En los paseos escolares en Varsovia los niños ucranianos se distinguen porque llevan un audífono que traduce lo que dicen los guías. Estaba a unos metros de ellos, en la plaza Zamkowy, cuando el viento sopló fuerte y le voló el gorro a uno. Los niños se lanzaron a perseguir el gorro robado y se reían. Fue un polaco, Janusz Korczak, quien hace más de cien años habló del derecho del niño al tiempo presente —niños corriendo detrás de un gorro, niños que bajo la columna de Segismundo, contra toda probabilidad, se reían—. Y fue el mismo Korczak —doctor, escritor y encargado del orfanato judío, Dom Sierot, de Varsovia desde 1912 hasta su asesinato en 1942— quien dijo que cuando alguien tiene diez años ya ha visto mucho, ha pensado mucho y sabe mucho.
El nombre de Janusz Korczak es tristemente conocido por el día —5 o 6 de agosto de 1942— en que se negó a abandonar a los doscientos niños que fueron deportados desde el orfanato que funcionaba en el territorio conocido como “el pequeño gueto”. Todos, incluido Korczak, fueron asesinados en Treblinka por el régimen nazi. En la placa recordatoria del Museo de Historia de los Judíos Polacos alguien que vio al grupo cuenta: “Los niños se fueron en silencio, cargando frazadas y caminando de la mano, dirigidos por el Dr. Korczak”. Quien fuera uno de los precursores de la lucha en favor de los derechos y la igualdad de los niños se veía, en esa última caminata, como “un hombre encorvado y envejecido”.
Los niños de la plaza Zamkowy, tal vez en un homenaje inconsciente y secreto, continúan persiguiendo el gorro —que a estas alturas parece haber sido fabricado solo para venir a jugar de ellos—. A gritos, persiguen a ese pájaro de tela que atraviesa el cielo de Varsovia y explican el amor por lo roto del que hablaba Benjamin. Cosas rotas como el mundo, sin ir más lejos. Ese lugar sobre el que caen bombas —ellos las oyeron— pero que es también el lugar donde los gorros juegan con viento. Como las golondrinas, las abejas, los chincoles. “No podemos manejarlo todo sin la ayuda de expertos, —decía Korczak— y el niño es el experto”.
Oscurece en la capital de Polonia, país que desde el inicio de la guerra ha registrado la entrada de más de tres millones de ucranianos. Sale la luna y algunos —la luna, desde arriba, no sabe si se trata de adultos o niños— se asoman a mirar por las ventanas de edificios en su mayoría reconstruidos tras la Segunda Guerra Mundial. En silencio, tal vez se hacen preguntas parecidas a la que se hizo alguna vez el escritor italiano de libros para niños Gianni Rodari: “¿Será la luna de Kiev tan bonita como la luna de Roma, será la misma o es sólo su hermana?”.
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