Dudo de la sabiduría de quien dijo que las hijas de los matrimonios pobres heredan la belleza de la madre. Debería ser cierto, por esa justicia sublime que la idea implica. Pero dudo mucho de que lo sea. Ni son bellas todas las esposas pobres, aunque por la abnegación que implica la pobreza conyugal merecerían serlo, ni son sus hijas las primeras herederas de sus fisonomías. Muy por el contrario, a mí se me antojan los varones más proclives al legado de la fisonomía materna. Ahora bien, de una u otra manera, todo lo antedicho es subjetivo, mera especulación sobre un tema en el que no soy ningún experto. Me limito a rendir culto a la belleza femenina sin buscarle explicación.
Sí creo que intentó hacerlo Peter Fonda, o al menos lo parecía, visto desde la cartelera española, a la que Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) no llegó hasta el 76, cuando una censura que ya se empezaba a relajar —su supresión data de noviembre del 77— consintió la exhibición en las salas autóctonas de la cinta más celebrada de Fonda —amén de coprotagonista fue coguionista y el productor—. Una vez más, execro absolutamente que se estrenase con un título tan desatinado como Buscando mi destino. Hoy quiero llamar la atención sobre el estigma que marcó la filmografía, y probablemente toda la experiencia existencial, de Peter Fonda. Bien podría decirse que nació para ser eclipsado. Por su padre, Henry Fonda, uno de los grandes intérpretes del Hollywood clásico; por su hermana, Jane —una de las mujeres más grandes que dio el amado siglo XX—; por su hija, la maravillosa Bridget —una de las actrices más encantadoras del Hollywood finisecular—; e incluso por su amigo Dennis Hopper —coprotagonista de Easy Rider—, compañero en el aprendizaje en las producciones de Roger Corman y en el amanecer de la sedición juvenil californiana.
Aunque es algo sabido para cualquier estudioso de aquellos años gloriosos —los 60, cuando alboreaba la sedición juvenil que a finales de la década alcanzaría su apogeo—, conviene recordar que Peter Fonda fue uno de los detenidos en los disturbios de Sunset Strip. Inspiración de «For What It’s Worth (Stop, Hey What’s That Sound)», sin duda la canción más recordada de Buffalo Springfield, en sus estrofas se alude al motín que conoció lo que entonces era la zona de Hollywood animada por los bares de copas y rock & roll favoritos de la juventud. Un área que se extendía entre el Sunset Boulevard y Crescent Heights. Allí se bebía en establecimientos como el Pandora’s Box o el Whisky a Go Go. Este último, precisamente, tenía a los Buffalo Springfield como banda local.
Mediaba 1966 cuando el trasiego de melenudos y aprendices de toxicómanos, entre quienes se confundían los últimos beatniks con los primeros hippies, comenzó a indignar al vecindario. Así las cosas, las autoridades de Los Ángeles dictaron ordenanzas que prohibieron el merodeo por el lugar e impusieron el toque de queda a las diez de la noche. La respuesta de los sediciosos, que se vieron privados de su derecho inalienable a la libre circulación, no se hizo esperar. Convocaron una manifestación para la noche del doce de noviembre y todas las emisoras locales de rock & roll se hicieron eco de la cita con la debida antelación. La repetían una y otra vez, como si fuera una de las canciones que promocionaban.
Y bien es cierto que, en la noche indicada, muchos datan el comienzo de una rebelión que tuvo uno de sus pilares en la música favorita del Diablo y la juventud de entonces: el rock & roll. En aquella sazón, el pelo largo era el mayor signo externo de rebeldía, y la toxicomanía —entendida como una liberación— iba detrás. Un millar de melenudos y aprendices de toxicómanos acudieron a Sunset Strip. Aunque al principio se trataba de una manifestación pacífica, los disturbios violentos no tardaron en producirse. Es más, noche tras noche se prolongaron hasta fin de mes.
Dicen los expertos que aquel motín determinó el comienzo de la contracultura estadounidense. Lo cierto es que todos los bares acabaron por cerrar. Dada la proximidad de las residencias de la alegre colonia de Hollywood, hubo varios hijos de aquellos desahogados que participaron en el motín. Peter Fonda, junto a su amigo Jack Nicholson, fue uno de los primeros detenidos. La prensa de todo el país publicó fotos que le mostraban esposado por la policía. Seguro que, al verlas, Jane se sintió orgullosa de su hermano pequeño. Pero aquello determinó su trabajo posterior. El actor incipiente, que apuntaba maneras de galán tímido, en la línea del Warren Beatty de entonces —con quien coincidió en el reparto de Lilith (Stuart Rosenberg, 1974), un acercamiento a la locura protagonizado por Jean Seberg— murió el mismo día que la rebeldía del hijo de Henry Fonda se dio a conocer.
