. La ciudad de Roma, teóricamente caput mundi, era cabeza nominal de un mundo cada vez menos romano. Los emperadores, que ni siquiera vivían todos en ella, compartían poder con otros emperadores, repartiéndose las zonas hasta el punto de que hubo varios al mismo tiempo. De esa época data un hecho importante: la creación en el año 285 de un mando doble sobre la zona occidental y la oriental del imperio, con dos emperadores (augustos) y dos ayudantes (césares). A eso se llamó tetrarquía, o gobierno de cuatro (si Octavio Augusto o Tiberio hubieran levantado la cabeza y visto eso, les habría dado un derrame cerebral). El caso es que entre el siglo III y el IV, además de dividirse administrativamente en dos, el imperio ya era una confederación de ciudades autónomas y amuralladas, cada una por su cuenta, mientras los bárbaros apretaban en el limes. Y tal era la presión de germanos, sármatas y otros inmigrantes por las bravas, que se cambió la táctica defensiva rígida y atrincherada por otra elástica, con legiones retiradas de las fronteras y situadas en el interior, dispuestas a intervenir donde se las requería. De aquellos legionarios y sus jefes, pocos nacían en la península itálica y muchos eran reclutados entre los mismos bárbaros. Para tenerlos contentos, pues eran el auténtico poder, a los soldados se les permitía dormir fuera del cuartel y organizarse como en sindicatos, con lo que la disciplina se relajaba mucho. Los emperadores eran militares profesionales de oscuro origen que ni siquiera tenían que hacer política en la capital: salían elegidos por la cara, directamente de la tropa. Nombrados por sus legiones, se enfrentaban a otros emperadores y algunos duraron tan poco que la Historia apenas retuvo sus nombres. Los hubo que reinaron tres semanas, y uno (escándalo para la época) era hijo de un esclavo liberto. Por lo demás, el imperio se tambaleaba tanto por la presión exterior como por la anarquía interior. Con el derrumbe de las estructuras estatales, todo era un sindiós difícil de administrar y la economía iba al desastre (El tiempo se nos escapa sin remedio, habría escrito otra vez Virgilio, de ver aquello). Exhausta la plata de las minas hispanas, sin riquezas que saquear mediante nuevas conquistas, con una feroz competencia de los imperios que en Oriente crecían ajenos al romano (Persia, la India), la forma de ingresar viruta eran los impuestos, abusivos y con multas escalofriantes a quien el Estado trincaba en sus fauces; hasta el punto de que bajo el dálmata Diocleciano (uno de los pocos emperadores competentes de esa época, quien retrasó veinte años la decadencia) se dieron los primeros casos documentados de evasión fiscal: ciudadanos romanos, tanto millonetis como gente modesta, cruzaron la frontera para instalarse en tierras bárbaras. La clase media fue machacada y el campo se despobló entre campesinos arruinados, desertores, bandoleros y recaudadores de impuestos más malos que el sheriff de Nottingham. La palabra democracia era ya pretérito pluscuamperfecto. La distancia social entre los emperatas y el pueblo fue tan enorme que empezó a darse un curioso fenómeno de igualdad por abajo, entre gentes hermanadas en la pobreza. Junto a la falta de confianza en la vida terrenal, eso favoreció la extensión del cristianismo, que aparte de perdonar culpas y dar de comer, que no era ninguna tontería (las comunidades cristianas practicaban la asistencia social), prometía una feliz vida eterna (lo que tampoco era moco de pavo). Y así, entre pitos y flautas, llegaron un momento y un personaje decisivos. El momento fue a comienzos del siglo IV, cuando el imperio tenía siete emperadores que andaban puteándose y asesinándose entre sí. Y uno de ellos, proclamado emperador en Britania y la Galia, iba a dar un toque decisivo a la historia de Roma y la futura Europa. El fulano se llamaba Flavio Valerio Constantino (Constantino para los amigos). Y el 28 de octubre de 312 derrotó a su rival más poderoso, un tal Majencio, con tropas que llevaban la cruz cristiana y la consigna In hoc signo vinces (con esta señal vencerás) en los estandartes. Pero eso, señoras y señores, requiere un capítulo aparte.
[Continuará].
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Publicado el 14 de mayo de 2022 en XL Semanal.
Entregas de Una historia de Europa:
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- Una historia de Europa (XXXIII)
- Una historia de Europa (XXXIV)
La palabra estandarte viene del inglés, que a su vez del francés, que a su vez del franco (antiguo ‘deutsch’), significa «mantente firme». Nadie tuvo huevos de poner ni en los navíos el amarillo como bandera, hasta hace relativamente poco, excepto y por España.
Gracias por recordarnos a los viejos que nuestras horas de colegio sirvieron para algo, siempre he pensado que despues del Imperio Romano todo ha sido decadencia.
Le admiro y leo desde hace décadas, incluso recuerdo sus directos desde Sarajevo, pero creo que a veces peca en exceso de expresiones demasiado coloquiales o callejeras. Lo digo con todo el respeto.
El cristianismo venció por razones espirituales, no tanto materiales. En un mundo que ya no creía en nada, la firmeza de los mártires durante las persecuciones -y la gracia, siempre despreciada por la soberbia ignorancia de los sabios- fue una revolución. Las convicciones cristianas son el andamiaje de la voluntad. Esto no puede entenderlo, ni siquiera figuràrselo, una época de espíritus afeminados, flojos y sentimentales, pero fue así.
Admiro y respeto a las personas que son estudiosos o investigadores de la historia. Y más aún, cuando nos la presentan a los no estudiosos, como un cuento atractivo, de esta ciencia inmensa.
Si en algún momento de nuestra civilización, por algún motivo, se nos ocurriera descuidar el estudio de la historia, es probable que mucho de ella desapareciera para siempre, y entonces, perderíamos un patrimonio indispensable para saber cómo hemos llegado hasta nuestros días, sumado a que es indispensable conocer los dos lados de la biblioteca, para poder sacar nuestras propias conclusiones.
Algo similar ocurre, cuando por solo tonterías de la vida cotidiana, no nos hacemos tiempo para hablar con nuestros padres o abuelos, y perdemos la oportunidad que nos transmitan los recuerdos de sus vidas. Poder obtener de una voz confiable hechos sobre eventos de nuestros parientes pasados, circunstancias, acontecimientos políticos, noticias que impactaron en la comunidad, o detalles de pueblos, ciudades y costumbres; esto significa adquirir un legado riquísimo, porque es haber conseguido un testimonio de alguien que estuvo en ese momento preciso de nuestra historia reciente, y esto nos permite conseguir una vivencia mucho más amplia.
Hoy vivimos en un mundo en donde pareciera que los mayores, son seres que no poseen mucho interés, «para qué necesitamos a los viejos, si tenemos internet». Esta afirmación, deja en el camino a la experiencia humana, grave error, que si no lo corregimos, estaremos condenados a recibir cualquier información, que puede no ser cierta, o siniestra; que puede además llevarnos a evaluaciones disparatadas. Y en estos vericuetos de mentira o verdad se desarrolla la política, pero por ahora dejémoslo ahí, mejor no indigestarse.
Fueron los godos los ‘troyanos’, acogidos como inmigrantes acosados por los hunos. Bárbaros (extranjeros) tanto unos como otros, pero Alarico lo bordó. Nada es lo que parece, pero todo es lo que es «Once upon a time…».
‘Per nocta’.
Quiero unirme a la charla de todos ustedes