Tokio, ciudad desbordante. Recuerdo las vistas nocturnas desde el edificio del Gobierno Metropolitano. Los helados de té matcha. Akihabara, paraíso para amantes de los videojuegos. Los ropajes de los actores de kabuki, las luces de neón, la música machacona anunciando los salones de pachinko, las máquinas expendedoras, el calor… y los cuervos. Cuervos, sí. El Parque Ueno —quizás el principal de la capital nipona— era refugio para estos pájaros posados en las ramas bajas, sobre el tejado del santuario de Tōshō-gū o que caminaban junto a las raíces de un ginkgo. Me sentía observado —¿vigilado?— por aves negrísimas y solitarias, y no podía evitar pensar que, como hubiera dicho David Lynch (1946), los cuervos no eran lo que parecían. Su mirada brillante contrastaba con el cielo lluvioso y plomizo de mediados de octubre. ¿Me estarían leyendo la mente? ¿Sabrían algo que yo desconocía? Desde luego, esa fue la impresión que me dejaron; la de haber encontrado sombras, sombras que custodian historias olvidadas.
Contamos con un narrador excepcional: Kazu —que, por cierto, se pronuncia igual que la palabra «números»— es un hombre mayor que pone fin a su vida lanzándose a las vías del tren de la famosa línea Yamanote. Pero su espíritu permanece. Y, de un modo similar a lo que sucedía en A Ghost Story (2017), de David Lowery (1980), no solo está atado a un presente que continúa sin él, y al que asiste en calidad de testigo invisible, sino que, como la propia línea de tren, su memoria da vueltas constantes alrededor de una existencia marcada por la miseria, el trabajo inclemente y un álbum familiar con huecos desoladores. Acompañamos a esta ánima atormentada en un viaje entre fogonazos que, por momentos, también me retrotraen a Into the Void (2009) —la obra más lisérgica y mística del polémico cineasta francés Gaspar Noé (1963), inspirada en el Libro tibetano de los muertos. Y es que la parca siempre camina a nuestro lado: hay quienes se van en la flor de la vida y son llorados en modestos entierros budistas a la espera de su retorno como bodhisattvas. Quienes amanecen fríos dentro de una humilde tienda de campaña. Quienes dejan de moverse en el lecho conyugal, sin molestar. Y quienes son arrastrados por una ola titánica que nada respeta.
La mirada de Miri acoge a los sin techo que pueblan el parque Ueno, hombres y mujeres derrotados por una sociedad y un sistema de gobierno que nunca los ha tenido en cuenta; aunque las efemérides de Kazu —su propio nacimiento o el de su hijo— han transcurrido parejas a las de la familia imperial japonesa, su trayectoria vital no ha podido estar más alejada de la del emérito Akihito (1933) y el actual emperador Naruhito (1960). La autora humaniza a quienes sobreviven en la indigencia, del mismo modo en que Satoshi Kon (1963-2010), gran maestro del anime, hizo con la tierna Tokyo Godfathers (2003). Peones en el boom de la construcción, tipos que faenaron en una mar esquilmada, padres sumidos en el remordimiento y la vergüenza de las deudas, madres forzadas a prostituirse que hacen cola junto a sus vástagos para recibir un plato de arroz. Personas de carne y hueso cuyo nexo con una biografía anterior se ha debilitado hasta romperse.
Leeremos el Japón del estancamiento económico, el Japón del tsunami, las guerras y los terremotos, el del desastre de Fukushima y los correctos —pero evasivos— mensajes institucionales, el Japón que renuncia a su pasado samurái en la batalla de Shiroyama, el Japón supersticioso, el de las familias separadas por abismos, el de los locales de azafatas y las parejas de amigas que se desahogan sobre sus maridos. Escrita antes de las Olimpiadas, la novela refleja la rabia de unas clases humildes que asisten a la construcción de grandes complejos deportivos para los que sí parece haber recursos de sobra. También puede leerse como una crítica feroz al engañoso discurso de la superación constante y el trabajo como motor vital —especialmente dañino en un contexto donde el karoshi, que es como los japoneses denominan a la muerte por exceso de trabajo, es ya un fenómeno global que deja miles de muertos cada año.
Miri, nacida en Japón de ascendencia zainichi —inmigrantes coreanos durante la ocupación nipona— lo logra, y con sobresaliente: dudo que se haya publicado en las últimas décadas libro más representativo —y a la vez hermoso— sobre la cara B de la sociedad japonesa. Todo porque la autora ha aprendido a dialogar con las sombras, a bucear en la memoria silenciada, a escuchar sus lamentos. Y a darles la voz que merecen.
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Autora: Yū Miri. Título: Tokio, estación de Ueno. Editorial: Impedimenta. Traductora: Tana Ōshima. Venta: Todostuslibros, Fnac, Casa del Libro, Amazon.
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