Durante la etapa en la que fui responsable editorial del suplemento de viajes del periódico El País, El Viajero, hubo veces en que teníamos que reencuadrar las fotografías que publicábamos para tapar lo feo, algo que apenas ocurría con imágenes llegadas de Francia, Italia o Austria. Recuerdo que un colaborador habitual prefería no escribir artículos sobre lugares españoles porque le parecía que estaban salvajemente deteriorados en comparación con los que veía en sus viajes por los países de Europa. Sin embargo, en las encuestas internas que realizábamos, las lectoras y lectores tenían una sección favorita muy por encima de las demás: «Fin de semana». Pedían escapadas españolas cercanas. De esa etapa surgió una pregunta, una curiosidad periodística, saber por qué se producía ese desequilibrio en el encuadre, analizar las causas de esa disociación entre la línea de deseo de los lectores y el naufragio arquitectónico, urbanístico y paisajístico de España. El resultado es este volumen, España fea, mezcla de crónica periodística, libro de viajes y ensayo político.
Al investigar para el libro, conocí muchos otros ejemplos tanto de construcción exacerbada y especulativa, principalmente en el litoral, como de destrucción insensible y también especulativa. Me llamó especialmente la atención el caso de Ekain Jiménez Valencia, que denunció públicamente el derribo en 2008 en San Sebastián de una villa de 1971 en la que el arquitecto Javier Carvajal había actualizado con gran talento el caserío vasco desde un lenguaje nítidamente contemporáneo. Ekain Jiménez Valencia contemplaba fascinado esa casa desde el autobús al pasar camino de la ikastola cuando era niño. Destruyeron el edificio que despertó su vocación para convertirse en el arquitecto que es hoy en día. Asimismo, en la memoria de muchísima gente de Madrid está una alegre torre del arquitecto Miguel Fisac, demolida en 1999, bautizada y popularizada como La Pagoda y cuya estructura destacaba sobre una ladera a la entrada de la ciudad en la carretera del aeropuerto.
España fea surge de todo esto, y de intervenciones famosas como la construcción, en una playa protegida de Carboneras, Almería, del hotel El Algarrobico, en cuya fachada los ecologistas lograron plasmar las palabras Hotel Ilegal y que es el ejemplo de un embrollo jurídico interminable que impide su derribo tras 15 años de sentencias y contrasentencias. En 2020, durante la pandemia, la historia estuvo a punto de repetirse cuando una constructora gallega levantó sigilosamente el esqueleto de un hotel de lujo, cuyas obras fueron paralizadas tras las protestas de los ecologistas, en la playa de La Tejita, en Tenerife, un santuario natural porque cuenta con una rareza geográfica: un volcán al borde del agua.
En estos y en otros muchos casos se basa el libro, a lo que se añade un trabajo de horas y horas en la Biblioteca Nacional y frente al ordenador consultando bibliografía, analizando comparativamente los casos de Francia, Alemania e Italia, y haciendo entrevistas a decenas de profesionales de la arquitectura y el territorio. Especial influencia han tenido para la elaboración del texto autores como Salvatore Settis, Oriol Bohigas, Suzannah Lessard, Luis Martínez-Feduchi, Tony Judt, Saskia Sassen, Ricardo Aroca, Carlota Eiros, Elizabeth Becker o William J. R. Curtis.
El libro plantea que detener el caos urbano y el afeamiento de España es una emergencia nacional, porque las malas construcciones, la mala planificación y las ilegalidades conspiran contra la democracia y el igualitarismo y agudizan la denominada injusticia espacial. Este concepto, del geógrafo estadounidense Edward W. Soja, establece que el entorno de calidad para vivir de cualquier persona es independiente de su riqueza. El prólogo está firmado por el arquitecto Luis Feduchi, quien ha sido de gran ayuda para mí por sus valiosas aportaciones, y que cita en su escrito una frase fundamental de la teoría estética de Theodor Adorno según la cual “la impresión de fealdad surge de un principio de violencia y destrucción”. Adorno relaciona la impresión de fealdad con la opresión de los seres humanos. Opresión, desigualdad, quiebra de la democracia.
El deterioro del capital cultural de los españoles, que fue constante durante el franquismo, continuó profundizándose en el periodo de la democracia, principalmente por los partidos conservadores, pero también desde la izquierda. Durante la investigación fui dándome cuenta de hasta qué punto España no ha logrado sacudirse la corrupción y las ilegalidades de la dictadura de Franco. Al contrario, estas se agravaron tras el big bang de la construcción y su acelerada onda expansiva a partir de los años sesenta sin que nadie las detuviera con la llegada de la democracia. En ello han sido cómplices tanto el Estado como las comunidades autónomas, que han utilizado las competencias en urbanismo fijadas en la Constitución de 1978 para armar un modelo esencialmente deshonesto que debería ser desafiado. Además, frente a los presidentes franceses, en especial Valéry Giscard d’Estaing, todos ellos comprometidos en la defensa de los valores paisajísticos de su país, no se ha dado en España, durante el periodo de la democracia, ningún caso de presidente implicado en lo que Henri Lefebvre denominó “la ciencia del fenómeno urbano”, esa que ha acabado siendo el factor determinante de la contemporaneidad, “un fenómeno que asombra por su enormidad y complejidad”, decía ya en 1970 el filósofo francés.
