El universo yeyé giró en torno a dos astros: Françoise Hardy y Sylvie Vartan. Complementarias más que contrapuestas, Françoise era etérea hasta la sublimación. Compositora de la letra y la música de todas sus canciones —a excepción de Comment te dire adieu, de Serge Gainsbourg, y poco más—, su materia literaria eran los rubores, las inseguridades y, en consecuencia, los primeros desamores de la adolescencia. Una y otra aún eran púberes cuando, entre ambas, fueron el Big Bang de ese universo yeyé. Alcanzaron la gloria antes que la juventud.
Sylvie era la pícara frente a la tímida Françoise. Interpretaron varias piezas juntas —quiero recordar Comme un garçon—, pero al tipo que se le ocurrió reunirlas para cantar Il y a 2 filles en moi, un tema de Sylvie del 66, deberían distinguirle como a un prohombre de la república francesa. Aquel dueto supuso la máxima expresión del universo yeyé, última manifestación del París que fuera capital cultural del mundo entero. En mayo del 68, cuando sucumbió aquel pequeño cosmos de inocencia y juventud, la capital francesa dejó de inspirar al resto del planeta, lo que venía haciendo, como poco, desde la Belle Époque.
En puridad, la primera chica yeyé fue Sylvie Vartan. Al menos, así fue como la denominó la revista Life —»Yeah yeah girl»— en el reportaje que le dedicó en 1963. El motivo fue la primera visita a Nueva York de la joven que tan sólo contaba diecinueve años y ya triunfaba en América. Nada más verla, la compararon con Brenda Lee.
Yeyés propiamente dichos —como ya quedó establecido en los artículos del verano pasado de esta misma serie— sólo hubo en Italia, Francia y España, amén de los mods ingleses, y algún que otro filoyeyé que se vio en la Checoeslovaquia anterior a la invasión soviética (1968), según las películas de Milos Forman y algún otro realizador de la nueva ola checa.
Sylvie gustaba en todas partes, hubiera o no yeyés. En Japón, sin ir más lejos, desde 1965 contó con una comunidad de fanáticos que destacaba entre el resto de las de los músicos e intérpretes occidentales, si bien no deja de ser curioso que, en Estados Unidos, haya gustado tanto desde el primer momento. Máxime considerando que la mayor parte de su repertorio lo componían los éxitos del twist, el madison y el rock & roll estadounidenses cantados en francés.
En el verano de 1962, Salut les copains, además del espacio radiofónico que venía siendo desde el 59, pasó a convertirse en una revista de fans. Se diferenciaba del resto de sus pares por el diseño y la calidad fotográfica, parangonables con los de las revistas de moda. Y fue en esas páginas precisamente donde se dio a conocer el universo yeyé, que tuvo en la moda y en la música los dos pilares sobre los que pivotó. Fue entonces, con la revolución yeyé, cuando los jóvenes empezaron a vestirse de una forma que les diferenciase claramente de los adultos. Y en las páginas de Salut les copains las chicas yeyés —al igual que en las portadas de sus discos, a menudo esas mismas fotografías—, exhibían esa moda en fotos seriadas, prácticamente al modo de las fotonovelas, puestas en escena por auténticos directores artísticos. En muchos casos, estos últimos fueron un precedente del pop-art de los ingleses y demás estetas del Swinging London, que, ya digo, eclosiona pocos años después, en el 66, y acaba sustrayendo la capitalidad cultural del mundo a París. Ya andando los años 70, tras la catarsis punk del 77, arrambla con todo Nueva York.
La moda y la música yeyés estaban tan estrechamente ligadas que Sylvie Vartan y Sheila, otra yeyé francesa de menor proyección —internacional y en la mitología del amado siglo XX—, una de las primeras cosas que hacen, apenas comienza su ascenso, es abrir una boutique —boutique y boîte son dos voces francesas que se internacionalizan con el lenguaje yeyé— donde venden a precios asequibles modelos llamados como sus canciones. Además de las minifaldas de la londinense Mary Quant, que deben de ser una de las pocas creaciones de la moda inglesa que triunfan en París, sostienen los expertos que los grandes modistos —Yves Saint Laurent, Courrèges, Paco Rabanne— renuevan su prêt-à-porter atentos a la revolución yeyé. Y, desde luego, de lo que sí que puedo dar fe es de que Françoise Hardy se erotiza —dentro de lo que cabe, por supuesto— con un célebre vestido de pletinas de Rabanne. Siempre es un placer escribir sobre cualquiera de ellas, pero hoy nos ocupa Sylvie Vartan.
Paradójicamente, la chica que habría de ser una de las más genuinas representantes del encanto de las francesas, la encarnación por excelencia de lo parisién en los 60, nació en Sofía (Bulgaria) en 1944. Huyendo del comunismo que sojuzgaba su país, se instaló en la Ciudad de la luz junto a su familia en el 52. Y fue su hermano, Eddie, un amante del rock & roll empleado en la industria musical, quien la introdujo en la profesión como la réplica femenina de Johnny Hallyday, el rey del rock & roll francés, con quien se acabó casando en 1965.
