David Vicente maneja en las páginas de Esto podría ser un gambito de dama, pero es una canción de amor (Almuzara) una suerte de personajes reales y ficticios que mezclan sus vidas haciéndonos creer que todo lo que hemos leído es auténtico, y por eso se cura en salud con un Previo a la lectura, para que no nos creamos nada, o mejor, para que creamos que los personajes no son reales, pero que gracias a su mano de sutil narrador parece que lo son.
Y como el lector hará como yo y recurrirá a Google para cerciorarse de que estos personajes existieron o no, con lo que voy a decir ahora no desvelo nada de la trama porque seguro que ese es también parte del juego que David Vicente plantea durante toda la novela, porque el que se nombra como Feliks Dzerzhinsky ha existido y ha sido el fundador de la policía secreta; que Boris Pugo, a quien se nombra, ha sido dirigente del PCUS; que la ajedrecista Elena Ajmilovskaia, importante personaje en esta novela, existió; tanto, que en 2012, año importante en el libro, un diario escribió una noticia referida a ella y John Donaldson, que está en la novela, y Georgi Orlov, su entrenador durante la época soviética, que está en la novela, y por supuesto, Leontxo García, periodista experto en ajedrez.
Todos estos personajes, según el preámbulo que ha escrito David, son de ficción; claro que como buen manipulador de las palabras, David dice también que son todos de ficción, tal y como están descritos y concebidos por él. El matiz es importante.
En conclusión, lo que quería resaltar con esto es que la realidad y la ficción bien ligadas producen ese tercer elemento que llamamos verosimilitud y que es el verdadero sustento que hace creíble cualquier relato.
En la historia de la ficción, al menos en lo que va desde Homero pasando por Dante y Cervantes, por los escritores europeos y los narradores americanos del norte y del sur del siglo XX, la ficción se justifica por sí sola, forma parte central de la tradición del pensamiento humano y por tanto no necesita defensa alguna. Pero, y aunque no es nueva, de un tiempo a esta parte se presiente una corriente social que trata la ficción como un mero entretenimiento y no es momento ahora de analizar cuáles son los componentes que la están llevando a una especie de marginalidad, pero tengo para mí, que son preocupantes y que en algo se parecen a esa falta de liderazgo que, en todos los ámbitos, estamos padeciendo.
El escritor que decide plasmar su vida en una autobiografía no siempre sabe si lo que está contando es la verdad de los hechos. Las nociones de las que se vale para recuperar lo vivido son las de la memoria, la imaginación, la experiencia, etc., nociones todas dudosas, que incluso él mismo podría poner en tela de juicio y es probable que su verdad no alcanzara el cien por cien exigible de que lo que nos está contando es algo que realmente ocurrió. Y con la biografía ocurre igual, o con la non fiction, género que ha dado joyas como A sangre fría, de Truman Capote. Pues bien, de todos estos géneros el único que no reivindica la verdad es la ficción. Y como el objetivo de la ficción no es la verdad sino la verosimilitud, las novelas –y esta de David Vicente también– tienen en cuenta el posible carácter contradictorio, que no siempre necesita ser entendido. Si tomamos al pie de la letra La metamorfosis, de Kafka, no podemos admitir el hecho de que un hombre, de la noche a la mañana, se transforme en una cucaracha: sabemos que es materialmente imposible, pero sabemos que no es imposible que uno, algunas mañanas pueda despertarse sintiéndose como una cucaracha.
David Vicente ha levantado una ficción que se sustenta en la verosimilitud. Parece real y de hecho, el narrador, a medida que avanza en la novela, lo sentimos cada más seguro, y a la manera de algunos clásicos se atreve a dirigirse al lector; aparece y nos zarandea con frases del tipo: “Me gustaría poder decirles que las cosas no sucedieron como ustedes se imaginan…” o “Supongo que, como avezados lectores, no habrán pasado por alto la frase que he utilizado en uno de los capítulos anteriores…”.
