Allan Grant fue uno de los grandes reporteros gráficos de la legendaria revista Life, referencia obligada en la historia de la prensa estadounidense. Quizás por ello fue el primero que fotografió a Marina Oswald —la esposa del asesino de John Fitzgerald Kennedy— y el último que hizo otro tanto con Marilyn Monroe. Porque, aunque tiende a pensarse que la actriz concedió su última sesión fotográfica a Eve Arnold, la colaboradora asidua del Sunday Times de Londres, lo cierto es que los últimos clichés de Marilyn los tomó Grant. Todo un documento gráfico en el que la estrella, alucinada, sentada sobre una silla, se ríe y evoluciona a su antojo.
Sí señor, quien se interese por lo que había tras los tomavistas en el Hollywood de los 40 y 50 tiene mucho que ver y descubrir en la mirada de Grant a las estrellas. De todo ese carrusel de imágenes que el archivo de este fotógrafo nos propone, yo me quedo con una instantánea fechada en 1948, por su singularidad y por cuánto demuestra. Se trata en realidad de una secuencia, de varias fotos fijas secuenciadas, como la de esa última sesión de Marilyn.
En este caso es Ava Gardner, quien se divierte muy animada en un bar de Hollywood —se está celebrando una fiesta de Life precisamente— donde comparte mesa con Howard Duff —un intérprete de reparto que nunca llegó a mayores— y Dizzy Gillespie. De ahí mi sorpresa. Pero no sólo es eso: en los primeros positivos la actriz, además de gafas, luce una gorra de marinero; en los últimos, la clásica boina que durante tanto tiempo cubrió la cabeza de quien, junto a Charlie Parker, fue el máximo representante del bebop y, por ende, del jazz moderno. Se ve que Ava bromea, con una espontaneidad infrecuente en aquella época entre las estrellas, como ya lo era ella en el 48, y los músicos como el gran Gillespie.
Dadas las circunstancias, son varias las conclusiones a las que llego. La primera, que a la actriz le gustaba tanto el jazz como a Julio Cortázar, quien, como es harto sabido, entre otras exaltaciones de esta música registradas en su obra, dedicó uno de sus relatos más célebres, El perseguidor, a Charlie Parker. Sí señor, a Ava Gardner le gustaba tanto esta música como a Antonio Muñoz Molina, otro reconocido amante del jazz, quien probablemente tuvo mucho que ver con que el propio Gillespie interpretase al Bill Swann de El invierno en Lisboa (José A. Zorrilla, 1992), la adaptación de su novela homónima. Ni que decir tiene que esta cinta también contó con un score de Gillespie.
La propia Ava, cuyo segundo marido fue ni más ni menos que el clarinetista, compositor y director de orquesta Artie Shaw, uno de los grandes de la era del swing, nos refiere su temprana pasión por esta música en sus memorias, Con su propia voz (Grijalbo, Barcelona, 1990): “Yo me había criado en la época de las big bands, adorando cada nota que tocaban las más famosas orquestas”, recuerda en la página 121.
Casada con Shaw apenas doce meses, los que se fueron entre el 45 y el 46 —nunca le duraron mucho los maridos—, en ellos tuvo tiempo de ser una de las primeras personas que escucharon a Billie Holiday —la gran Lady Lay, que la llamaba siempre Sinatra, tercer marido de Ava— como vocalista de la orquesta de Shaw. En fin, menudean los datos que demuestran que a miss Gardner —siempre volvía a la soltería y a los amantes efímeros— el jazz la entusiasmaba tanto como al bueno de Woody Allen.
Pero a lo que voy es a cómo esa pasión nos demuestra que Ava, aunque ya era una de las estrellas prominentes del Hollywood clásico, también era una de sus grandes heterodoxas. Por eso la tengo en lo más alto de mi parnaso cinéfilo, por su amor al jazz y por su creación de Kitty Collins, su personaje en Forajidos (Robert Siodmak, 1946), la mujer fatal más arrebatadora de toda la historia del cine, mi dilecta.
El jazz y el cine nacieron a un tiempo: en las postrimerías de la centuria decimonónica. El título de El cantor de jazz (Alan Crossland, 1927), que pasa por ser la primera película parlante, no ha de llamar a engaño. En realidad, se trata de otra ofensa más de la pantalla a la comunidad afroamericana. Es la historia de un tipo que se tizna la cara para ridiculizarlos y cantar imitándolos frente a una audiencia blanca, que se hubiera sentido agredida frente a verdaderos negros, práctica abominable con la que fue a acabar la orquesta de Artie Shaw precisamente. Pero, en lo que a la gran pantalla se refiere, pese a ser su contemporáneo, el cine no incluyó al jazz en sus bandas sonoras hasta bien entrados los años 50 —el score de Johnny Mandel para ¡Quiero vivir! (Robert Wise, 1958), el de Duke Ellington para Anatomía de un asesinato (Otto Preminger, 1959), el de Billy Strayhorn para Un día volveré (Martin Ritt, 1961)—, cuando el jazz asistía a una eclosión internacional que en algunos aspectos presagió la que viviría el rock & roll en los años siguientes.
