Olaf, el camarero del Bar Kiria, solía hacerse el sueco, aun siendo obvio que hablábamos el mismo idioma: el de dos personas que se hallan en lados opuestos de una barra.
—Un agua, por favor —y aunque no me hubiera entendido, enseguida tuve un vaso frente a mí. Tampoco era muy difícil, no tenía nada más que servir.
A mi derecha Oriol, muy enfadado, redactaba una hoja de reclamaciones, ya que Olaf no le había atendido en catalán, mientras que Macarena, con idéntica acritud, le arrancaba la queja de las manos y le decía que mirara su DNI. Adorinda, sin éxito, ya que nadie entendía una palabra de esperanto, intentó poner paz: eso soliviantó a John, oriundo de Alabama, el cual, pese a mis escasos conocimientos de inglés, juraría que dijo algo así como que con la nueva composición de su Tribunal Supremo todo iba a cambiar y que se iban a enterar ahora los seguidores del doctor Zamenhoff, que últimamente estaban muy subiditos. Mee Ling le recriminó algo, pero vamos, que todo lo que dijo a mí me sonó a chino.
Miré el espejo que ocupaba una de las paredes, sabiendo que tras él se hallaba el doctor Tovar tomando notas. Abrir un nuevo pabellón en el psiquiátrico de San Humbértigo denominado Babel, donde convivirían pacientes que con dificultad podrían entenderse entre sí, había sido una apuesta personal, y ahora estaba recogiendo sus frutos. Efectivamente, una gran parte de los internos empezaba a comunicarse en un idioma universal: el de las hostias.
—Ponme otro vaso de agua, Olaf.
—Dumhuvud…
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