Recuerdo de don Gaiferos
Los grandes imaginarios simbólicos suelen construirse con falsificaciones más o menos interesadas. Mientras escucho los discursos con que se presenta en el Museo Reina Sofía el libro Historias del Camino, publicado por Zenda e Iberdrola, me vienen a la cabeza algunos versos sueltos de un romance muy popular dentro de la literatura jacobea y cuya primera estrofa —«A ond’irá aquel romeiro, / meu romeiro a dond’irá? Camiño de Compostela, no sei s’ali chegará»— condensa en cuatro versos todo lo que de hermoso e incierto tenía, en los tiempos medievales, el mero hecho de peregrinar hacia la tumba del apóstol. El poema apareció recogido por primera vez en Galicia, un ensayo que Manuel Murguía publicó en 1888, y contamos con una versión musical que grabó el investigador Faustino Santalices tras interpretarla por primera vez en 1954, durante un homenaje a Ramón Menéndez Pidal. Murguía —que además del descubridor del texto fue uno de los más firmes adalides del llamado Rexurdimento, el movimiento que en el siglo XIX comenzó a reivindicar la vigencia del idioma gallego y su valor como lengua de cultura— explicaba que la pieza se inscribía en la tradición juglaresca y había formado parte del repertorio de los músicos callejeros que se apostaban en cada uno de los seis accesos a la catedral compostelana para entretener a peregrinos, viajeros y vecinos con canciones en las que se trataban «los milagros del Apóstol, los sucesos trágicos del tiempo o los hitos en los que una fe sencilla se recreaba». No obstante, muchos opinan que todo eso es falso y que el poema sí tiene un autor claro y definido: el propio Manuel Murguía. Forneira Pérez, por ejemplo, sostenía que se trataba de un texto «inventado o manipulado» para sostener la singularidad de la balada gallega, y añadía que su falsedad había sido denunciada públicamente por los investigadores del Seminario Menéndez Pidal en el Catálogo General del Romancero, que vio la luz en 1984. Existían razones fundadas para la sospecha: Murguía nunca dio demasiadas pistas sobre el origen de los versos, y jamás investigador alguno dio en sus trabajos ni con ese texto ni con ningún otro que pudiera contener variantes acerca del mismo tema. Éste no era otro que la peregrinación a Compostela que habría llevado a cabo un tal Gaiferos de Mormaltán. Las estrofas, a grandes rasgos, van desgranando las cuitas que lo asaltan en su deambular por el itinerario jacobeo y sus reflexiones ante la dureza de un periplo que no sólo ponía a prueba la fe de quienes lo emprendían, sino también sus propias condiciones físicas y su capacidad de resistencia. Como es evidente, nunca existió el tal Gaiferos. Los estudiosos dan por hecho que el argumento del romance se inspira en un suceso real: el viaje a Compostela de Guillermo de Poitou, décimo duque de Aquitania y conde de Vienne, y su fallecimiento en el interior de la catedral, al mismo pie de la tumba del apóstol. Siguiendo este razonamiento, el nombre de Gaiferos, que también exhala su último suspiro una vez concluido su peregrinaje, sería una traslación al castellano o al gallego del original Walfarius o Waltharius, y la referencia a Mormaltán podría constituir una adaptación sobre la marcha del topónimo Mont-de-Marsan, una ciudad de la Gascuña, en la comarca aquitana, que formaba parte del itinerario de la vía Lemovicensis, una de las cuatro rutas que desde Francia emprenden el trayecto hacia Santiago. Este Guillermo, que al parecer era amigo del arzobispo Gelmírez —gran urdidor del mito jacobeo— murió en 1137, lo que en principio haría factible que, tal y como afirmaba Murguía, el romance que narraba sus andanzas se conociera ya en el siglo XIII, que era cuando en teoría lo cantaban los juglares a las puertas de la seo compostelana. Verdadero o falso, el poema hizo pronto fortuna y se erigió en uno de los himnos oficiales del Camino, engendrando de paso su propia rumorología legendaria. Y, sea como fuere, por mucho que sus palabras se hilvanasen en fechas mucho más recientes de las que se atribuyen a su composición, no deja de constituir un homenaje sentido a aquellos que en unos tiempos cada vez más remotos salían de sus casas desprovistos de brújula ni mapa, dispuestos a conducir sus pasos hacia un destino incierto, dotando al propio acto de viajar de una lógica y un sentido que acaso nosotros, domesticados como estamos por las herramientas digitales y los resabios propios del presente, hayamos perdido sin oponer la menor resistencia.