Al buen entendedor no le hará falta discurrir mucho acerca del motivo de que el romanticismo alemán primase antes que el jazz en la música de Hollywood. De ahí que la confianza entre Ava y Gillespie, que se percibe en la foto de Grant, sea una prueba irrefutable de la heterodoxia de una de las estrellas más rutilantes del Hollywood de su tiempo. Lo normal frente a un jazzman, entre las actrices de los 40 —que, por supuesto, no acostumbraban a compartir mesa con ellos—, era esa sensación, entre la desconfianza y el recelo, que transmite el gesto de June Allyson, en su papel de Helen Burger. Hablamos de la esposa de Glenn Miller, cuando éste —encarnado por James Stewart— le presenta a Louis Armstrong en Música y lágrimas (1954), el espléndido biopic que el gran Anthony Mann dedicó al malogrado Miller. Antes de perderse, en el 44 y en el canal de La Mancha, el rastro del avión en el que volaba para entretener a las tropas estadounidenses destacadas en Francia, Miller tuvo tiempo de ser otro de los grandes de la era del swing.
Y hay más, otro signo inequívoco, aunque más sutil, de la heterodoxia que se detecta en la pasión jazzística de Ava. Particularmente me toca más de cerca, porque es el que trajo a mi queridísima ciudad a la más heterodoxa —y alucinada, a tenor de sus borracheras— de las estrellas del Hollywood clásico. No es otro que aquella sublime, proverbial, sintonía existente entre el lirismo del jazz y del flamenco. Sobre el particular, no es baladí que ambas músicas tengan su origen en el sentir de etnias despreciadas. Ava Gardner también amaba el flamenco —en sus juergas se pasaba noches enteras bailándolo— y esa, amén de los toreros, fue una de las razones de que, en el primer tramo de su exilio, fijase su residencia en Madrid.
Llegó a mi ciudad en el esplendor de su belleza, para iluminar con ella todo un big time del Madrid del siglo XX. “En diciembre de 1955, poco antes de cumplir los treinta y tres años, hice algo que amenazaba con hacer desde hacía tiempo, algo de lo que nadie me creía capaz” (op. cit. Pág. 284). “No, no se trataba de dejar el mundo del cine, pero sí de algo parecido. Dejé los Estados Unidos para siempre y me establecí en España”.
Dicen los sabios que la autarquía, a la que se vio abocado nuestro país cuando en el 45 las democracias occidentales lo sometieron al bloqueo por las complicidades del régimen con el fascismo y el nazismo durante la guerra, finaliza en 1959, con el Plan de Estabilización de aquel año y la visita de Eisenhower en los mismos meses. Pero yo, como ya he tenido oportunidad de expresar en estos mismos artículos, prefiero creer que la autarquía española acabó con la llegada al país de los del cine, que Ava simboliza y representa mejor que nadie.
Cuando la actriz se instaló en Madrid —primero en La Moraleja, en lo que con los primeros militares de la base de Torrejón ya empezaba a ser una auténtica urbanización estadounidense; luego en un hotelito del Viso, que se llamaba en aquel Madrid a aquellas viviendas unifamiliares—, ya había interpretado a los grandes personajes de su filmografía, dos de los cuales —la Pandora Reynols de Pandora y el holandés errante (Albert Lewin, 1951) y la María Vargas de La condesa descalza (Joseph L. Mankiewicz, 1954)— ya la habían traído a trabajar España.
También había sido la Julia Laverne de Magnolia (George Sidney, 1951) y la Eloise Kelly de Mogambo (John Ford, 1953), que siempre consideró el “pináculo” de su filmografía, el único de los trabajos que le mereció una nominación al Oscar correspondiente, estatuilla que al final fue a distinguir, por su creación de la princesa de Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953), a Audrey Hepburn. Aunque igualmente admirada, cumple apuntar que Audrey, junto a Grace Kelly, fue la gran bendita del Hollywood de aquella época, máxime frente a miss Gardner, la gran heterodoxa. En cualquier caso, la maravillosa Ava nunca se sintió a gusto entre aquella alegre colonia, y prefería a los españoles de la autarquía.
“Nunca me había gustado Hollywood (ibidem). No era mi lugar favorito, por decir algo; me parecía, por turnos, provinciano y superficial. Sencillamente, yo no encajaba con la forma en que se hacían las cosas en la capital del cine (…). Y si no me había dicho nada Hollywood en sus días de gloria, me resultaba todavía menos atractivo ahora que las cosas parecían venirse abajo”.