El resultado es un deprimente statu quo que reprodujo en España el modelo estadounidense de la ciudad que segrega y despreció el articulado, delicado e integrador modelo urbano y paisajístico de Francia, con su Conservatorio del Litoral, que compra terrenos en la costa para recuperarlos ecológicamente y salvarlos de las garras de los promotores; con su Cuerpo de Arquitectos y Urbanistas del Estado; con su ley de Arquitectura de 1977, en la que la calidad arquitectónica recae en el Estado francés como “acto de cultura”. La falta de cualidades y las malas prácticas generalizadas del modelo adoptado en España quedan patentes en la destrucción sistemática de la costa; en el malbaratamiento de pueblos y ciudades; en la ausencia de filtros ante el mal gusto; en la falta de respeto a la tradición; en la incultura aliada con la codicia de los promotores. Una conspiración que ha servido para socavar tres de los principios fundamentales del derecho romano: la recordatio (la memoria de los ciudadanos asociada al paisaje y a las construcciones y monumentos), la utilitas publica (el bien común, el perfeccionamiento de lo público) y el decor urbis (el decoro urbano, la belleza de pueblos, ciudades y paisajes).
Uno de los mejores arquitectos españoles del siglo XX, Luis Martínez-Feduchi (1901-1975), cuyo Edificio Capitol de la Gran Vía de Madrid simbolizó los avances de la Edad de Plata y de la II República, es uno de los grandes inspiradores del libro, pues no en vano en los últimos años de su vida concibió una obra monumental, los cinco volúmenes titulados Itinerarios de la arquitectura popular española. Que el autor del edificio que mejor representa la modernidad de los años treinta en España, un auténtico icono de Madrid, manifestara esa pasión por la variedad, calidad e inventiva de los tipos de arquitectura vernácula obra de los artesanos y maestros de obra anónimos, deja constancia de la apertura intelectual de la gente de su generación como representantes del país que pudo haber sido y no fue (la casi liquidación de la arquitectura popular en las últimas décadas se nos aparece así, en paralelo, como una cruel metáfora de la identidad perdida de los españoles).
Los arquitectos pueden alegar que los responsables de este caos, aquellos que firman los proyectos de mal gusto y mala calidad, no son verdaderos arquitectos. Quizás tengan razón. Una cosa es estar colegiado y otra es ser un auténtico arquitecto. Cabe argumentar que en España los profesionales de talento han sido vergonzosamente marginados en vez de prestigiados en su condición de servidores públicos. Pero también es cierto que los colegios gremiales no se movilizaron, ni los propios integrantes del colectivo, salvo excepciones. A ello hace referencia en el prólogo Luis Feduchi: “Nuestra complicidad en la destrucción del territorio y nuestra renuncia a la denuncia”. Apartados o autoexcluidos los profesionales de la arquitectura, ganaron, en un proceso brutalmente neoliberalizador, los promotores privados y los políticos en simbiosis con los banqueros y el brazo armado de todos ellos, los abogados. Ganaron esos a los que la belleza del Valle de la Orotava, o la de cualquier otro lugar, les trae sin cuidado con tal de lograr sus objetivos económicos maltratando el territorio que es de todos para beneficio de unos pocos.
Aunque el libro cataloga una amplia lista de casos de malas prácticas, he intentado que a cada paso aparecieran ejemplos donde las cosas se hicieron bien, individualidades que supieron darle al relato un sesgo positivo con su acción transformadora. En especial destacan los alcaldes. Narcís Serra y Pasqual Maragall en Barcelona, apoyados en la figura del arquitecto Oriol Bohigas, que ordenó con una inteligencia poco común el urbanismo y la arquitectura de la ciudad. En Santiago de Compostela, el alcalde-arquitecto Xerardo Estévez, discípulo de Bohigas. En Vejer de la Frontera, Antonio Morillo. En Girona, Joaquim Nadal. En Vitoria, José Ángel Cuerda. En Pontevedra, Miguel Anxo Fernández Lores…
Y he intentado destacar proyectos especiales desarrollados por mujeres. La presencia masculina en este entorno resulta asfixiante, y hasta hace relativamente poco no había figuras femeninas a las que se les hubiera dado la mínima oportunidad de ejercer algún tipo de poder. Por la originalidad y talento de sus iniciativas, aparecen en el libro arquitectas como Itziar González Virós, Carlota Eiros, Miriam García o Marina Fernández Ramos.
Y finalmente hago en España fea, partiendo de los testimonios de diversos expertos y de documentos de instituciones internacionales, un llamamiento a la creación de una superestructura política, que desde donde mejor puede articularse es desde la Unión Europea, que obligue a los agentes españoles y de otros países comunitarios a detener el infame proceso de sobreconstrucción. Para que las espadas de Damocles de hormigón que siguen amenazando a tantos y tantos paisajes, en España principalmente costeros, desaparezcan. Y para que se pueda dar paso fácilmente a una nueva era, la era de Acuario, que conecta con los años sesenta y su espíritu de flower power: un periodo de rehabilitación, de desmantelamiento, de reciclaje y de respeto por la naturaleza a fin de que la injusticia espacial vaya eclipsándose al tiempo que se detiene y se revierte el fatídico proceso de cambio climático.
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Autor: Andrés Rubio. Título: España fea: El caos urbano, el mayor fracaso de la democracia. Editorial: Debate. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
No podía faltar la dictadura de Franco como culpable de la fealdad urbanística y arquitectónica. Menos mal que se acabó y entramos en Acuario. Pero eso sí, todos viviendo en la ‘insostenible’ ciudad y viendo el campo como un lugar de ‘escapada’ habitado por paletos de Vox. Claro, hombre, claro.