Acabo de oír, en una tertulia mañanera, algo que me incomoda. Resulta que una periodista –joven, aunque lo mismo podría haber sido un correoso veterano–, en plena, inevitable y reiterativa conversación sobre política y políticos, tema estrella de nuestras vidas radiofónicas y televisivas, ha afirmado, sin despeinarse y sin que ningún contertulio se lo matice: «Nuestro deber como periodistas es especular y hacer quinielas». Y ojo. No lo soltó en plan guasón, choteándose de las cosas de la vida y de la deriva que la palabra periodismo, envenenada por la política y sus protagonistas, sufre en España, sino con toda la seriedad del mundo. De buena fe, y creyéndoselo. O sea. Tragándoselo hasta la bola.
Hay que ver cómo cambia el paisaje. Durante los veintiún años que ejercí el oficio, y en boca de cuantos maestros de periodistas conocí, siempre escuché lo contrario. Nuestro deber, insistían, es averiguar hechos ciertos, documentarlos con rigor y contarlos con la mayor limpieza posible, para que el receptor, el lector o quien sea, pueda hacerse su propia idea del asunto. La parte especulativa o analítica quedaba para los editorialistas y redactores de opinión, quienes, por su prestigio o cercanía ideológica con la empresa que les pagaba, se metían en jardines metafísicos. Como decía Paco Cercadillo, el mejor redactor jefe que tuve en mi vida: «Cuando quieras opinar, cabrón, fundas tu periódico». O como escribió Graham Greene, que fue reportero: «Dios sólo existe para los editorialistas».
Quizá porque fui puta antes que monja, y por más voluntad que le echo al asunto, no consigo acostumbrarme a ciertos usos y maneras excesivas de ese periodismo especulador y opinativo que hoy, con frecuencia, sustituye al honorable rastreo riguroso de toda la vida; aunque, por suerte, éste no haya desaparecido de las redacciones ni del espíritu de los jóvenes lobeznos que, pese a las dificultades y a veces a pesar de sus propias empresas, salen a buscarse la vida en territorios comanches allí o aquí, teniendo presente, o intuyéndolo aunque nadie se lo haya dicho, aquello de las tres fuentes que otro viejo maestro, Chema Pérez Castro, me explicó cuando puse los pies en la sección de Internacional que él dirigía. Tres fuentes necesarias sin las que ningún periodista serio debería afirmar o publicar nada importante: una proporciona el dato, otra lo confirma y una tercera lo blinda. Con eso, decía Chema, nadie podrá jamás tirarte abajo nada. Nunca.
Pero resulta que, por el espacio peligroso y ambiguo que va de Paco Cercadillo y Chema Pérez Castro al periodista que especula y hace quinielas, transita ahora peligrosamente, me parece, buena parte del periodismo que se hace en España, o al menos uno de sus aspectos más visibles: justo el que a veces le resta credibilidad -a causa de la demanda, cualquiera puede ser tertuliano de radio o tele aunque sólo venda humo-, y a menudo, por su exceso y prolijidad, también lo hace aburrido, previsible y hasta sospechoso. Porque una cosa es el análisis de la realidad política, la especulación tertuliana honesta, informada y necesaria, y otra convertir la política en argumento estrella por sí misma, donde todo cuanto bajo ésta se cobije se vende como si nuestras vidas dependieran de ello.
En mi opinión, estos lodos provienen de viejos polvos, cuando la transición alumbró una excesiva familiaridad entre periodistas y políticos; un compadreo que entonces fue útil, pues permitía airear asuntos importantes, pero también suscitó un estilo de periodismo excesivamente cercano a la política, contaminado por ésta e incrustado en ella de modo poco higiénico. Esa simbiosis introdujo a demasiados periodistas en la trastienda de los partidos, y algunos llegaron a creer, y a decirlo, que el picor de nalgas de un secretario general, el silencio de un ministro o el bostezo de un presidente del gobierno, o sea, los más intrascendentes recovecos y mecanismos internos de la política, son materia de interés público, decisiva para nuestro presente y nuestro futuro. Y así, lo que en otros países ocupa una pequeña o razonable parcela de programas, periódicos o telediarios, aquí se ha vuelto médula fundamental, salsa de todos los platos, motivo continuo y aparente razón de ser de un periodismo que, salvando respetables y muy espléndidas excepciones, a veces olvida su noble función informativa para convertirse en colaborador necesario, incluso cómplice, en el pasteleo de una infame clase política que ha convertido España en un negocio y un disparate. Convirtiendo a mucha mediocre gentuza, de tanto nombrarla, glosarla y sobarla, en arrogantes reyes del mambo.
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Publicado en XL Semanal el 4 de diciembre de 2016.
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