A cuantos hablan con desdén del “cine literario” y para ellos lo es todo aquel que no tiene puñetazos, persecuciones vertiginosas o fanfarrias de John Williams, cabría decirles que, en el cine, todo lo que no es literatura es fontanería. Me explico: una película es literatura porque es una narración —o un ensayo (documental) o, incluso, un poema en imágenes— y todas las técnicas puestas en marcha para contárnosla pueden entenderse como mera fontanería. Exactamente igual que la fontanería propiamente dicha es todo un tinglado de tuberías y demás artilugios para que al abrir el grifo salga el agua. O para evacuarla si es lo que se tercia.
Hiroshima, mon amour (1959), la primera de esas películas, integró, junto con Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959) y Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960), el tríptico inaugural de la Nouvelle Vague. El bello Sergio (Claude Chabrol, 1958) había llegado antes, pero su éxito fue menor. Pues bien, aquel primer largo de Resnais contaba con un libreto de Marguerite Duras. Aunque algunos de los críticos más sesudos sostienen que la que habría de ser una de las autoras más leídas del siglo XX en la lengua de Baudelaire aún no pertenecía al Noveau Roman, el caso es que Moderato cantabile, la novela de Duras que suele incluirse dentro del canon de aquella nueva novela francesa, llegó a las librerías en 1958. Y lo hizo, además, con el sello de Éditions de Minuit, la editorial preceptiva de aquella narrativa.
Alain Resnais, quien ya se había hecho notar como un auténtico biblioencandilado con uno de sus brillantes cortometrajes —Toda la memoria del mundo (1956)—, un espléndido documental sobre la Biblioteca Nacional de París, debió de ser uno de los lectores más entusiastas que tuvo esa historia de Anne Desbaresdes, su hijo, las lecciones de piano que toma el muchacho y las conversaciones sobre el reciente asesinato que nos cuenta Moderato cantabile, de modo que en cuanto tuvo oportunidad de poner en marcha el primero de sus transportes a la memoria recurrió a Marguerite Duras para el libreto, y este fue el de Hiroshima, mon amour.
Meses después, habida cuenta del clamoroso éxito internacional, y de crítica y público, de la película, Resnais repitió la operación. En esta ocasión recurrió directamente al heraldo del Nouveau Roman, Alain Robbe-Grillet. El resultado fue igualmente brillante: El año pasado en Marienbad (1961). Es éste un filme elevado, sublime y pleno de esas reiteraciones que propugnaba aquella nueva narrativa francesa. Pero dejemos a Robbe-Grillet, quien también fue un cineasta de filmografía considerable, para más adelante y vayamos con Marguerite Duras, una de las plumas más celebradas tras la cámara y la más coherente con su faceta literaria cuando se desempeñaba como cineasta y viceversa.
No suelo leer guiones, por la sencilla razón de que son obras incompletas, cuya lectura sólo concierne a los responsables de la película de la que son el embrión. Incluso esos falsos libretos, que no son sino descripciones de lo mostrado en los planos de la cinta extraídos de un visionado en la moviola —quiero recordar los del gran Godard, traducidos en 1973 por Miguel Marías para la colección Libro de Bolsillo de Alianza Editorial— dejaron de interesarme al cabo de los años, cuando pude ver los filmes en cuestión.
Ésa es desde entonces mi regla, a la que sólo he hecho una excepción: Hiroshima, mon amour. Fue en febrero de 2003, después de haber visto la película varias veces, mientras escribía La Nouvelle Vague: la modernidad cinematográfica (T&B Editores, 2003 y 2009). Pero, tanto o más que por lo que aquella excepción pudiera aportarme en aquel momento, me decidí a leer el libreto de Hiroshima, mon amour por lo estrechamente ligada al cine que estaba esa nueva novela francesa de los años 50 que se alzó por igual contra las inercias del realismo de Balzac y Stendhal, el naturalismo de Zola y Maupassant y, sobre todo, contra el compromiso político reclamado por Sartre.
La historia del filme es bien sabida: una actriz francesa, que se encuentra en Hiroshima rodando una película pacifista en la que da vida a una enfermera, tiene una aventura, inexorablemente efímera, con un arquitecto japonés. Cuando el tipo se resiste a dejarla marchar y quiere volverla a ver, Ella —ése es el único nombre por el que se la conoce— comienza a evocar en Él a su primer amor. Fue aquél un soldado alemán al que conoció en Nevers, su ciudad natal, cuando el militar fue a curarse una mano herida a la farmacia de nuestra protagonista. Tras una primera resistencia, Ella se enamoró de aquel otro Él.
Ya en la retirada del ejército alemán, mientras su soldado la esperaba para huir juntos, alguien le disparó. Ella lloró sobre su cadáver hasta que se lo llevaron. Tras la liberación fue rapada por sus compatriotas. Aquel escarnio era el destino reservado a las mujeres que habían amado al enemigo. Exactamente igual que el que aguardaba a aquellas otras que, para poder comer, se habían prostituido con ellos. Encerrada en el sótano de su casa por sus padres, cuando a Ella volvió a crecerle el pelo se marchó a París a escondidas. Nevers y aquel amor quedaron para siempre atrás, como una nebulosa maldita.
