Podría decir que de alguna manera el origen de mi último libro, Escribir en la nieve, un conjunto de breves biografías sobre los grandes genios de la literatura rusa, se remonta a una tarde calurosa de comienzos de junio de 1992.
Como había sucedido con otros libros, leía Crimen y castigo porque era de obligada lectura en el instituto. Pero recuerdo perfectamente que mientras mis compañeros se saltaban las páginas o bostezaban ante ellas, yo devoraba la historia de Raskólnikov sin descanso, bajo la sombra del ahuehuete, el árbol más antiguo de Madrid (se cree que más de 400 años) que está situado en el Parterre, a la entrada del Casón del Buen Retiro.
En un banco de madera, o a veces sobre el césped, me pasaba horas leyendo el libro. La historia me había enganchado desde las primeras líneas y avanzaba con voracidad. Pero cuando de verdad aquello hizo clac y me di cuenta (sin ser muy consciente de ello) de que estaba ante algo sublime fue el momento en que Raskólnikov toma la decisión de asesinar a la vieja.
Bajé el libro y me quedé con la mirada perdida, enganchada la imaginación en aquella escena que para mí era más real que la gente que paseaba por el Retiro. Seguí leyendo: Raskólnikov respira hondo y, tras llevarse una mano al corazón que le late con fuerza, empuña el hacha y empieza a subir hasta la cuarta planta, dispuesto a matar a la anciana entre un mar de dudas e inseguridades. Luego empuja ligeramente la puerta, alza el arma y se dispone a incrustarla en la cabeza de la vieja.
De pronto las preguntas se me agolpaban: ¿quién es este escritor?, ¿de dónde sale?, ¿en qué año fue escrito esto?, ¿este hombre era de este mundo?, ¿qué otros libros había escrito?, ¿eran todos así de buenos?, ¿qué otros escritores rusos había?, ¿conocía a alguno más?
Fue así como llegué a Los hermanos Karamázov, a El idiota, a El jugador, y de ahí a Tolstói, que era su gran rival literario, y que había sido conde y luego un viejo anarquista, excomulgado por la iglesia ortodoxa, y después vino Chéjov, un médico tuberculoso que anduvo toda su vida enfermo, y Gógol, que vivió entre delirios constantes queriendo ser al final de sus días un místico y que había escrito una novelita portentosa, Tarás Bulba.
Y luego descubrí que había existido un tipo llamado Maiakovski, que vestía camisas amarillas (el color del futurismo) y que se había pegado un tiro en el eje del corazón después de haberlo sido todo en la Rusia de los años veinte, y aparecieron Bulgákov, que había estado enganchado a la morfina, y Platónov, que había acabado siendo un pobre barrendero en Moscú sin poder publicar una sola línea en vida, o Pasternak, que había tenido que renunciar al Premio Nobel de Literatura para no perder su asignación mensual de escritor.
Todas esas lecturas, todas esas indagaciones sobre sus vidas, desde aquel caluroso verano de 1992, me han conducido hasta este libro, que he publicado este 2022, treinta años después, casualmente también en el mes de junio. Escribir en la nieve es, en el fondo, un homenaje a aquel lector voraz que descubrió, casi por casualidad, una de las literaturas más fascinantes de los dos últimos siglos, la rusa.
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Autor: Santiago Velázquez. Título: Escribir en la nieve: Veinte breves biografías de genios de la literatura rusa. Editorial: Caligrama. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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