Foto de portada: Laura Ortega
A Juan Tallón le persigue la muerte. Cada vez que arranca una novela se emparanoia con la posibilidad de fallecer antes de terminar la primera versión de la misma, y como no quiere estirar la pata con la historia todavía metida dentro, escribe el borrador inicial con tanta urgencia que es capaz de terminarlo en tan solo un mes, a lo sumo dos.
Con todo, Tallón no es un hombre que pueda estar demasiado rato quieto. En su interior hay una cuerda que vibra constantemente y, cada veinte minutos, siente la necesidad de abandonar su mesa, coger el portátil y buscar otro lugar de la casa donde seguir escribiendo, ya sea el suelo de la cocina, ya la bañera vacía. Se mueve de un lado a otro porque tiene algo así como un baile de san Vito intelectual, pero también porque se ha autoimpuesto la norma de dejar de escribir cuando el texto fluye con demasiada facilidad. Y es que Juan Tallón es de esos autores que rechazan el estado ideal de trabajo. Cuando percibe que las palabras caen sobre la página en blanco como gotas de lluvia sobre el asfalto, cuando tiene la sensación de que las oraciones se encadenan como los invitados de una boda bailando la conga, cuando en definitiva descubre que son sus dedos los que escriben y no su cerebro, levanta las manos del teclado y cambia de entorno. Considera que todo lo que se redacta con facilidad es por definición malo, motivo por el cual se castiga a sí mismo rechazando aquello que le sale de un modo natural y optando por complicarse la vida con la única finalidad de conseguir que ese borrador no sólo sea un artilugio eficaz, sino también una máquina de precisión cuyo ingeniero haya pensado hasta el último de los acentos.
Es más, cuando Tallón relee lo que ha escrito y detecta alguna oración sumamente hermosa, la tacha. No quiere frases que sean en sí mismas hermosas, porque sólo le interesan las que colaboran con el resto del texto. Los grupos sintácticos que se deleitan en su propia belleza perjudican al resto del libro del mismo modo que los deportistas con el ego inflado dificultan el éxito de todo el equipo, y aunque tachar esas oraciones provoque un dolor infinito, es el mejor regalo que un autor puede hacer a sus lectores.
Así es como compone el primer borrador Juan Tallón: con prisas y normas de estilo. Y cuando al fin pone el punto y final, levanta la vista y descubre que el mundo sigue girando tras la ventana. Ha vencido a la muerte una vez más y, aunque la novela todavía requiere trabajo, ahora ya puede tomarse un descanso. De hecho, en este momento del proceso creativo se siente tan invencible, cree tener una salud tan férrea, está tan seguro de que ninguna guadaña le rozará que incluso se atreve a guardar el manuscrito y olvidar su existencia durante meses. Ahora bien, esos folios no los mete en cualquier sitio, sino en uno muy especial.
Un par de décadas atrás, su padre le regaló el mueble más importante en la vida de un narrador: el escritorio. Quería demostrarle que confiaba en su capacidad para convertirse en un gran literato y talló con sus propias manos una mesa de nogal de trescientos quilos. Entre otras peculiaridades, el armatoste tiene tres cajones, en uno de los cuales el padre de Tallón engastó la misma cerradura que tenía el poeta gallego Manuel Núñez González en su propio escritorio. Y es precisamente en esta gaveta donde nuestro autor guarda, bajo llave de hierro, los manuscritos que más adelante, cuando le apetezca, recuperará para corregirlos tantas veces como sea necesario para darnos después placer a nosotros, sus lectores.
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La última novela de Juan Tallón es Obra maestra (Anagrama, 2022).
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