La genialidad preside todos los cuentos de miedo del gran Sheridan Le Fanu. Si entre tanta excelencia puede hablarse de arte mayor, ésa es la calificación que merece Un extraño suceso en la vida de Schalken el pintor. Datado en 1872, como Camilla —la primera historia de vampiras de la que tengo noticia—, el magisterio de Un extraño suceso… consiste en saber conjugar lo numinoso con algo tan real como la ambición.
A medida que pasan los años, y hacen de Schalken ese artista consagrado que soñó ser, siempre que la Parca parece rondarle, la joven que tanto le inspiraba se le aparece en sueños, sonriéndole desde el lecho del Diablo con la misma expresión que lo hacía en el estudio de Douw. Como en todos los grandes cuentos fantásticos, son varias las moralejas que pueden extraerse para su aplicación en la vida cotidiana. La primera es cómo la ambición puede llegar a ser más importante que el amor. Pero yo prefiero quedarme con las analogías que se registran entre el Diablo y esos maridos de antaño que prohibían a su señora trabajar fuera de casa. Si la dama había sido actriz, una de esas actrices que tienen a sus espectadores más fascinados que las otras, volver a verla en sus ya viejas películas viene a ser como esa sonrisa ultraterrena de la sobrina.
Ésa fue la última visión que Margarita Andrey brindó a sus espectadores. Inolvidable intérprete de La mantilla de Beatriz (Eduardo García Maroto, 1946), Siempre vuelven de madrugada (Jerónimo Mihura, 1948), o La ciudad de los sueños (Enrique Gómez, 1954), abandonó la pantalla tras contraer matrimonio. Otro tanto hizo Katia Loritz, una de las protagonistas de Las chicas de la Cruz Roja (Rafael J. Salvia, 1958), quien, también tras pasar por el altar, dejó el cine hasta que, mucho tiempo después de su divorcio, fue incluida por Pedro Almodóvar en el reparto de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984). De Sonia Bruno, una de las actrices con más encanto del cine español de los años 60, no volvió a saberse desde sus nupcias en 1969 con Pirri, hoy un jugador histórico del Real Madrid, el día de su boda, uno de sus goleadores.
En fin, aquel era un mundo, hoy afortunadamente pretérito, en que los maridos se arrogaban el derecho de poner fin a la actividad laboral de sus esposas. Ante semejante panorama, fueron muchas las actrices lloradas por sus espectadores, como hubieran llorado el alma en pena de la mujer amada y perdida por el afán de medro, cuando dejaban las cámaras para empezar a dedicarse a “sus labores”, que era lo que solía figurar en el espacio reservado para la “ocupación” en los documentos de la mujer casada.
Casi podría decirse que María Rosa Salgado, una de las intérpretes más sensibles y encantadoras de su época, pasó por la pantalla española de los años 50 como la sobrina de Gerard Douw por el estudio de su tío. Casada con el torero Pepe Dominguín en 1960, su marido la retiró de los rodajes. De este modo, de la inolvidable intérprete de Mayte Mendoza —la hermana pequeña del capitán Mendoza (Fernando Fernán-Gomez), que se quedaba sin postre en Balarrasa (José Antonio Nieves Conde, 1951), para ofrecer su sacrificio a Dios en aras de que el oficial sentase la cabeza—, no volvió a saberse hasta que, tras la separación, recuperó su actividad interpretativa. Para entonces su tiempo ya había pasado. Aun así, su sensibilidad en la creación de los personajes llamó la atención de algunos de los realizadores más interesantes del último tramo de su filmografía.
Ni en el hogar paterno, que se negaron rotundamente a sus inquietudes artísticas cuando las puso de manifiesto, ni en el domicilio conyugal. Sus allegados, su gente, nunca quiso a María Rosa Salgado delante de las cámaras. Si esa negativa no fue su maldición, sí fue la causa de que su filmografía quedase reducida a poco más de una década. Casi podría decirse que pasó de joven promesa a vieja gloria sin ese tramo intermedio, que debió ser el de la consagración y cumbre de su trabajo —igual que Schalken—, el que nos hubiera permitido admirarla como se merecía. Sí señor, todo lo que se adivinaba tras su “conmovedora discreción”, que con tanto acierto definió Fernando Mendez-Leite (padre) en su Historia del cine español (Rialp, Madrid, 1965) el atractivo de la actriz que hoy nos ocupa se quedó en nada.
