Un hermoso bosque de tonos otoñales, un niño que juega armado con juguetes galácticos en medio de su señorial silencio, unos disparos, un cadáver al que unos personajes ignoran —o le roban los zapatos, o al que creen que han matado o por imprudencia o por defensa propia— y al que entierran y desentierran sin mucha ceremonia ni miramientos, para ocultar el hipotético crimen, un cadáver forastero que resultará que tiene lazos con una mujer que es la madre soltera y luego viuda del niño que descubre el cadáver, un ayudante de sheriff —nada agradable— que arregla coches antiguos y al que le ningunean el cadáver y el caso de su vida, un pintor que no vende cuadros y que cuando lo hace pide remuneraciones sentimentales, un capitán retirado de la mar que cuenta historias marinas tan improbables como sus escasas dotes de cazador, una solterona que quiere dejar de serlo… Pero… ¿quién mató a Harry? es una excelente, exuberante, secreta, íntima y muy divertida —aunque tarde en arrancar— comedia negra de Hitchcock, que la filma como si Inglaterra existiera en Vermont. Una comedia shakespeareana, pero mucho memos mitológica, más carnal, que El sueño de una noche de verano. Un cuento, una fábula moral, que no se puede contar a un niño, aunque sea el secreto protagonista de buena parte de la trama, y que cuando crezca y descubra los retazos que quedan de esa historia de un día de otoño en los bosques de Vermont moverá la cabeza comprensivo, pero no muy convencido de qué hay de verdad, de cuento o de mentira en ese lejano recuerdo hecho crónica. Bueno, como dice Garci que es el cine: de mentira pero sincero. Y mediando Hitchcock, siempre malicioso. Como si Hitch fuera un duendecillo que lo hubiera presenciado a hurtadillas y con una sonrisa irónica, semioculto entre la arboleda de ese bosque de Vermont.
The Trouble With Harry (Pero… ¿quién mató a Harry?, 1955) superficialmente no parece una película muy Hitchcock y, de hecho, menos en Europa que en Estados Unidos, desconcertó a los espectadores, ofreciendo un resultado, inicialmente, poco estimulante en taquilla. Paramount Pictures, con la que Hitchcock había formado un contrato muy sustancioso, no demostró mucho entusiasmo ni cuando el cineasta les comunicó su deseo de filmar la película ni a la hora de estrenarla, algo que molestó a Hitchcock, que quería rodarla a toda costa —le gustaba mucho la novela de Jack Trevor, quien había colaborado con Hitch en la película Champagne—. Ambientada en una Inglaterra rural, con unos personajes relajados y epítomes de ese understatement, esa forma relajada, reservada, que tanto interesaba al cineasta, esa manera de enfrentarse a la vida y sus circunstancias, la novela de Trevor, muy bien escrita, con estupendos y extravagantes personajes, diálogos y situaciones de comedia teñida de humor negro —con una trama ingeniosamente urdida alrededor de un conjunto de sospechosos susceptibles de poder haber matado a un desconocido que aparece muerto en un bosque—, reunía ese tipo de humor tan caro a Hitch: sardónico, provocador, desinhibido. De manera que Pero… ¿quién mató a Harry? anticipa sus trabajos para la televisión. Hitchcock jamás planeaba una película sin meditar cómo introducir humor y comedia en medio de la más espantosa tragedia, una manera de mostrarnos cómo en la vida la tragedia y la comedia a veces se deslizan en fronteras mutuas muy tenues.
Todos —o por lo menos buena parte de ellos— los ítems hitchcockianos están en esta película: los falsos culpables, en este caso todo un cuarteto; los problemas de un matrimonio mal concertado; los subtextos de enamoramientos a primera vista con implicaciones sexuales; el policía nada agradable; junto con ocasionales bromas o ironías, como mostrar un idílico Vermont, el corazón de una civilizada y rural Norteamérica, cruzada por un crimen y un cadáver al que se trata nada respetuosamente, o a unos millonarios fanáticos de un arte moderno de significados inesperados.
Incluso el habitual macguffin podríamos entender que es el cadáver de Harry Worp, al que los protagonistas del relato entierran y desentierran, con poco respeto hacia su condición, casi un juicio moral sobre un tipo que no parece nada agradable. Worp se casó con la novia de su hermano, al que habían asesinado y que esperaba un hijo de éste, y la abandona en una habitación de motel la segunda noche de la luna de miel, a consecuencia de la lectura de un horóscopo que le predice que no podrá acabar una tarea que ha emprendido. Cuando reaparece súbitamente en la vida de ésta, se comporta con prepotencia de maltratador y machismo indisimulado y, tras ser rechazado, es golpeado con una botella de leche por acosar y asaltar a la pobre viuda Mrs. Gravely, que se libra de sus brazos atizándole en la cabeza con el tacón metalizado de su zapato. De esa manera, el miserable Mr. Harry Worp no parece despertar simpatía alguna, y todos desean, para evitar sospechas, por resentimiento o por hartura, que desaparezca hundido en una fosa. Pero, no menos impertinentemente, Worp, como una criatura recurrente de Ionesco o Beckett, reaparece una y otra vez cuando es desenterrado, provocando un trasiego de idas, venidas, consultas, decisiones y contradecisiones, confesiones, culpabilidades y descargos de conciencia, como si el impertinente cadáver de Worp les concitara alrededor de un confesionario o el diván de un psiquiatra.