Mientras el primer motín joven inspiraba cintas como Riot en Sunset Strip (Arthur Dreyfuss, 1967), una de las primeras protagonizadas por Mimsy Farmer, y una discografía considerable que abarca temas de Frank Zappa y The Mothers of Invention —Plastic People—, The Mamas and the Papas —Safe My Garden—, Joni Mitchell —I’ll Even Kiss a Sunset Pig— y hasta formaciones tan inocuas como The Monkees —Daily Nightly—, el joven Fonda era presentado en publicaciones como Playboy como uno de los principales cabecillas de aquella revuelta. Enemigo declarado del establishment, era, además, todo un apóstol del LSD-25, aún legal. Se dijo entonces que, en el 65, durante una visita de The Beatles a Los Ángeles, Fonda, merced a su amistad con algunos miembros de The Byrds, tuvo oportunidad de compartir un ácido con los británicos. Sí señor, el joven Fonda, además de heterodoxo por su espíritu contestatario, era un alucinado inequívoco.
Antes de que, a raíz del uso que se hacía de él en esos ambientes, el ácido lisérgico fuera prohibido, Peter Fonda protagonizó una de las primeras cintas que referían la experiencia con este alucinógeno. El viaje (1967) fue su título y Roger Corman, el rey de la serie B, su realizador. En efecto, en la misma medida que el Hollywood comercial y esa televisión en cuyas series comenzaba a despuntar le fueron dando de lado, el joven Fonda se acercó a la órbita del rey Midas del bajo presupuesto. De esta forma se apartó de las pantallas tradicionales para acercase a la escuela donde se estaba formando la generación que iba a cambiar Hollywood a partir de finales de los 60. Puesto a ello, había protagonizado junto a Bruce Dern y Nancy Sinatra Los ángeles del infierno (Roger Corman, 1966), sobre los temidos motoristas californianos.
Llegado el momento de producir Easy Rider, Fonda recurrió a Corman, pero éste redujo su participación sustancialmente respecto a lo esperado. Dado el panorama, el propio Peter tuvo que correr con una buena parte de la producción. No hay duda de que mereció la pena. No sabría dar las cifras exactas, pero Easy Rider es una de las películas baratas, muy baratas, que han dado más dinero. Hoy es un mito por su banda sonora —The Band, The Byrds, The Jimi Hendrix Experience, Steppenwolf— y por su apología de la sedición juvenil de la época. Pero cinematográficamente deja mucho que desear.
Puestos a hablar de filmes de hippies, la obra maestra es Zabriskie Point (1970), del gran Michelangelo Antonioni. Ambientada en los disturbios del campus de Berkeley, Mark (Mark Frechette), su protagonista, es un joven que, tras matar a un policía en una refriega, emprende la huida. En su evasión se encuentra con la bella Daria (Daria Halprin) y juntos llegan al este del Valle de la Muerte, a esa parte de la sierra Amargosa conocida como Zabriskie Point. Allí, entre las dunas sedimentadas caprichosamente durante milenios, la pareja tendrá esa experiencia lisérgica correspondiente a cualquier cinta de hippies que se precie. Como la del Mardi Gras de Nueva Orleans de Easy Rider. Pero plásticamente mucho más bonita. Las fantásticas formas que adopta el desierto en Zabriskie Point son mucho más sugerentes que los burdeles de Nueva Orleans, por donde alucinan Wyatt (Fonda) y Billy (Hopper), a los que nos ha llevado el cine con tanta frecuencia.
Y si hablamos de road movies de hippies, aunque Easy Rider fuera la primera, la obra maestra es Two-Lane Blacktop (Monte Hellman, 1971). Ésta sí admite su título español: Carretera asfaltada en dos direcciones. Como Fonda, Hellman también fue acólito del gran Roger Corman, el maestro de la serie B, el mago del cine barato. Pero el nervio de Hellman fue mayor, y más atinado que el de Hopper, puesto a contar la experiencia de un conductor —incorporado por el mismísimo James Taylor— y un mecánico —a quien recrea Dennis Wilson, el batería de The Beach Boys— buscándose la vida en carreras ilegales, a través del sudoeste de Estados Unidos, en las que participan con su Chevrolet del 55. Eran otros tiempos y han quedado muy atrás.
Aunque, a raíz de los pingües beneficios que dio Easy Rider en la taquilla —por cierto, merecedora en Cannes del premio al mejor director para Hopper— la industria rehabilitó a Peter Fonda, el actor nunca acabó de incorporarse a ella del todo. Interpretó a su último hippie —un desertor de Vietnam— a las órdenes de Robert Wise en Encuentro en Marrakech (1973). Para entonces ya se había dado a conocer como realizador con un neowestern, El hombre sin fronteras (1971). Pero para sus colegas era complicado trabajar con él, ya que nunca acabó de plegarse a las exigencias de la industria estadounidense.
A medida que avanzaban los años 70 se fue prodigando en cintas de acción, de escaso presupuesto, que utilizaban su apellido como reclamo publicitario.
Volvió a la televisión, y entre telefilmes y cintas menores, la filmografía de Peter Fonda se prolongó hasta su muerte en 2019. Abarca más de un centenar de títulos.
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