¿Cómo se hacen las cosas que uno no sabe cómo las hace? Si logro contestar a esto tendré el artículo para el making of, me digo. Imagino que el making of de algo es todo lo que condiciona e influye a ese algo sin aparecer explícitamente en él. Como me cuesta distinguir lo que está dentro de lo que está fuera, tal vez esto no sea exactamente un making of.
Un relato, más que una novela o un ensayo, se conduce con sus propias reglas, pero resulta difícil explicar la causa primigenia del incendio, la chispa de desasosiego que me impulsa a escribir.
En La naranja fue la imagen, o más que la imagen, la idea, de una naranja en la oscuridad de una caja de mensajería a punto de ser entregada: algo tan domestico y críptico como recibir un paquete por sorpresa, algo tan rutinario como una estrella que arde oculta a los ojos de todos.
El origen de Todas sus ciudades sí que está en una imagen precisa: la fotografía de un adolescente leyendo en una biblioteca devastada por los bombardeos en el Londres del año 1940. Lo que impulsó las primeras frases fue la extrañeza de sus manos sucias sosteniendo un libro abierto y la concentrada armonía con la que leía entre las ruinas. Algo así siempre es inquietante.
Tal vez la escritura de Ombligo. Trigal. Megavatio. Cresta empezó con la desazón que me invadió al descubrir en El infinito en un junco, de Irene Vallejo, la renuencia de los patricios romanos a leer en voz alta (antes, mucho antes, se leía en voz alta, ya que consideraban que prestar su voz a las palabras de otros era un acto equivalente a ser sodomizado). Quien se ha visto atrapado por la voz de un autor y se ha descubierto repasando mentalmente la lista de la compra con el fraseo fluido y musical de un Cortázar que se revuelve dentro de ti como un alien juguetón no puede pasar por alto esa idea, descabellada y terrible, sin el impulso de argumentar inútilmente en su contra. A veces un relato también es una forma de no conseguir la calma.
Mao Tse Tung sostenía que la dialéctica entre contrarios impulsa la historia (con minúsculas, aunque también podría ir con mayúsculas). ¿Qué tiene que ver el apellido Restrepo con la visión de un ataúd en medio de un sembrado de flores amarillas?
Ir de A a B casi siempre implica no solo a todo el abecedario, también requiere averiguar por qué cuatro seres huyen por un páramo al anochecer o por qué una soga rodea sus cuellos para formar un cuadrado. Desgraciadamente, creo en la geometría y en Kafka, y el presentimiento de que cualquier figura plana (triángulo, cuadrado, círculo) divide el mundo euclidiano entre lo que queda dentro y lo que queda fuera. Nos advierte de que ambos espacios, el de dentro y el de afuera, son la misma cárcel. Por eso tal vez Kafka On the Road inició su camino.
En Ledesma A es el cielo castellano atravesado por la luz y B es el sótano de un balneario. Y, entre ambos, el recuerdo de un padre muerto altera la memoria y descompone la realidad. Vestir ese trayecto requirió tres años de escritura y montañas de frases desechadas que al corromperse fueron abono para lo que vino después. Las genealogías crecen de una manera similar.
Otras veces la intuición original es mucho más abstracta. ¿Puede el humanismo hegemónico dar paso a otro humanismo menos humano, más animal, más vegetal, y evitar así la negligente destrucción del planeta? Esta pregunta acompaña los temas de reggaeton que se suceden en la falsa boda ibicenca de Copacabana, y ni los novios ni el diyei tienen la respuesta. Quizás la niebla sí que la tenga, la niebla tiene respuesta para casi todo.
Es posible que dentro de la mayoría de estos relatos hierva la necesidad de buscar la épica de lo cotidiano (y de lo no cotidiano también). Ellos, los relatos, no yo, se dejan arrastrar por el héroe ante el dragón o por el antihéroe ante un plato de lentejas. Es posible que ambos, el héroe y el antihéroe, se necesiten en un mundo en el que dragones y lentejas son igual de inhóspitos. Es también posible que ambos, el antihéroe y el héroe, necesiten del metal narrativo de la cuchara o la espada para sobrevivir. Pero tan solo es eso: una posibilidad. O el símbolo de una posibilidad.
Creo en los símbolos porque incluso para decir que sin los símbolos no somos nada necesitamos el símbolo del cero; son el centro gravitatorio del lenguaje, lo que da peso a los sonidos, lo que clava la palabra al mundo y nos mantiene alerta al borde del caos. En los sistemas caóticos, una ínfima variación de las condiciones iniciales altera las consecuencias de una manera fatal. La escritura es sin duda un sistema caótico, pero un sistema al fin y al cabo, con sus dinámicas y sus constantes.
He hablado ya de las condiciones iniciales de mis relatos y sus consecuencias imprevisibles, y no sería honesto dejar de abordar los dos temas a los que recurro una y otra vez sin saber que lo hago: la muerte y la pérdida de la identidad. Mis relatos los abrazan hasta darles una forma que me hace sospechar que ambas cosas son la misma: recobrar la identidad cuando entramos en crisis es, en cierta manera, una lucha contra la muerte. Una ruptura amorosa, la pérdida del empleo, los desencuentros familiares, la decepción en la amistad son amenazas comparables a la extinción de la especie y nos obligan a replantearnos todas nuestras coordenadas vitales con urgencia para reconstruirnos.
Escribir estos relatos no solo fue una oportunidad para reconstruirme, también fue un acto de reconocimiento al que cualquiera puede acceder con solo leerlos: «Ese otro soy yo también», dicen ellos, los relatos. Creo que esto es una invitación: ya dije que lo mismo no era exactamente un making of.
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Autor: Javier Pillastre. Título: El relámpago y después el trueno. Editorial: Pez de Plata. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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