Abundando en sus recuerdos, la actriz continúa: “Y luego estaba España. No sé si era el clima, la gente o la música. Pero me había enamorado locamente del lugar desde que llegué allí unos años antes. Estaba tan poco estropeado en aquellos tiempos, era todo tan dramático, tan histórico”. Pero lo que en verdad la enamoró, por encima incluso de los toreros, fue el español, nuestro idioma: “Cuando lo escuchas hablar y lo entiendes, resulta tan puro y musical que es una delicia para los sentidos. Me sentía emocionalmente próxima a España (…). Y los españoles respondían a mi presencia aceptándome sin preguntas, lo cual no debió de resultarles fácil. Era una mujer sola, divorciada, no católica y actriz. Al fin y al cabo, yo representaba todo lo que ellos no aprobaban”.
Toreros o no, desde Tossa de Mar hasta Torremolinos, donde aún la recuerdan calles y monumentos, todos los españoles la quisieron. Las españolas ya era otra cosa. Lucía Graves —la hija de Robert Graves, el maestro de la novela histórica—, fue la elegida por la propia Ava para la traducción de sus memorias al español. Por la amistad que unió al escritor inglés —vecino de Deyá desde el 46— con la intérprete estadounidense, Lucía la conocía desde que era pequeña. Aún recuerda cuando, siendo una niña, tenía que mentir a la madre superiora del colegio donde estudiaba y decir que iba a buscar a una tía, para ir a recibir a Ava Gardner al aeropuerto de Palma de Mallorca. La actriz era el pecado para las monjitas. Pero a los paisanos se les iluminaba la cara al hablar de sus míticos amores. Manuel Vicent sostiene que era de esas mujeres a las que embellece el estar ebrias.
No sin cierta sorna, la actriz llamaba papaíto a Hemingway después de haberle interpretado en tres ocasiones: fue la Cynthia Green de Las nieves del Kilimanjaro (1951) y la Brett Ashley de Fiesta (1959), ambas de Henry King, como había sido la Kitty de Forajidos, también basada en un relato de este autor. Pues bien, Hemingway decía que Madrid es la ciudad más española de España. Ésa precisamente es la causa —y no la cantinela del centralismo, la contaminación y las grandes distancias— del odio que tienen a mi ciudad los enemigos españoles de España. Pero ése también fue el motivo de que la legendaria Ava Gardner eligiese Madrid para vivir aquí su heterodoxia. El procedimiento fue muy semejante —aunque a la inversa— al que en 1810 había llevado a Jose María Blanco White, uno de los grandes heterodoxos españoles, a fijar su residencia en Londres.
El Madrid de Ava Gardner fue el mismo que en el 58 vio morir de un ataque al corazón a Tyrone Power y, a partir del 61, asistió a la decadencia del gran Nicholas Ray; el Madrid de aquel big time que nos trajeron las coproducciones internacionales. Dicen que Sinatra le escribía aquí con regularidad para volver a retomar lo suyo. Pero Ava, que en la intimidad nunca dejó de escuchar los discos que Frankie grabó para la Capitol en los años 50, prefería las noches flamencas de Los Gabrieles y el Villa Rosa, los cócteles de Chicote y el chocolatito con churros en San Ginés para acabar la velada.
Sólo salía de mi ciudad para esas actuaciones estelares del tramo final de su filmografía, en las que, de una u otra manera, se interpretaba a sí misma. De todo ese periodo sólo cuentan Siete días de mayo (John Frankenheimer, 1964) y La noche de la iguana, realizada por John Huston ese mismo año. Cuando trabajó por segunda vez para Huston —El juez de la horca (1972)— ya no residía en Madrid. Se marchó en el 68, cuando Juan Domingo Perón, su vecino en El Viso, comenzó a quejarse a la policía de las juergas que la actriz organizaba en su casa.
Debo confesar que veinte años después, en el Madrid de mi juventud, me emborraché muy a menudo en los mismos bares donde bebía ella hasta alcanzar esa ebriedad que la volvía aún más guapa. Hubo noches que incluso lo hice escuchando «I’m a Fool to Want You», la canción cuya letra inspiró Ava a Sinatra. Grabada para la Columbia en el 51, hoy es un estándar del cool jazz. Me gustaba escucharla en la voz del gran Chet Baker, imaginando que esa noche iba a ver a Ava Gardner bebiendo en la misma barra.
Barrera Sol y Sombra Preferente en Las Ventas, sin ser yo taurino, aunque sí antiantitaurino; progre como ella, Ava, si se tercia. Frank estaba celoso de Dominguín y por eso odiaba cantar «My Way».