La habilidad de este narrador omnisciente, por ejemplo, hace que en la página 11 uno de los personajes esté mirando sin ver a través de los cristales de una habitación de hospital cómo un hombre baja de un taxi e intenta abrir el paraguas impedido por el viento. Un pasaje mínimo e intrascendente pero que el lector reconoce en la página 211 sin necesidad de que el narrador vuelva a aparecer para anunciarlo. La novela de David Vicente, fraccionada en capítulos cortos, da saltos temporales y espaciales, sin que el lector sufra por ello, y comienza y acaba en Alcalá de Henares, en diciembre de 2012, para pasar alternativamente por los años 80 de Hungría, Salónica, La Habana y la cárcel rusa de Perm en donde nuestro antihéroe, Viktor Bakatin, purgará un lamentable error. Un suceso en la vida de un ciudadano soviético que no ha sabido calcular el poder omnívoro del Soviet Supremo, como les sucedió también a los personajes de Milan Kundera en La broma o La vida está en otra parte. Todo el horror de la antigua Unión Soviética y sus áreas de influencia, con sus vidas sometidas al régimen del miedo a la delación y al gulag, pasa por esta novela de David Vicente, que es su Novela con ajedrez como tituló Stefan Zweig la suya, y a pesar de ese contenido sombrío del llamado socialismo real, que fue la más dura y negra manifestación de la irrealidad, casi de una ficción macabra, el narrador maneja los hilos del relato con maestría y no nos deja caer en ningún momento.
A pesar de la negritud de aquella época, digo, en esta magnífica novela hay sentido del humor y hay distanciamiento, y hay amor, amor a raudales, amor del bueno, del que lo deja todo y del que no pide explicaciones por nada. Con todos estos ingredientes la gravedad de los hechos narrados se adelgaza gracias a las dotes narrativas de David Vicente y ese trabajo bien hecho es la mejor recompensa para el escritor, que decía Sherlock Holmes de su propio trabajo de investigador. A estas alturas del siglo XXI, con la cada vez mayor cantidad de árboles que no dejan ver el bosque -los grandes grupos que emplean su dinero en armar de manera eficaz para sus intereses el mundo del entretenimiento, la cara menos amable de la política y la fijación obsesiva a que nos tienen encadenados; los medios de comunicación tradicionales, la simplista manera para comunicarnos que nos facilitan los medios digitales, y hasta el propio mercado editorial- hacen que esta sociedad amanezca cada día un poco más infantilizada, y por tanto con menos capacidad crítica, manipulada informativamente, recargada de datos pero vacía de contenido. Por eso creo en la capacidad salvadora de la ficción ante un ecosistema en extinción devorado por las grandes corporaciones y la revolución digital. Manuel Rivas, en su último artículo llamó a esta hecatombe “El estupor cultural” porque seguimos teniendo las cifras más bajas de lectura, según el CIS: el 36% de los españoles declara que no han leído nunca un libro. “No es una enfermedad”, escribe Rivas, “pero a la larga podría ser una peste”.
Hay personas que a cierta edad, más o menos provecta, suelen decir sin pudor alguno: “Yo ya no leo novelas, solo historia y biografías”, como si todos estos géneros fueran incompatibles, como si tras tantos siglos de novela y tanta experiencia lectora acumulada no nos hubiera enseñado que muchas veces, la ficción nos ha contado mejor la historia, incluso la intrahistoria de la que habla David Vicente en el previo a la lectura, como nos la han contado Víctor Hugo en Los miserables, Balzac en La comedia humana o incluso, y me atrevo a llegar hasta aquí, García Márquez en Cien años de soledad. Como nos la cuenta David Vicente en Esto podría ser un gambito de dama, pero es una canción de amor. Pero quien se jacta de no leer novelas es porque considera la ficción un asunto baladí, inconsistente, vacuo y fantasioso, ajeno por completo al mundo real. David Vicente remarca con esta novela la necesidad de la belleza y la «realidad» de la ficción.
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