Hablamos de una intérprete totalmente ajena al canon de su época, tanto por su fisonomía como por sus técnicas actorales. El desparpajo de las folclóricas y la arrebatadora pasión desplegada por las estrellas de CIFESA, no iban con María Rosa Salgado. En ella todo era delicadeza. La doña Inés que incorporó en Don Juan (1950), la adaptación del Tenorio de José Luis Sáenz de Heredia —donde compartía el protagonismo con la mismísima Annabella, la musa del realismo poético francés—, cuenta entre las mejores que se hayan visto en las dos pantallas. Y no fueron pocas las adaptaciones de Zorrilla en aquella edad de oro de los espacios dramáticos televisivos, que se prolongó entre 1965 y 1984, mientras Estudio 1 estuvo en antena.
Nacida en Madrid en 1929, la joven María Rosa Salgado supo hacerse notar como modelo, pese a la oposición familiar, antes de matricularse en Interpretación en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, el germen de la futura Escuela Oficial de Cine, auténtico mito en la docencia fílmica española. Puede que esa formación específica como actriz de la pantalla la diferenciase del resto de sus pares, tan a menudo procedentes de la escena y, por lo tanto, acostumbradas a interpretar con la grandilocuencia que requieren las tablas.
Matriculada igualmente en el Real Conservatorio de Música, al cine llegó de la mano de José Díaz Morales, quien le confió el personaje de la infanta Catalina en El capitán Loyola (1949), hagiografía que fuera del fundador de la Compañía de Jesús. Recuérdese que aquellos eran los años en que el cine de exaltación castrense, que se venía enseñoreando de la cartelera autóctona desde la posguerra, empezaba a entonar su canto del cisne mientras —digámoslo con el lenguaje de la época— despuntaba un nuevo amanecer para las producciones de inspiración piadosa.
Los españoles tenían que ser mitad monjes y mitad soldados, y eso precisamente es lo que fue el capitán Mendoza de Balarrasa, antiguo oficial de la Legión quien, tras ser el responsable de la muerte de un compañero por una apuesta amañada, decide abandonar la carrera de las armas para abrazar la eclesiástica. Eso sí, antes de ir a morir como todo un misionero llevando a cabo su labor evangelizadora en las nieves de Alaska, tiene tiempo de hacer que su hermana Mayte vuelva con el novio bueno y deje a los petimetres del club de tenis con los que ha empezado a pavonearse. Dada su natural distinción y elegancia, a María Rosa Salgado se le confiaron varias chicas finas, que más o menos frívolas como la Mayte Mendoza del clásico de nuestra pantalla, ella siempre representaba con maestría.
El 50 fue uno de los mejores años de su corta carrera. Con Rafael Gil trabajó en La noche del sábado. Meses después colaboraría por primera vez con el gran Ladislao Vajda en Séptima página (1951), un notable acercamiento al mundo del periodismo. Ya en el 58 protagonizó para Antonio Isasi-Isasmendi Rapsodia de sangre, una aproximación al levantamiento húngaro del 56, reprimido por el estalinismo con la contundencia que les caracterizaba. Película singular donde las haya —está filmada en una Barcelona que se hace pasar por Budapest con una exactitud asombrosa— cuenta la historia de un pianista que se ve arrastrado a aquellos hechos.
El encanto de María Rosa Salgado era tan ajeno al del resto de las actrices españolas que los realizadores le confiaban personajes de extranjera. Con Vajda precisamente llevó a cabo una de sus grandes creaciones, la frau Heller de El cebo (1958). Basada en un relato de Friedrich Dürrenmatt, fue aquella una coproducción hispano-suiza rodada en Alemania oriental. En sus secuencias, María Rosa Salgado recreaba a una madre soltera, despreciada por ello por sus vecinos. Todo un clásico en aquellos días. Resignada a su destino, las pocas veces que sonríe al comisario Matthäi (Heinz Rühmann), ilumina el plano entero.
Mucho más cerca de las mujeres desenvueltas que se empezarían a ver en la España venidera que de esas señoras confinadas en el domicilio conyugal porque el marido no las quería inmersas en la algarabía callejera, este último fue, sin embargo, el destino de Maria Rosa Salgado. Tras su regreso una vez separada, colaboró con Jorge Grau —Chicas de club (1970)—, Jaime Chávarri —A un dios desconocido (1977)— y Manuel Gutiérrez Aragón —Sonámbulos (1980)—. Su magnetismo, su buen hacer y su conmovedora discreción le llevaron a María Rosa Salgado a colaborar con algunos de los mejores realizadores españoles en los dos tramos de su carrera. Pero al regresar, su tiempo, que nunca llegó a ser, ya había pasado.
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