—Cariño, está sonando nuestra canción.
Ella sonrió, porque pese a que la cobertura radiofónica no fuera una de las ventajas de vivir en lo más profundo del Ártico, reconoció esas notas al instante.
—¿Te acuerdas de la primera vez que la bailamos?
Ella se ruborizó, de tal manera que hasta los dos mechones blancos que recorrían su pelo se iluminaron: un curioso peinado cuya inspiración era un busto de Nefertiti y que se tuvo que modelar ella misma, ya que la peluquería más cercana debía de estar a unos 2000 kilómetros.
—¿Bailamos?
Ella afirmó con un gesto, porque aunque hiciera siglos que no danzaran y se les vieran las costuras, lo importante era dejarse llevar.
—Eres perfecta, como si te hubieran hecho para mí—piropeó él, mientras se movía al ritmo del Max Mix 4.
Era lógico que una canción hecha a base de unir fragmentos de otras canciones fuera la preferida de un ser que había sido construido cosiendo e insuflando vida a miembros de otros seres humanos: una criatura nunca bautizada pero a la que se solía conocer con el nombre de su creador: Frankenstein.
—Cariño… es que me hicieron para ti —respondió ella, mirándole con esa expresión que sólo se consigue cuando cada uno de tus ojos perteneció antaño a dos personas diferentes.
Sonrieron, porque lo que no quiso hacer Mary Shelley en su novela lo había hecho yo en aquel concurso literario que organizamos una noche de tormenta en el psiquiátrico de San Humbértigo: darles un final feliz.
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