Sus primeros idólatras españoles la conocían como La colegiala del twist, y bien es verdad que cantó en francés y bailó como ella sola cuanto ritmo sonaba a estadounidense —Quand le film est triste, Le Loco-Motion, Bye Bye Love…—, incluido el soul. Pero aún es más cierto que su primer éxito fue un rockanrolito, Panne D’Essence —versión francesa del Out of Gas de Daniel Franck, Georges Aber y John D. Loudermilk, uno de los primeros éxitos internacionales del sonido de Nashville—, que Sylvie cantaba junto a Frankie Jordan, otro de los pilares del rock & roll galo.
Y sí, apenas hacía unos meses que había terminado el bachillerato cuando empezó a triunfar. En las fotos que ilustraban las carátulas de sus primeras grabaciones, aún no llegaba al micrófono. Tenía tanta gracia en su forma de ponerse de puntillas para poder cantar que, sólo por eso, merecería un capítulo en la historia de la mitología del siglo XX. Corría el año 1961 y los tocadiscos, a los que algunos aún llamaban pick-ups, se empezaban a democratizar. Los singles y los extended play —EPs, singles de cuatro canciones que solían reproducirse a 33 r.p.m., como los elepés— fueron los discos por antonomasia de la canción yeyé. Sylvie comenzó a grabar al ritmo de uno al mes.
Su primer elepé, titulado con su nombre, se puso a la venta en 1962. En el 64, compartió durante varias semanas el escenario del Olympia de París con The Beatles y Trini López. A partir de ahí, siempre transcendiendo el universo yeyé, pese a que mientras existió siempre fue uno de sus astros, todo fue la gloria y los aplausos, hasta esas actuaciones, que la llevaron a los escenarios de Las Vegas en fechas aún recientes.
Pero la Sylvie que cuenta a este lado de los Pirineos es la mítica, la más bella del baile, la novia que le hubiera gustado tener a cualquier chico yeyé. Ni su historia con Johnny Hallyday, difundida con todo lujo de detalles desde las páginas de Salut les copains, desde las primeras efusiones hasta la boda, hizo que los yeyés dejasen de suspirar por Sylvie. Unida a Hallyday hasta 1980, cuando se impuso la separación, su amor constituye uno de los capítulos más entrañables de la historia de la revolución yeyé, el rock & roll francés —el tercero en el podio, tras el estadounidense y el inglés— y la cultura juvenil del pasado siglo. Ya en el presente, Loquillo les dedicaba una de sus canciones más cinéfilas y afrancesadas, Johnny et Sylvie.
Y en 2009, Johnny y Sylvie, al interpretar el Himno al amor, de Edith Piaf, a dúo, durante su última actuación juntos, pusieron a la audiencia del Olympia en pie. Parece ser que ella le sigue evocando siempre que vuelve a entonar el Himno al amor.
De lo que no me cabe ninguna duda es de todo lo que la quisieron los yeyés autóctonos, aquellos que bailaban El ritmo de la lluvia, su segundo gran éxito español. Se trataba, una vez más, de una versión de una pieza estadounidense, Rhythm of the Rain, popularizada por The Cascades. La transcripción al francés era de Richard Anthony, el gran traductor del rock & roll al francés y, junto a Gainsbourg, el gran compositor de la canción yeyé. Aquí en España, En écoutant la pluie se bailaba cuando empezaban las canciones lentas. Hablamos de los años en que poner las manos en la cintura de una chica yeyé era poco menos que robarle un beso. Y no digamos lo que suponía que, al bailar El ritmo de la lluvia, la chica yeyé se colgase del cuello del chico, en lugar de estirar los brazos y cogerle pudorosamente de los hombros, imposibilitando así la aproximación. Todo era ingenuidad, todo estaba por descubrir y perfectamente podías enamorarte de las alumnas de las madres concepcionistas, que se subían al autobús 2 en la madrileña calle de la Princesa, cubriendo su pecho con los libros de clase y, sobre ellos, uno de aquellos discos de Sylvie Vartan que se “prestaban” entre las amigas. Ya no hay chicas como aquellas ni como La colegiala del twist. Por cierto, Françoise era la ondina, también del twist.
Deslumbrante belleza la de esta mujer y uno de los íconos y de los símbolos de toda una época deslumbrante. Los 60 y 70, cuando todo parecía posible para toda una generación y parecía posible cambiarlo todo, cuando no había límites y se descubrió la libertad, cuando el futuro estaba lleno de esperanza en el futuro. Todo un golpe acumulado de nostalgia del tiempo perdido al ver y recordar a esta sugerente mujer.
Para terminar con todo ello, algo estaba ya en marcha en los 70. Había que terminar con la esperanza y con este renacimiento romántico y libertario. Quizás la crisis del 73 no debería haberse producido; quizás Hayek y Friedman no deberían haber nacido; quizás la escuela de Chicago y sus alumnos, no deberían haber existido… quizás…
Nostalgia y dulces recuerdos de una época irrepetible. Todo terminó por el implacable y feroz ataque de la ortodoxia neoliberal. Nunca una ideología fanática e inhumana terminó con tantos sueños. Y Sylvie Vartan fue parte de nuestros sueños…