Hasta ahí, más o menos, es hasta donde llega la película. La similitud de las imágenes es asombrosa. Pero, al fin y al cabo, es lo que cabe esperar. De ahí que tengan más interés las anotaciones que Duras hace respecto a la realización. Destaco entre ellas dos que Resnais tuvo en cuenta. La primera, que el japonés —incorporado por Eiji Okada— no debía tener muchos rasgos de su nacionalidad. En caso contrario, la aventura parecería algo exótico y, por lo tanto, racista. La segunda, que la actriz —recreada por la maravillosa Emmanuelle Riva— interpretase a una enfermera, todo un mito erótico masculino, como también lo fueron para las mujeres que protagonizaban las novelas de Duras los amantes asiáticos.
La escritora y cineasta pasó la guerra en París, en la Resistencia, hasta que su célula —todos ellos infiltrados en organizaciones colaboracionistas— cayó. No se puede afirmar que el español Jorge Semprún —otro futuro guionista de Resnais— también perteneciese a ella, pero sí es un hecho constatado que ya se conocían y participaban en los mismos debates políticos. Apenas quedaban unos meses para la liberación de la capital cuando el grupo al que pertenecía la escritora fue disuelto por la Gestapo. Ella pudo escapar, pero su marido, Robert Antelme, sufrió el horror de los campos de concentración hasta que François Mitterrand, el futuro presidente de la república francesa, lo localizó en Dachau en abril del 45. Al volver a casa, maltrecho después de tan sobrecogedora experiencia, Marguerite Duras permaneció a su lado para atenderle, aunque ya no le quería. En aquellos meses supo de la suerte reservada a las traidoras por amar a un enemigo. Y las comprendió como comprendía a las europeas que amaban a un asiático. Saque el lector sus propias conclusiones, considerando todo esto respecto al libreto de Hiroshima, mon amour.
Nacida en las proximidades de Saigón en 1914, cuando Vietnam era la Indochina francesa, los padres de la futura escritora y cineasta fueron unos docentes que, a diferencia de tantos otros colonos, hicieron que sus hijos crecieran junto a los niños nativos. Esto hizo que la futura cineasta dominase a la perfección, desde la infancia, el vietnamita.
En realidad, su debut en la pantalla se produjo cuando René Clément, uno de los grandes mercenarios de la puesta en escena del cine galo, adaptó Un dique contra el Pacífico en This Angry Age (1957). Pero fue tras haber sido uno de los pilares de la primera búsqueda de Resnais en la memoria cuando los acólitos del maestro llamaron a la puerta de la escritora. Para uno de los más aplicados, Henri Colpi, la autora concibió el libreto de Una larga ausencia (1961). Su asunto giraba en torno a una mujer que cree reconocer a su marido, desaparecido durante la guerra, en un vagabundo que pasa delante del establecimiento que regenta a las afueras de París. Un año antes, en el 60, Peter Brook había adaptado Moderato cantabile. Es decir, desde su colaboración con Resnais la pantalla se interesaba por la escritora tanto para encargarle libretos originales como para adaptar sus novelas.
Como realizadora emplazó su cámara por primera vez en el 67 para el rodaje de La música —sobre un matrimonio que se reencuentra tres años después de su separación para firmar la sentencia de divorcio— que también fue su primera colaboración con Delphine Seyrig, quien habría de ser eso que llaman “una actriz fetiche” de la escritora, como ya lo había sido de Resnais, por otro lado.
Ya sin Paul Seban, con quien codirigió La música, Marguerite Duras se afianzó como una cineasta heterodoxa por su absoluta preocupación por el trasvase de la literatura al cine. Esto la llevaba a un discurso tan experimental como el del mismo Resnais. Pero, al igual que en el caso de su maestro con el tomavistas, la experimentación nunca impidió que el cine de Duras interesase a las audiencias cultas. Alucinada empezó a serlo a partir de 1975, cuando comenzó a ser ingresada con regularidad en diversas clínicas para desintoxicarse de su alcoholismo.
Siempre concebidas a partir de textos autónomos, al margen de su faceta literaria propiamente dicha, llegaron entonces sus cintas fundamentales. Détruire dit-elle (1969) versaba sobre la melancolía de una mujer, Elizabeth Alione, interpretada por Catherine Sellers. La femme du Gange (1974) venía a ser más de lo mismo, Catherine Sellers tenía como partenaire a Gérard Depardieu en una de sus primeras creaciones. En gran medida, la incorporación de grandes actores a sus repartos hizo que el cine de Marguerite Duras, mucho más de filmotecas y de festivales que de salas comerciales —lo que también confirma su heterodoxia—, llegase a distribuirse en el circuito de la versión original, como el resto del cine de autor. India Song (1975) —sobre la esposa de un diplomático que dado el tedio que siente en el destino de su marido decide tener varios amantes ante la indiferencia del dignatario— fue su obra maestra. No en vano incidía en varios de los parámetros del universo de la escritora.
Muy personal y siempre interesante, la filmografía de Marguerite Duras, llena de todas esas variaciones sobre el mismo tema canónicas en el Nouveau Román, se prolongó hasta Les enfants (1985), a lo largo de 22 títulos.
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