“Madrid me mata”, solían repetir los jóvenes de la Movida en los años de la Transición, y los escritores de la época lo tomaron al pie de la letra. No estamos hablando de los grandes narradores que en los últimos treinta años han puesto en palabras el Madrid de aquellos años de cambio político —–Antonio Muñoz Molina, Rafael Chirbes, Manuel Longares y muchos otros—, sino de un puñado de autores y obras que, aproximadamente, entre 1975 y 1982, contaron, desde la inmediatez de los hechos, la evolución de aquel Madrid del ya y del todavía, una capital que ya no era franquista sin ser, todavía, una moderna metrópoli democrática.
Es el limbo en el que se encontró el Madrid de la Transición y, aunque parezca curioso, la gran mayoría de cuantas novelas escenificaron la Corte y Villa en aquellos años lleva en sí su buena dosis de intriga. Novelas negras, policiacas o de enigmas, según se quieran llamar —los matices son buenos para los manuales—, delitos y asesinatos nunca faltan y esbozan la imagen de una capital que vive con ilusión y, al mismo tiempo, aprensión su tránsito hacia la democracia. Hasta ese momento, el horno del suspense no había estado para bollos, pero con el aire nuevo que llegó de la Moncloa y del “pico de oro” de Adolfo Suárez, las cosas cambiaron rápidamente. Manuel Vázquez Montalbán lo dejó bien claro: «Frente al escapismo del canon fundamental dominante […] la única alternativa de la vanguardia fue la oferta de la llamada novela policíaca española», y «la novela negra desarrolla la poética de la ciudad protagonista total». La narración de la capital de los años del cambio tenía entonces que canalizarse por ese camino, y el mismo Vázquez Montalbán se hizo de embajador de aquella idea al enviar a su investigador Pepe Carvalho —que de alejarse de Barcelona, por supuesto, no tenía ni una pizca de ganas— a Madrid para resolver el caso de un militante comunista asesinado durante un mitin del partido (Asesinato en el Comité Central, 1981). Al llamamiento contestó también Fernando Savater, que no supo resistirse a la tentación, y en 1981 publicó Caronte aguarda, una novela de corte policiaco en la cual un atormentado profesor de filosofía se convierte en investigador para buscar al asesino de su hermana. También se sentaron a la misma mesa Juan Madrid (Un beso de amigo, 1980) y Jorge M. Reverte (Demasiado para Gálvez, 1979), que pusieron en pie a dos de los investigadores de mayor éxito de la narrativa española: el brutal e impuro Toni Romano, un ex policía que parece encontrarse a su gusto en el mundillo criminal del castizo barrio de Malasaña, y el inquieto e irónico Julio Gálvez, periodista de escasa fortuna que se ve involucrado en una turbia historia de corrupción y escándalos financieros.
Quizás el caso más emblemático sea el del galés Ian Michael, profesor de literatura medieval española de la Universidad de Oxford que pasó muchos años de su vida afincado en Madrid —siempre me he sentido un poco español, desde los años setenta, solía repetir—, y en esa capital falleció en julio de 2020. Michael, entre 1979 y 1988, publicó bajo el pseudónimo de David Serafín una serie de seis novelas cuyo personaje principal es el comisario Luis Bernal, hombre de antaño que a pesar de su trabajo en la Brigada Criminal de la DSG es el ejemplo concreto de ese franquismo reformista que fue protagonista de la Transición. Tres de las seis historias de la serie están ambientadas en Madrid (Sábado de Gloria, El metro de Madrid y Golpe de Reyes) y un aspecto las hermana a todas las ya citadas: el crimen nunca es asunto sólo privado, sino que, muy al contrario, siempre es el elemento político el que sobresale. Así como La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza se había convertido en todo un emblema de la narrativa del cambio por su estructura dual que enmarcaba a la perfección el antes y el después del 20N —el experimentalismo de los años sesenta y “la vuelta a la narratividad” del posfranquismo—, de la misma manera la mirada atenta y reflexiva del comisario Bernal es un contrapunto puntual de los dos Madrid que convivían en los años de la Transición, una ciudad debatida entre la animada voluntad de cambio de algunos y la empedernida nostalgia hacia el pasado reciente de otros.
Madrid y la intriga, mucha carne en el asador en un arco temporal tan reducido. Algo muy inusual en un país que no tenía una gran tradición en cuanto al género negro. Pero el hilo que une todas estas novelas, la razón de tanto interés, se explica con la posibilidad de dar nueva forma a la violencia. Una violencia híbrida; las dos caras —la pública, o política, y la privada— de una misma moneda que representan nada más que las dos almas del Madrid que se enfrenta a aquellos años del cambio. La moderna metrópoli «neocapitalista e hipercompetitiva» que todavía no es pero de la cual ya ha absorbido muchas de sus estigmas —el paro, la criminalidad callejera, el incremento desorbitado del uso de drogas— y la antigua capital de un régimen autoritario que España ya no es pero de cuyos vicios todavía no se ha liberado del todo —corrupción, violencia política, control del estado sobre los individuos—. Madrid, en aquellos años, era un Jano de dos caras que no dejaba de mirar hacia atrás al mismo tiempo que avanzaba despacio, con paso firme, hacia el futuro. La novela negra asumió la responsabilidad de contarnos sus andanzas y sus desdichas, sin esconder ninguno de los muchos matices que le devolvía su imagen reflejada en el espejo del tiempo.
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