Las ciudades en el aire
Más que en un limbo, que es lo que correspondería en puridad, cada vez que piso un gran aeropuerto me siento igual que si me inmiscuyera en el noveno círculo del infierno. Durante años la aerofobia me mantuvo prudencialmente alejado de estas instalaciones que sólo visitaba cuando era absolutamente imprescindible y casi siempre bajo la tutela de alguien que, más experto que yo, me indicaba el itinerario que debía seguir por sus recovecos intrincados y los protocolos estrambóticos—saca tarjeta, factura maleta, quita cinturón, vacía bolsillos— que todo viajero debe cumplimentar a modo de penitencia antes de embocar el despegue. En los últimos tiempos —y felizmente superado aquel pánico a verme suspendido entre las nubes, encerrado en un armatoste de tonelaje inverosímil—, he terminado por hacer un máster acelerado en el que no acabo de graduarme por mucho empeño y muchas buenas intenciones que le eche, alumno desaventajado de un laberinto en el que me pierdo irremediablemente cada vez que mi maleta desaparece en la cinta transportadora y me encuentro a merced de lo que las aerolíneas quieran dictaminar. Este viaje comienza agitado: son dos compañías distintas las que me llevarán en volandas sobre el Atlántico para salvar por tercera vez en mi vida la distancia que separa Europa de América, y las medidas sanitarias de los tiempos pospandémicos se han aliado con diversas pejiguerías administrativas para que una de ellas sea incapaz de entregarme la tarjeta de embarque del último vuelo, el más importante de todos en tanto que es el que realmente me conducirá a mi destino. La circunstancia me regala un tránsito descabalado por las instalaciones de la terminal cinco de Heathrow, que recorro igual que un pollo sin cabeza, sorteando colas pantagruélicas y bullicios que entremezclan más de dos y más de tres idiomas, hasta dar con una pequeña máquina salvadora que finalmente me expide el ansiado documento. Los aeropuertos generan un desosiego vacilante, una inquietud extraña, en el alma de quien los atraviesa sin esperar de ellos más que una salida pronta hacia el futuro inmediato, con esa vocación suya por situarse al margen del mundo y del espacio, ciudades clausuradas y suspendidas en un marasmo inconcreto donde se anula el presente y nos quedamos a solas con los recuerdos fabricados antes de entrar en ellos y las expectativas en torno a lo que habrá de venir después. La terminal de Heathrow, tan impersonal como cualquier otra, dispersa a la gente por salas inmensas y pasillos larguísimos por los que circulan y se relajan los cuerpos igual que almas en pena a la caza y captura de una rendición imposible. También en el Infierno hay clases: paseamos por una larga ala reservada a personas pudientes donde una sucursal de Tiffany’s enseña a quien ose inmiscuirse en su interior que el lujo no es algo a lo que puedan aspirar fácilmente los mortales; ante ella, una cafetería decorada con ribetes deliberadamente helénicos recuerda que la ostentación acostumbra a ser el trayecto más corto hacia la horterada. Unos pasos más allá, las tiendas para menesterosos acogen el hacinamiento puntual de cientos de personas que, apuradas, intentan hacerse con unos botellines de agua, unas bolsas de patatas fritas o unas tabletas de chocolate para sobrellevar los rigores del vuelo que los aguarda. Me hace gracia que mi primera incursión en Inglaterra vaya a limitarse a este babel descabalado en las afueras londinenses, y me pregunto si del paisaje humano que se despliega ante mis ojos se puede extraer alguna conclusión acerca de la idiosincrasia del país y de su capital, o si cualquier regla que uno quiera extraer se limitará única y exclusivamente a los muros de este laberinto huérfano de mitologías y pródigo en minucias mundanas, ciudad que juega a ser un pórtico del cielo y se sabe condenada a ser puerto de paso, uno de esos no lugares en los que nos sentimos atrapados un tiempo y que luego se nos desvanecerán en la memoria, relegados por lo que habrá de venir una vez se los abandone, absorbidos por las oscuridades en las que envolvemos aquello que consideramos prescindible.
