Escribí una parte de Roja catedral en el apartamento desconchado de mi familia, ubicado en un pueblo que sobrevive cada jornada a los lametones del mar. Por la noche salía al balcón sintiéndome triste y erotizada, como siempre que me concentro en mi poética, para que la luz giratoria del faro me acariciara cada vez que pasaba por mi edificio salado. Madrugué mucho aquellos días con el fin de darme un baño desnuda en una pequeña cala que hay cerca de casa. Así veía el amanecer, temblando en el agua de febrero, pezones duros, roce entre las piernas de criaturas sorprendidas que no esperaban por allí a nadie sin escamas. Pensando en el café con tostadas que vendría a continuación, pensando en las horas de escritura que tenía por delante, pensando en las habitantes de mi cuarto mental propio.
Una de estas presencias es la mujer que desató toda la fantasía Far West que ya comencé a explorar en mi poemario Todas mis palabras son azores salvajes y que resulta clave en Roja catedral. No sé cómo se llama, no sé nada de ella salvo que desbocó para siempre mi imaginario sensual y amoroso. Con quince años acabé pasando un verano en Ohio, larga historia que aquí no procede, pero me recogieron del aeropuerto un grupo de amigas que decidieron que esa noche nos iríamos de juerga. Era el principio de la década de los noventa y desde luego a ninguna nos pidieron el carnet para entrar en ese bar con luces de neón que había junto a un 7-Eleven. Cuando hablaba por teléfono a cobro revertido con mi madre siempre le decía: “¡Estados Unidos es exactamente igual que en las películas, mamá!”, pensando justo en ese local de música country donde había cowboys en la barra dándole al bourbon, una mujer que hacía covers de Dolly Parton al micrófono y gente que bebía Budweiser alrededor de un billar. Nos sentamos en una de las mesas y pedimos nachos y enormes jarras con hielo de pop, que es como llaman en Ohio a los refrescos. Cuando llevábamos un buen rato, una camarera se acercó con un vaso de lo que luego supe que era whisky con hielo y me lo puso delante. Con mi torpe acento de recién llegada al país le dije que yo no había pedido eso y ella, sonriendo, señaló la barra y me dijo que me invitaban. Cuando miré hacia donde apuntaba con su dedo vi a una mujer que me sonreía tímidamente delante de un vaso similar al que había enviado en mi dirección. Llevaba una camisa de cuadros sin mangas, estaba sentada sobre un taburete con las piernas enfundadas en unos Levi’s ajustados y sus botas tenían flecos. Me saludó con un gesto de la barbilla, ocultó los ojos bajo el ala del sombrero tejano que llevaba puesto y siguió a lo suyo, que era comer cacahuetes de un bol. Mis amigas empezaron a reírse y a hacer bromas lesbófobas —hola, principios de los noventa— mientras yo probaba ese líquido acaramelado y ardiente y me preguntaba por qué me estaba palpitando el clítoris de aquella manera. Era la primera vez que me ponía realmente cachonda y había sido con una mujer. Mi verdad echó a correr como si le hubieran pasado la antorcha olímpica y no hubo vuelta atrás. Desde entonces supe que me gustaban las vaqueras. Digo las mujeres.
¿Quién estuvo conmigo mientras escribía Roja catedral? Esta preciosa y melancólica cowgirl de Akron, Ohio, 1993, capitaneando el ejército de mujeres a las que he amado, deseado, correspondido, lamido, soñado, inventado, rechazado, anhelado y que no se me olvide, cabalgado, que esto va del Oeste. El lema de mi novela poética es AMOR A MEDIAS, NUNCA. No tanto porque yo no me conforme con menos, mentiría si dijera que a veces no he aceptado migajas —aunque igual que las presencias mientras escribo, también voy mejorando en eso— sino porque me niego a amar de otra manera.
Me niego y no sé.
De ahí los chapuzones heladores. Si no, sería insostenible. “El mar es mi pradera. Mi corazón, una catedral gigante”.
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Autor: Gloria Fortún. Título: Roja catedral. Editorial: Dos bigotes. Venta: Todostuslibros
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