La ciudad con dos almas
Se debate Montreal entre su genuina identidad norteamericana y su acendrada vocación europea. La primera se manifiesta en el skyline que componen los rascacielos en los que encontramos los foranos ineludibles referencias neoyorquinas, ese conglomerado de alturas que escrutan, mayestáticas, las aguas del río y jalonan avenidas de linealidad casi perfecta —la Rue Sherbrooke, la Saint-Urbaine, el Boulevard René-Lévesque— por las que se desenvuelven el torrente humano y los aluviones automovilísticos cuando tocan en el reloj las horas punta. La segunda se deja intuir en las elegantes zonas verdes que surcan las dársenas del puerto y el delicado orden de un downtown que olvida las pretensiones cosmopolitas y se complace en extraviarse en una algarabía cordial y sosegada que inunda callejuelas y placitas decoradas por el fulgor rojizo de las buganvillas al tiempo que se complace en los ecos francófonos de la larga conversación que mantiene la ciudad consigo misma. Los barcos de mercancías surcan parsimoniosos las aguas del río San Lorenzo, bajo la vigilancia atenta de la Torre del Reloj y la gran noria cuyas góndolas dibujan círculos perfectos en el cielo matutino. Recorremos sin prisa la madeja de callejuelas que se entrecruzan, sonreímos ante el desmelene arquitectónico de la ermita de los navegantes —o Nuestra Señora del Puerto, como la bautizó Leonard Cohen en «Suzanne»—, cuya fachada trasera parece el fruto de una pesadilla de Tim Burton, y exploramos las interioridades algo desvirtuadas del imponente mercado del Bonsecours sin dejar de sentir que nos encontramos en un lugar que presume de unas credenciales que, en puridad, no le corresponden, pero cuya posesión ostenta con gracia y sin el menor complejo de inferioridad. Toda cara tiene su cruz: el afán por importar a esta orilla del océano los tarros que custodian algunas de las mejores esencias europeas ha dado resultados que están muy lejos de agradar a quienes llegamos con el referente original bien incorporado a nuestro imaginario. La iglesia de Notre Dame quiso levantarse respetando las hechuras de la aún convaleciente catedral parisina, pero cualquier similitud termina por ser mera coincidencia. Raquel, cuando la ve, hace una broma que es al tiempo lúcida y sagaz: los encargados de la obra viajaron a Francia para conocer bien el modelo, pero en el viaje de vuelta lo olvidaron. La sede episcopal puesta bajo la advocación de la Virgen incurre en el pecado contrario: aquí sus promotores tuvieron la ocurrencia de replicar el Vaticano a escala, y el resultado fue tan perfecto que sólo podemos pasear bajo sus naves con una mezcla de sorna y estupor, como si en vez de en un lugar vocacionalmente santo estuviésemos deambulando por el interior de una maqueta destinada a entretener esas horas muertas que siempre acechan a las familias en sus vocaciones estivales. El teatro Fígaro, por su parte, emula la planta del célebre Palais Garnier, pero aquí el resultado sí tiene cierta gracia, quizá porque los maestros de obras entendieron que las dimensiones reducidísimas del solar exigían una interpretación libre más que una fidelidad inquebrantable. Lo observo de refilón la primera noche, mientras Nathalie nos explica que el mal estado de las calzadas tiene que ver con las temperaturas extremas que aquejan estas latitudes durante el año, y en los días siguientes tengo ocasión de detenerme en sus artesonados minuciosos, sus cristaleras modernistas, los ornatos que en su día pretendieron simbolizar un lujo inexistente y destilan hoy el aroma conocido y entrañable de los coliseos de barrio. Está en el corazón de lo que supongo que es el barrio judío, a tenor de los grupos de ortodoxos que a todas horas salpican las aceras, siempre en silencio y muy serios, como si fueran o volvieran de alguna misión trascendental e inconfesable, y no muy lejos de otro distrito mucho más bullanguero y colorido, aquél que tiempo atrás eligieron como reducto los latinos y que se dispone en torno a una cuadrícula perfecta cuyas manzanas buscan el encuentro entre el Boulevard Saint-Laurent y la Rue Rachel. Hay allí restaurantes capaces de fiar al extraño que se queda sin crédito en la tarjeta y vecinos predispuestos a la conversación cuando se los interroga a propósito de tal o cual detalle. Contrasta su calidez con la distancia que se advierte en las calles del duro centro, la Office montrealesa, donde los conductores de los autobuses públicos evitan devolverle a uno el saludo y las normas de la casa impiden que en pretenciosos restaurantes italianos los camareros dirijan siquiera la palabra a los posibles clientes que llegan sin reserva, igual que contrasta la aridez de ese cogollo económico y comercial con la tranquilidad que anida en las laderas del Mont-Royal, cuyos senderos se ven arrullados por el rumor amistoso de los árboles en el ascenso hacia el amplio belvedere que ofrece una visión casi general de la urbe, con sus bipolaridades y sus dilemas abriéndose en abanico ante la mirada de los extraños que se asoman a ella con la duda de si durará su estancia allí lo suficiente como para terminar de comprenderla.