Montreal, visión nocturna
Enfilan los relojes las fronteras de la medianoche cuando abandonamos el aeropuerto y tomamos el taxi que nos acerca a la ciudad. La primera percepción de Canadá sorprende en tanto que contradice todos y cada uno de los tópicos que uno ha venido acumulando a lo largo de los años acerca del país. No hay limpieza, ni orden, ni mucho control, y apenas concierto, en las desastradas dependencias del aeropuerto donde la recogida de equipajes se convierte en una aventura con final agridulce que arroja estampas poco afines a lo que uno espera de estas latitudes, y tampoco parece tenerlo la ciudad que vamos intuyendo al otro lado de la ventanilla. Sus primeros perfiles la aventuran caótica, conformada a partir de unas leyes carentes de cualquier tipo de lógica. Se recortan sobre el fondo las siluetas iluminadas de edificios mastodónticos que contrastan con las casas diminutas y oscurecidas entre las que circulamos por avenidas con dimensiones de autopista, canales de ingreso y evacuación por los que llegan y huyen quienes vamos o venimos sin intención de quedarnos mucho tiempo. La opulenta Rue Sherbrooke regala la fachada, vocacionalmente neoclásica, del Museo de Bellas Artes, que se levanta junto a un edificio cuyas hechuras quieren recordar vagamente a las del Dakota neoyorquino. Todo aquí parece oscilar entre el vanguardismo y lo neogótico, y en medio del cansancio extremo inducido por las muchas horas de vuelo que llevamos a las espaldas y el desfase horario que nos amartilla la conciencia, Montreal se nos antoja una suerte de imitación de Gotham City, por más que no esperemos encontrar en ella superhéroes capaces de solventar los embrollos provocados por British Airways y su peculiar política de atención a los viajeros. En la Avenue du Parc, al pie del Mont-Royal, se entreven figuras brumosas de transeúntes solitarios con ropas raídas. Desde la ventana de la habitación, sobre la cumbre de la pequeña montaña que ha visto germinar a su alrededor la ciudad que ahora nos acoge y en la que pasaremos los próximos días, una cruz luminosa adorna el cielo oscurecido como una advertencia o una premonición. Desde las alturas de la décima planta del hotel, veo a un hombre caminar de un lado a otro de la acera, igual que un alma que hubiese extraviado su destino. El cuarto huele a cerrado y, abotargado por el sueño, encuentro bajo la cama una anilla que acaso perteneció al último huésped que pasó por aquí antes de que yo llegara, como si secretamente hubiese querido dejar huella de su estancia para evitar que su rastro se convirtiera en una sombra difusa, o que se confinara su recuerdo en el caprichoso desdén del calendario.
Los vagabundos de la Avenue du Parc
Los vemos el primer día y volveremos a encontrarlos todos los demás, cada vez que a la mañana, muy temprano, salgamos del hotel para desayunar en el Milton, y también cuando al caer la tarde regresemos de nuestras exploraciones urbanas. Son hombres y mujeres de razas diversas —los hay caucásicos, los hay negros, los hay asiáticos— que deambulan por la acera o acampan directamente en ellas sin más propósito que el de dejar que las horas transcurran. Se arraciman a las puertas de Nôtre-Dame-de-la-Salette y se increpan o se ríen en función de la circunstancia, lanzan miradas distraídas a quienes se cruzan con ellos y se entregan a soliloquios que suenan más o menos iracundos a medida que el día avanza y deja patente que tampoco en esta ocasión habrá esperanza. Algunos han formado parejas y se acarician con esa ternura que sólo puede nacer del desamparo compartido, otros permanecen en soledad y beben de botellas andrajosas o rebuscan entre las basuras algo que llevarse al estómago o al hígado, hay uno que abre de vez en cuando la gabardina para que los transeúntes aprecien las llagas de su cuerpo lacerado por la desesperación y la intemperie. Profieren gritos que suenan como aullidos y que se oyen aun desde el interior de la cafetería. Los observamos desde el otro lado de la cristalera y nos preguntamos si fue el naufragio de sus mentes la premonición de la indigencia o si más bien fue ésta la que propició el derrumbe. No ocultan que están solos. Pese a las estridencias, tampoco pueden ocultar que están tristes. Nos conmueven y nos aterran a la vez sus estampas desarrapadas, sus andares encorvados y dudosos, las sonrisas que pese a todo componen de vez en cuando, como si ellos mismos fueran conscientes del estupor que causan en quienes se los encuentran y pretendiesen esconder su miseria con los ropajes de la cortesía. Los vemos pelearse y abrazarse a través de las cristaleras del Milton y nos avergonzamos de celebrar esta eventualidad de encontrarnos al otro lado de la acera, ése que ellos observan de reojo, acaso con la misma desconfianza con que nosotros escrutamos sus andanzas, sabedores de que la calzada que nos separa esconde en verdad una frontera que no van a poder atravesar nunca.
Su excelente artículo, sr. Barrero revela como en la descripción de un viaje se puede describir toda una sociedad decadente. Vagabundos. Los grandes arrinconados, olvidados, apartados del sistema neoliberal. La verguenza de un sistema que no funciona para todos. Los excluidos de las leyes de mercado y de la competitividad excluyente. Neoliberalismo, utopía perfecta para los que viven en la élite. Vagabundo, posibilidad real para todos los demás, cuando el sistema ya nada puede extraerte.
Pero, en el otro extremo, la otra utopía, también es descorazonadora, irreal y esclavizadora. Occidente se tiene que rediseñar sin volver a las utopías…