La novela de Jack Trevor y el guion de Hitch y John Michael Hayes se toman esa trama con distanciamiento, humor negro, profunda psicología de personajes que, de arquetipos, poco a poco y al contacto con la aparición o reaparición del cadáver de Worp, se convierten en seres humanos con una biografía personal llena de recovecos, soledades, frustraciones… y ternura. Por eso lo que sería una sardónica farsa o comedia negra, que lo es, se transforma en un retablo de solidaridades, esperanzas, amores; en una comunidad de intereses de la que escapan el doctor, que parece, absorto por la lectura de poemas, ausente del mundo, y Wiggy, el estrafalario y nada empático ayudante del sheriff —los policías en las películas de Hitchcock, por lo general, no suelen ser agradables y sí amenazadores—, incapaz de descubrir aquellas cualidades humanas: un tipo pegado a la realidad, que convierte a ésta en algo desagradable por vulgar y gris. Justo lo que no sucede con los cuatro protagonistas de este cuento, tan libres e inclasificables como entrañables. El pintor abstracto Marlowe, un notable John Forsythe, sincero y libre, es capaz al poco de conocer a Mrs. Rogers de decirle directamente lo guapa que es y a continuación de expresarle que le gustaría pintarla desnuda, obteniendo a cambio una limonada recién hecha y confidencias muy íntimas en la veranda de la casa.
Una secuencia, esta, la de las confidencias, en la que brilla ese talento natural, entre ingenuo y reflexivo, frágil y libre, de una deslumbrante Shirley MacLaine, que anticipa el personaje de la ascensorista de El apartamento. De esa misma manera Mildred Natwick, de estirpe fordiana, como Mrs. Gravely; o Edmund Gwenn, a punto de llegar a la Calabuch de Berlanga, el Capitán Wiles, componen con extravagancia entrañable unos personajes que son de carne y hueso en la estilización soñadora del cuento sobre el que se apoya el estilo y la trama de Pero… ¿quién mató a Harry?
Hitchcock filma este cuento, esta fábula moral, con una notable complicidad con la historia. Su clasicismo en la puesta en escena, realzada por la belleza de la fotografía de Robert Burks y los hermosos paisajes otoñales de Vermont, dibuja un montaje diáfano en el que el espectador se sumerge con confort, adentrándose en este mundo con reglas propias, relajo de convenciones y en el que un niño, huérfano de padre y que lo ignora —la inocencia que descubre el cadáver y pone en marcha el relato y que es usado por los adultos conspiradores para que lo cierre, descubriendo de nuevo el mismo cadáver porque ayer es mañana— puede entender que ayer es mañana y que un conejo muerto merece dos pasteles de arándanos y no uno solo. Hitch tiene trama, personajes y situaciones, y sobre ello proyecta burlando su habitual retablo moral sobre las relaciones humanas, complejas y a la vez elementales, mezcla de virtudes y defectos, de secretos y mentiras, de amor y desamor, de miedo y de esperanza. Un movimiento de cámara nos conduce de la asombrada y perpleja mirada de la tendera Wiggs y del pintor Marlowe a Mrs. Gravely, que contempla y sostiene una taza, «una taza de hombre», proclama, un icono, o un anzuelo, de su reprimida vida sexual, que necesita a un hombre en casa. O cómo en el anochecer, con los cuatro protagonistas recortándose sobre el horizonte azul del cielo, pueden pensar en que oyen el paso de una diligencia fantasma de la que habla todo el mundo desde hace doscientos años, o por qué se abre imprevistamente la puerta de un armario, como si Worp se manifestase incómodo por su trasiego en el enterramiento y desenterramiento.
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The Trouble with Harry (Pero… ¿quién mató a Harry?, 1955). Producida por Alfred Hitchcock para Paramount Pictures. Productor Asociado, Herbert Coleman. Dirigida por Alfred Hitchcock. Guion de John Michael Hayes, basado en la novela de Jack Trevor. Fotografía de Robert Burks, en VistaVision y Technicolor. Música de Bernard Herrmann. Vestuario, Edith Head. Montaje, Alma Macrorie. Interpretada por Edmund Gwenn, John Forsythe, Shirley MacLaine, Mildred Natwick, Jerry Mathers, Royal Dano, Mildred Dunnock, Parker Fennelly, Barry Macollum, Dwight Marfield, Philip Truex. Duración: 99 minutos.
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