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Hay alguien

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XLIX: HAY ALGUIEN

El piso estaba bien, eso no podían negarlo. No tenía tanta luz como el otro, por supuesto, pero, para compensar, era bastante más grande, y estaba recién reformado, como se apresuró a indicarles la mujer de la agencia.

—Lo acaban de pintar; ventanas nuevas; despensa; los suelos, acuchillados no hace ni un mes… —enumeró la entusiasta señora, taconeando con brío sobre el parqué.

—Es más oscuro —insistió Ana, tozuda.

Mabel puso los ojos en blanco.

—Que sí, cariño, que sí —concedió—. Es que esto no es un séptimo, es un cuarto, ¿qué esperabas?

Se habían enamorado irremediablemente del séptimo, pero, para su desgracia, una pareja de funcionarios jubilados había hecho una oferta con la que no podían competir. Ni en sus mejores sueños. Con todo, Mabel se mostraba optimista, como siempre. Ana, también como siempre, le sacaba pegas a todo.

—Claro, el otro piso daba enterito a Arquitecto Fernando Blanco —dijo la agente inmobiliaria—. Muy luminoso, las cosas como son, pero en esa avenida hay un tráfico insufrible, además de un serio problema con lo del ocio nocturno, ya sabéis. Aquí, en cambio, tenéis los dormitorios hacia Carmen de Miguel, que es una calle peatonal tranquilísima. La propietaria ha dicho que está dispuesta a bajar el alquiler, pero solo si respondéis ya. Le urge bastante, la verdad. Pensadlo, porque no vais a encontrar un chollo como este en pleno centro.

No iban a encontrar nada ni remotamente parecido. Así que aceptaron.

—Menudo pasillo —refunfuñó Ana, aceptando su amarga derrota—. Como para entrenar una media maratón…

—Me gustan los pasillos largos —remató Mabel, inasequible al desaliento.

Ciertamente, era un pasillo largo. De unos catorce metros, a ojo de buen cubero. De los que se estilaban en los pisos antiguos. Tenía forma de ele, dejando el salón al fondo de la vivienda. Justo antes de doblar la esquina, estaba el dormitorio principal.

—Qué mal rollo —se estremeció Ana la primera noche, asediadas aún por cajas y maletas, apostada en el quicio de la puerta—. Desde aquí se ve el recibidor. No mola nada.

—Amor, eres una agonías —le reprochó Mabel, sin perder la sonrisa—.
Deja de quejarte y ven a la cama de una vez.

Para ella era fácil despreocuparse. Tenía un carácter alegre, casi irreverente. Ana, en cambio, sufría de una tendencia natural hacia lo sombrío, seguramente porque, desde niña, lidiaba con el tormento de su morbosa imaginación. Quizá por eso fue ella quien lo vio. Con esa sensibilidad que solo poseen quienes perciben más allá de las sombras.

Llevaban menos de una semana instaladas. Era sábado, en plena madrugada. Mabel dormía como un tronco, una bendición reservada a mentes sencillas y lógicas, como la suya. Ana estaba desvelada, maldiciendo por lo bajo contra el amortiguado griterío que llegaba desde la cercana avenida y sus siete mil cuatrocientos bares. Jamás lo hubiera admitido ante su mujer, pero tuvo que rendirse a la evidencia: en el otro piso, aquel jolgorio había sido insoportable. Casi sintió pena por la pareja de jubilados, pero su pequeño y mezquino demonio interno se frotaba las manos con perversa satisfacción. “Juerga a cambio de buenas vistas. Os jodéis”, pensó, maliciosa. El karma se vengó instantáneamente de ella obsequiándole una inapelable urgencia que le pateó la vejiga sin contemplaciones. Haciendo un soberano esfuerzo, sacó los pies de la cama, buscó a tientas las zapatillas y salió de la habitación rumbo al cuarto de baño, intentando no tropezar con las últimas cajas que se amontonaban en la oscuridad. Finalizada la ingrata operación, volvió al dormitorio entre bostezos. Se giró, dispuesta a cerrar la puerta, y estuvo a punto de soltar un improperio al comprobar que había dejado la luz del servicio encendida. Gracias a aquel tenue resplandor, pudo verlo. Allí, al otro lado del pasillo en penumbra. Un ser pálido, espectral, moviéndose de un modo horripilante y antinatural, a trompicones, como una marioneta rota, o un autómata anticuado al que se le hubieran oxidado los engranajes. La criatura, fuera lo que fuese, resultaba vagamente femenina. Le pareció atisbar las guedejas de su pelo blanco y un par de ojos muertos, como dos trozos de carbón.