La Feria antes de la Feria
Sólo hay una cosa mejor que la felicidad, y son sus prolegómenos. Esos momentos en los que aún está por comenzar lo que aguardamos y nos mantienen ansiosos ante la inminencia de aquello que habrá de darse, pero también secretamente confortados por el arrullo de ese tiempo en el que anticipamos los gozos que nos deparará, con toda seguridad, el porvenir inmediato. Entro en el Retiro por la puerta que comunica los jardines con la calle Sainz de Baranda en la víspera de la apertura de la Feria del Libro, la primera de estos años que se celebrará sin restricciones, y se respira por el Paseo de Coches y sus aledaños el aire liviano y despreocupado de las fiestas que aún están en gestación. Las casetas apuran los retoques pertinentes antes de la gran inauguración y las terrazas de los bares acogen tertulias improvisadas y casuales en las que alternan gestores culturales que vienen a ver si llevan a buen puerto algún asunto con editores que juegan a vaticinar las futuras ventas o los peones de montaje que se toman el merecido descanso una vez remachados los penúltimos paneles. Qué paralelismos más sutiles teje el calendario: estuve aquí mismo en los estertores de la anterior Feria, en una tarde ventosa de septiembre en la que apuraba la edición pasada —aún confinada por restricciones diversas— sus últimos suspiros y todo empezaba ya a ser cansancio y premonición de la resaca, y regreso ahora que aún no ha comenzado la de este año y se palpan la ilusión y el optimismo y la alegría de ver que vuelven los libros a consagrar, una vez más, la primavera. Me complazco en el paseo demorado por esta ciudad efímera que aún está por construir antes de que, mañana o pasado, la algarabía sosegada del preludio sea ya bullicio y éxtasis, y arrecien las colas en las casetas, y se vuelva imposible acercarse a determinados rincones, y apriete el sol y haya que buscar refugio en arboledas frondosas, o al pie de los estanques, o en el abrigo de cualquier sendero que conduzca al sosiego de las calles secundarias. Será otra felicidad, seguramente plena y henchida de alicientes que se pueden dar por consumados, pero no será ésta, más modesta e íntima, inconsciente y a la vez esperanzada, la llamada silenciosa del cuaderno que tiene aún todas sus páginas en blanco, ésas en las que, más antes que después, empezaremos a escribir.
Gónadas y números
En un foro del Centro Virtual Cervantes hay una entrada que, bajo el título «El número treinta y tres y las gónadas masculinas», indaga en los orígenes de la extendidísima expresión «mis cojones treinta y tres», tan inextricable que ni siquiera sé si su redacción debería incorporar o no la coma vocativa. Alberto Herranz aporta a la discusión un enlace que remite a un artículo de 2016, publicado en el Ideal de Granada, en el que se proponen tres teorías tan estrambóticas y descabelladas que resultaría descortés no dedicarles un espacio. La primera nos traslada hasta la Salamanca de 1933, a las interioridades de una reunión masónica en la que el aprendiz Hipólito Yrigoyen iba a recibir su bautismo iniciático. Según esta hipótesis, el citado Yrigoyen habría solicitado al maestro William Cooke permiso para ir al excusado, urgido como se encontraba tras la ingesta de un cocido aderezado con una sabrosa butifarra. «¿Butifarra? ¿Del Vallés? ¡Mis cojones treinta y tres!», habría respondido el cabecilla de la logia sin que la historia nos aclare lo que sucedió con los tránsitos iniciales del pobre aspirante. Otra versión, más exótica si cabe, ubica los orígenes del dicho en la guerra por la independencia de Uruguay, cuando el prócer José Artigas vio sus tropas diezmadas tras una tempestad y exclamó: «Mis cojones, tenemos que hacer la revolución y con este tiempo de mierda ya sólo somos treinta y tres.» La última es, con mucho, mi favorita. Nos habla de un tal Nelson Almeida —no se referencian ni su dedicación, ni su procedencia, ni la ciudad en la que aconteció su modesta hazaña— que, para sobrellevar el aburrimiento ocasionado por un rutinario viaje en autobús, tuvo la ocurrencia de dibujar en una libreta sus testículos como si fueran un corazón invertido. Su obra lo satisfizo tanto que no tuvo mejor idea que fotocopiarla, se supone que aprovechando algún rato muerto en la oficina, y guardar luego las copias en su maletín. Como la tinta aún estaba fresca, el dibujo se desfiguró hasta convertir el retrato de sus órganos genitales en un rudimentario treinta y tres. No creo que ninguna de las explicaciones sea cierta, aunque si existiese algo parecido a la justicia poética lo cierto es que merecerían serlo las tres —pero especialmente la última—, y como voy siendo un perro viejo del oficio puedo imaginar perfectamente el regodeo con que el redactor del artículo —viene sin firma, lo que da a entender que o bien se calcó directamente de un teletipo o bien a su propio autor le resultó lo suficientemente desnortado como para dejar constancia de su nombre— fue hilvanando párrafos sin otro propósito que el de llenar una página que se resistía a hallar noticias con las que llegar dignamente a la hora estipulada para el cierre. Ojalá llegue a saber ese héroe anónimo —tan difuso como el testicular Almeida que protagoniza una de sus historias— del buen rato que nos ha hecho pasar esta mañana y de cómo nos hemos reído con sus cábalas acerca del modo en que se aliaron las gónadas masculinas con los números para incorporarse al acervo popular.
«Los grandes imaginarios simbólicos suelen construirse con falsificaciones más o menos interesadas». Aunque el sujeto es muy ambiguo, la frase es demasiado categórica. También podría decirse que en los grandes imaginarios simbólicos hay muchas verdades, ocultas a los sabios y evidentes para los humildes.