[Imagen: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, X: ÁNGELA
La idea de pasar el verano en la casa del pueblo no me seducía, en realidad. No con la muerte de mi abuela tan reciente. Apenas había sobrevivido un par de años a mi abuelo, y el dolor por la pérdida de ambos (lo sabía bien) tardaría en desaparecer.
—Cielo, piensa en Nadia —argumentó Matías con su mejor sonrisa—. Un jardín enorme, el río, caminos para explorar, un montón de críos de su edad… Los veranos en la ciudad son un asco.
Podía sonar muy convincente, desde luego. Aunque olvidara mencionar las ganas que tenía de tumbarse al sol con una cerveza en la mano y de destripar la vieja moto de mi abuelo para probarla después por aquellos andurriales perdidos. Salimos a primeros de julio, un martes, eludiendo las caravanas y los atascos. En poco más de hora y media el coche se detenía frente a la verja, bajo la atenta mirada de docenas de ojos invisibles que atisbaban desde detrás de persianas y cortinas. Creí que mi hija se sentiría como pez en el agua. Campo, flores, pájaros, sol y mil rincones en los que esconderse. Y, sin embargo, se volvió melancólica, callada, silenciosa. Sentada en el jardín, observaba la vieja casa con recelo. Rara vez entraba. Al caer la noche, teníamos que emplear toda clase de estratagemas para convencerla de que, inevitablemente, debía irse a dormir. Y en una ocasión, cuando la arropaba en su cama, me miró con sus insondables ojos de mar y me hizo una confesión.
—El señor alto, el que se llamaba Samuel, ese es bueno. Silba todo el tiempo y juega a arreglar cosas. La señora bajita se llamaba Lola. Ella también es buena. Reza bajito. Pero mami, la otra señora, la del pelo negro, esa no me gusta. Se sienta en mi cama y me mira.
Me estremecí de pies a cabeza. Procuré tranquilizar a Nadia, fingiendo una serenidad que yo misma estaba lejos de sentir.
—¿La señora de pelo negro, cielo? ¿Cómo se llama?
—No lo sé, mami. Sólo me mira y me mira. Le pedí que se fuera de mi cuarto, pero no quiere. Sólo me mira y llora mucho, y chilla, me despierta y no me deja dormir.
Sentí pánico. Supliqué a Matías que volviéramos a casa o que, al menos, sacáramos a Nadia de aquella habitación. No quiso ni oír hablar de ello.
—Sabes que ve cosas, desde siempre —le insistí—. Es un don, no puede evitarlo.
—Verónica, por favor… —suspiró él, poniendo los ojos en blanco—. Vale que a ti y a tu madre os encanten esos rollos místicos, pero comerle la cabeza a la niña…
—¡Ha visto a mis abuelos! —repliqué, dolida.
La cara de mi marido era de absoluto escepticismo. No quiso ceder. Me trasladé al cuarto de mi hija. Creí que el enfado no me dejaría pegar ojo, pero, en cuanto mi cabeza tocó la almohada, caí en un pesado sueño. En mitad de la noche, no sé a qué hora, un lamento agudo y sobrenatural me despertó. Dios, sonaba como el aullido de un animal. Creyendo que mi corazón se partiría, encendí la lámpara de la mesilla. Y entonces la vi. No etérea o fantasmal, sino sólida como yo misma. Llevaba un camisón largo y anticuado. Tenía el pelo oscuro. Enterraba la cara entre las manos y sollozaba, gemía, chillaba. Llegué a pensar que moriría de miedo. No pude moverme, ni articular palabra. Mi hija, en cambio, gateó hasta el borde de la cama y la tocó. La mujer (o lo que fuera) apartó violentamente las manos de su rostro y, entonces su grito se unió al mío. Aquella cara jamás se borrará de mi recuerdo: desfigurada, tumefacta, la carne muerta y retorcida, sin labios, con una boca que se abría como un tajo y bramaba su dolor, y, lo más aterrador, sin párpados. Sus ojos eran dos pozos negros que miraban sin ver. Nadia retrocedió, asustada, y el ser manoteó al aire. Traté de recuperar las fuerzas, pero mi cuerpo no respondió. Oía los golpes de Matías en la puerta cerrada, su voz, llena de angustia. Quería agarrar a mi niña y huir, quería salir de allí, reunirme con mi marido, escapar de aquella casa. No pude. Ante mi espanto, Nadia volvió a acercarse a ella y la acarició de nuevo. Su manita se deslizó sobre el pelo desgreñado. La oí musitar con ternura:
—Ya está, ya está. No llores. Ya no te tengo miedo. Eres buena. Y eres guapa. Ya pasó, no llores.
Aquello, que a mis ojos sólo era un monstruo, dejó de gritar. Inclinó la cabeza, husmeó el aire, aspiró el olor de mi hija como si la vida le fuera en ello, suspiró dulcemente y desapareció. Se hizo un extraño silencio. La puerta del dormitorio cedió por fin bajo las embestidas de Matías y se abrió de golpe, estrellándose contra la pared. Estaba pálido. Nos miramos, aterrorizados. Nadia se frotó los ojos, bostezando.
—Hola, papi.
Nunca volvimos a ver a la mujer quemada. Mi hija olvidó sus miedos. La casa de verano fue su lugar favorito desde entonces. Pasamos en ella muchos veranos, los mejores de nuestras vidas. Encontré las viejas fotos haciendo limpieza. Estaban en una caja de cartón descolorida, en lo alto de un armario. En todas ellas, una niña preciosa posaba sonriente. Contemplé los retratos, intrigada. Nadia, que acababa de cumplir los quince años, irrumpió en la habitación con su bañador nuevo y una toalla rosa chillón colgada del cuello. Se asomó sobre mi hombro, envolviéndome en una nube perfumada de crema solar y chicle.
—Esa es Ángela —dijo con su voz cantarina—. Antes de que a su hermana Lola se le olvidara apagar las velas. ¿Verdad que era muy guapa, mami?
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