Sintió su pulso detenerse un instante, y cómo se acumulaban luego los latidos, ruidosos, como chiquillos escapando en tropel y tratando de atravesarle el pecho. Un relámpago frío le recorrió la espalda. Jadeó, sin poder evitarlo. Fue apenas un susurro, prácticamente inaudible desde tanta distancia. Pero aquello, no tuvo la menor duda, pudo oírlo. Interrumpió sus toscos gestos de títere de feria y se quedó inmóvil, como al acecho. Ana parpadeó, espantada, tratando de imponer orden en su confundida mente. Estaba alucinando, seguro. Estaba viendo un par de abrigos, la boina de Mabel, su bolso, el chal color crema de las pasadas Navidades. Todas aquellas prendas, colgando del perchero de la entrada, formando una silueta caprichosa capaz de provocarle un amago de infarto por su desatada fantasía. Ya casi se había convencido a sí misma cuando el ser torció sus labios en una sonrisa espeluznante, alzando su mirada negra hacia ella. Descarada, retadora. Como si dijera: “ven, si te atreves. Échame de aquí”.

Mabel pegó un brinco en la cama al oír el portazo. Frotándose los ojos, encendió la lámpara de la mesilla.

—¿Qué te pasa? —exclamó, apartando las mantas.

—Hay alguien… —balbuceó Ana, temblando.

Y eso fue todo lo que logró articular.

De no haber estado al borde de una crisis nerviosa, se habría muerto de risa al ver a Mabel: encarando al monstruo con todo su ardor guerrero, enfundada en un pijama de patitos y armada con un toallero metálico de saldo.

—¡Aquí no hay nadie! —protestó, indignada, volviendo sobre sus pasos—. Coño, pensé que había entrado un ladrón…

—Había alguien —murmuró Ana, estrujando una almohada contra su cuerpo—. Había alguien en la entrada.

Mabel, claro, terminó conmoviéndose. La abrazó, se mostró comprensiva. Incrédula, sí, pero atenta y cariñosa. Como una madre consolando a su hija tras una pesadilla. No le dio mucho más margen. Aunque no se quejaba, le irritaban profundamente las “ensoñaciones” de su mujer, y aquel carácter suyo tan nervioso.

—Lo que dices es que estoy histérica —le reprochó Ana, dolida.

Tuvieron su primera bronca seria en años. Pero, ¿cómo hacérselo entender a Mabel? Ella no veía aquellas cosas. Nunca las veía.

—¿Y qué? ¿Os hacéis al piso? —inquirió una tarde Gervasio, el portero, un hombre risueño de mediana edad, calvo como un huevo, que disfrutaba dando palique a quien se le pusiera a tiro.

Respondieron cordiales, sin entrar en detalles. Gervasio se apresuró a cargar con las bolsas de la compra, solícito.

—Remedios, la dueña, está encantada con vosotras. Ya sabe por los vecinos que sois muy educadas, no como los últimos, que menudas piezas eran. Todo el día a gritos, y con cuatro chiquillos sin civilizar. Claro, a ella le viene muy bien la renta, sobre todo desde que se tuvo que ir a la residencia, por la caída que tuvo, y eso. Como no tiene familia… Una pena que no se casara, dicen que era guapísima de joven, pero teniendo que ocuparse de la hermana y todo aquel lío…

—Ah, que tenía una hermana… —farfulló Mabel, sin ningún interés, rezando para que llegara el ascensor.

—Sí, sí, la pequeña, Olvido se llamaba —explicó el portero, encantado de poder exhibir sus conocimientos sobre el folclore de la finca—. La pobre… estaba medio ciega, y seguramente tocada del ala también. No salía nunca, porque era albina. No le podía dar el sol, vaya. Por lo visto andaba siempre fisgando por la mirilla de la puerta, aunque no sé para qué, si no veía un carajo… pero dicen que tenía un oído de tísica, que se enteraba de todo. Yo qué sé, se aburriría, la infeliz, todo el santo día metida en casa, ¿qué iba a hacer si no?

La subida hasta el cuarto piso se hizo eterna. No dijeron ni una sola palabra. Mabel fruncía el ceño y, a ratos, negaba con la cabeza, empeñada en no dar crédito a semejantes disparates. Ana apretaba los dientes, tratando de no acribillarla con reproches vengativos. Se detuvieron frente a la puerta. Mabel buscó la llave en sus bolsillos.

—Bueno, mira, ya sé lo que estás pensando, pero no es posible que creas que una historia tan ridícula puede…

Se quedó con la boca abierta al oír, alto y claro, el arañazo de la mirilla contra la madera. Un breve destello luminoso se proyectó en el pequeño ojo de cristal, desapareciendo al instante. Ana arqueó las cejas, recorrida por un estremecimiento en el que se mezclaron el terror y el alivio. Cogió las llaves, que se balanceaban entre los dedos de Mabel, aún petrificada, y las hizo girar en la cerradura. El recibidor estaba desierto. Un denso olor a lavanda y naftalina se les metió por la nariz. Con una mueca triunfal, Ana entró en casa y enfiló el pasillo.

—Te dije que había alguien.

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