Una viola da gamba
En casa de Susie Napper, un coqueto edificio que se alza en la Rue Sainte-Famille adosado a otros de similar vocación historicista, hay una biblioteca bien nutrida en la que me detengo a curiosear antes de integrarme en el barullo de la fiesta a la que estamos convocados. También reposa en un rincón un piano de cola sobre cuya tapa yace una viola da gamba. Comienza a extenderse un rumor que dice que el instrumento perteneció a Arcangelo Corelli. Corelli, que fue un compositor prestigioso en su tiempo al que terminarían debiendo mucho Bach y Händel, vivió toda su vida en Italia y su cuerpo reposa en el Panteón de Agripa, pero ahora más que sus vicisitudes biográficas me interesan las circunstancias que han llevado a que un artilugio que pasó por sus manos se encuentre ahora en Montreal. Le pregunto a su propietaria —que es una música y prestigiosa y lleva más de un cuarto de siglo avecindada en esta ciudad canadiense, donde fundó el festival de música barroca que aún dirige— y me cuenta que la viola que ahora vemos la construyó en Londres Barak Norman, un reputado lutier inglés, en 1703. Debió de ser un encargo de Matteis, discípulo de Corelli, que en 1702 viajó a la capital inglesa desde Roma con el propósito de adquirir allí instrumentos para su maestro. Regresó a Italia en 1704, pero no hay constancia por ningún lado de que llevase con él esta viola da gamba que terminaría muchos años después en posesión de quien hoy nos la enseña. Hay un detalle curioso: su mástil se remata con una reproducción de la efigie de Carlos I de Inglaterra, que había sido ejecutado en 1649, acusado de alta traición por sus maniobras en los prolegómenos de la Revolución Inglesa. La vida es rara, y lo es más aún cuando uno deja de estar y pierde así el escaso control que pueda tener sobre su discurrir. Quién le iba a decir a aquel monarca que su rostro inerte iba a decorar un instrumento, y cómo podía intuir el destinatario de éste que la viola da gamba que su discípulo encargó para él en Londres acabaría en esta casa en la que ahora la ven mis ojos, en una ciudad que apenas era más que un sueño por entonces y donde esta noche sus cuerdas vuelven a emitir el mismo sonido primaveral y reconfortante que pronunciaron cuando su fabricante las hizo sonar por vez primera, una tarde o una noche de hace más de trescientos años, con todo un mar de por medio.
El nacimiento de un himno
La llamada Marcha de Granaderos comenzó a conocerse como Marcha Real a partir del momento en que Carlos III la declaró «marcha de honor» y comenzó a sonar cada vez que los reyes hacían acto de presencia. Hay historiadores que le encuentran antecedentes en algunas composiciones militares que se interpretaban en tiempos de Carlos I, pero en el transcurso de una cena en un restaurante libanés en la que Veerle y Suzanne comienzan a charlar en torno a las músicas tradicionales, su influencia en las posteriores corrientes canónicas, Raquel trae a colación la influencia que en todo ese batiburrillo armónico pudieron tener las fuentes africanas y cuenta que también se ha emparentado al actual himno español con una composición que el filósofo y compositor árabe Ibn Bayyah habría pergeñado a finales del siglo XI o principios del XII a modo de introducción para una nawba o nuba andalusí, un tipo de melodías con las que se acompañaban letras de carácter amoroso. Ese carácter prologal lleva que esa parte de la canción no tuviera aún palabras que la arroparan, razón por la cual se habría seguido interpretando a lo largo de los siglos sin ningún tipo de acompañamiento verbal. La escucho en mi teléfono móvil y el parecido es tan evidente que no deja lugar a dudas. Los detractores de esta teoría —que, como era de esperar, existen— oponen que no existen documentos que recojan las creaciones de Ibn Bayyah, pero tampoco pueden refutar que la tradición andalusí de Marruecos había venido perpetuando esta misma melodía desde antiguo. Me divierte imaginar cómo deben de soliviantarse los patriotas de cartón piedra —tan dados a festejar reconquistas pasadas como si hubiesen sido un asunto propio y a excitarse con gestas acontecidas en alcázares, cuarteles y demás con tanto énfasis como si ellos mismos hubiesen estado allí portando armas y estandartes— al descubrir que la melodía que les emociona hasta las lágrimas en cuanto se alzan las banderas y se manosean determinadas palabras fue obra de los antepasados de quienes ahora consideran enemigos. Que no hay mentira más grotesca que la que habla de razas puras y hechos diferenciales. Que si algo enseñan el arte y la literatura es que todo se mezcla y se confunde porque ambos nacen de la vida, y cualquiera que haya vivido un poco sabe que es en las encrucijadas, en los encuentros, en los descubrimientos compartidos, donde acostumbra a nacer lo que de verdad perdura.
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