Hace unas semanas, al iniciar la promoción de la 2ª edición del festival Gata Negra, que se celebra este verano entre el 1 y el 7 de agosto, una periodista me preguntó cómo se me ocurrió proponer un festival de novela en una comarca remota de Extremadura, la región que, según todos los datos, tiene los índices de lectura más bajos del país.
Desde la publicación de mi primera obra, Aguacero, allá por 2016, se me colgó el sambenito de ser un autor “rural” porque yo procedía de aquí, de un pueblo de la Sierra de Gata, y porque parte de mi novela transcurría a su vez en un pueblo de la sierra madrileña. Esta fue una estrategia comercial por parte de mis editores, dado que mi novela transcurría no solo en el campo, sino también en el centro de Madrid, y dado que yo mismo residía entonces en la capital del Reino. Muchos periodistas y colegas escritores se sorprendían al descubrir que yo no era ningún “pastor autodidacta”, sino que había estudiado en Salamanca y Barcelona, y además trabajaba como profesor en un instituto de Alcorcón.
Sin embargo, esa estrategia no iba desencaminada del todo, ya que en cuanto pude me alejé de Madrid y comencé mi particular periplo como profesor interino en provincias: Ávila, Segovia, Salamanca y finalmente Cáceres, mi tierra. Siempre supe que mi etapa madrileña era pasajera, porque a mí lo que me tiraba era el campo. Yo no soy ningún Paco Martínez Soria, ni firmaría algo como que “la ciudad no es para mí”: la vida urbana nunca me resultó especialmente complicada ni estresante, es solo que yo prefería lo otro, la vida en la aldea, y asumí la decisión de marcharme de Madrid con todas sus consecuencias. O lo que es lo mismo, con todas sus desventajas.
Porque sí, vivir lejos de la gran ciudad tiene muchas desventajas. Y más si, como es mi caso, uno tiene aspiraciones de convertirse en escritor. Porque las presentaciones y saraos donde coinciden los protagonistas del mundillo literario tienen lugar allí, en las urbes, en Madrid y Barcelona, o en alguna otra capital de provincia de cierto tamaño: Bilbao, Valencia, Sevilla… Malamente se puede medrar en la Corte viviendo lejos de ella, por más que el email o el WhatsApp hayan acortado las distancias.
Hubo un momento en que tuve que decidir qué hacer con mi vida. Tuve que decidir si continuaba apostando por aquello que supuestamente convenía a mi carrera literaria, o sea, quedarme en Madrid, o si por el contrario seguía los dictados del corazón y me largaba de vuelta al campo. Irse de Madrid para terminar en quién sabía qué pueblo recóndito de Castilla o Extremadura suponía tirar por la borda un sinfín de oportunidades, esa era la verdad. Pero a su vez suponía abrir otro abanico de oportunidades distinto. Solo había que echarle muchas ganas y un poco de imaginación.
El primer festival Gata Negra, celebrado en el verano de 2021 en Moraleja y otros municipios de la Sierra de Gata, fue fruto de eso, de mis ganas y de mi imaginación. Pero también, y en mucha mayor medida, fue fruto del apoyo que me brindaron las instituciones de mi tierra cuando les propuse la idea. Desde el ayuntamiento de mi pueblo a la Diputación de Cáceres o la Junta de Extremadura, así como otras organizaciones privadas y, claro está, los vecinos de la zona.
Yo no regresé al campo como el hijo pródigo, sino que regresé a buscarme un rinconcito en el que trabajar y escribir con ahínco y humildad. Y con humildad quise acercar a mis paisanos cacereños y serragatinos eso que yo había conocido en otros lugares distantes, la cultura con mayúsculas excusada o escondida bajo el apelativo de “literatura negra” o “literatura criminal”, en el cual a mí se me había integrado desde el inicio de mi carrera por motivos obvios. Si hubiera dirigido obras de cine o teatro, habría propuesto un festival de esos géneros, pero mi nicho era otro, y no dudé en sacarle partido a mi experiencia y mis contactos para montar el primer Gata Negra. Más de treinta escritores acudieron a la llamada (al maullido), y yo calificaría el hecho casi de milagroso: treinta escritores aceptaron venir a pasar unos días al norte de Cáceres en pleno mes de agosto, sin saber entonces si firmarían un solo libro, sin saber si habría gente en sus presentaciones, sin saber siquiera si habría una mala combinación de tren o autobús con la que poder realizar el traslado.
La primera edición fue un éxito mediático y sobre todo de público, con centenares de personas casi en cada acto y aforo completo en no pocos de ellos. Así las cosas, era obvio que este verano de 2022 habría que organizar una segunda edición, que se prevé mucho más grande y exitosa que la anterior, con un número mayor de escritores y una semana completa de actividades para todos los públicos.
Uno de los autores que estuvo el pasado año y que repite este, ya que tiene nuevo libro en promoción, es el argentino Carlos Salem, quien hace unos días dedicó las siguientes palabras al festival en su cuenta de Instagram.
Al igual que el año pasado, cuando comento que me voy en agosto a un festival de novela negra en Extremadura, mucha gente me mira imaginando que me calcinaré en un desierto.
Y sonrío porque conozco y por eso vuelvo a esa belleza inesperada y verde y fresca.
Supongo que el lugar de llamarlos «congresos de novela negra» ( que sonaría muy pomposo), los llamamos festivales porque son una fiesta diaria, de reencuentro con colegas y lectores que conocías y otros que estás a punto de conocer.
Creo que no hay mucho más que yo pueda añadir, porque en esas palabras está condensado el objetivo del festival: dar a conocer una comarca “verde y fresca”, situar a Extremadura en el panorama literario español, y propiciar el encuentro entre escritores y lectores. Os esperamos a todos en Gata Negra.
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