Cuando era el niño más feliz del mundo en el Madrid de los años 60, las chicas yeyés buscaban lo más oscuro de los portales para dejar que el novio les robase un beso sin dar pie a que ningún vecino las llamase “indecentes” u otra cosa peor. Pero su iridiscencia era tan grande que siempre las acababa por delatar. De hecho, el proverbial color de sus atuendos hacía tambalearse al mundo adulto, de personas decentes e indecentes, pero siempre gris. Inexorablemente gris, si no lo iluminaba con su desenfado una chica yeyé. Y todavía es ahora cuando el protagonismo de aquellas jóvenes en aquel tiempo fue tan notorio que, si en una historia del amado siglo XX leyésemos en un epígrafe “Los años yeyés”, todos daríamos por sentado que el texto subsiguiente habría de referirse a los felices 60. Felices, en gran medida, por las chicas yeyés.
Con toda la vida por delante, siempre encontraba tiempo que perder. Uno de mis primeros amigos se llamaba Eloy. Siempre he de recordarle agobiado por su precocidad sentimental. Naturalmente, no comprendí el motivo de su agobio hasta que fui mayor, ya sin tiempo que perder o, lo que es peor, perdido el uso del misterio por ganar el de la razón.
Había en nuestra clase una niña llamada Sonia que tenía magnetizado a mi amigo Eloy, tanto era así que, en cierta ocasión, la seño —“señorita” llamábamos a nuestras profesoras— al ver cómo se distraía mirándola, cuando no corría a obsequiarla bolitas de anís o el pan con chocolate que nos daban para merendar, medio en broma, medio en serio, le espetó: “¡Ya está bien, Eloy, todo el día pegado a Sonia! ¡Ni que la niña fuera de azúcar! ¡Que tienes nueve años!”.
Aunque debía haberse avergonzado, para eso precisamente le fue recriminada en público su fijación con la muchacha, el pequeño Eloy afrontó su precoz pasión por Sonia sin rubor alguno. Como un hombre hecho y derecho hubiera aceptado ante un tribunal un amor prohibido por una mujer.
Como yo, que también me distraía mirando a Sonia, ante semejante trance me hubiera avergonzado, para no verme en tal apuro empecé a esconder mis primeros sentimientos y a llevar un inventario. En él constaban los ejemplos de cómo iban a ser las chicas que habrían de gustarme cuando tuviera edad para ello. Cuando me dejaran vestir pantalones largos —como los hombres— y pudiera asistir a los guateques donde se bailaba a Marie Laforêt. En ellos descubrí que, en efecto, las chicas que te gustan siempre son de azúcar. Lástima que para entonces ya hubiera perdido la pista a mi amigo Eloy. Al recordarle corriendo tras Sonia me parece el Mowgli de El libro de la selva (Wolfgang Reitherman, 1967), esa versión animada de El libro de las tierras vírgenes (1894) de Rudyard Kipling, filme que marcó un hito en la infancia del Madrid de las chicas yeyés. Los de entonces aún recordarán a Baloo y Bagheera en la última secuencia, al ver a Mowgli abandonarles magnetizado tras la niña del cántaro, sin saber muy bien por qué lo hace. Así recuerdo yo a mi amigo Eloy.
En esa nómina, que habría de marcar la pauta de mi futura actividad galante, incluí a la Ayesha de Rider Haggard por su capacidad de entregarse a un amor eterno, y a Marie Laforêt no sólo porque sus canciones —Y volvamos al amor, La playa, Manchester y Liverpool…— formasen parte de la banda sonora de aquel Madrid que me sé de memoria porque fue mi pequeño reino afortunado. También porque ese mismo año 67 tuve ocasión de descubrirla en su actividad interpretativa —su filmografía fue la más sobresaliente de todas las yeyés— en Jack de diamantes (Don Taylor, 1967). Al acabar aquella proyección, me juré a mí mismo que de mayor me iban a gustar las flacas tristes como Marie Laforêt. Y bien es cierto que, de soltero, corrí tras unas cuantas como hubiera hecho mi amigo Eloy.
La de Don Taylor era la historia de un ladrón de guante blanco que nunca he vuelto a ver. Sin embargo, recuerdo que, en base a su argumento, la sublime aflicción de Marie devenía en la ironía del cinismo. La que se estilaba entonces era la pantalla de las primeras aventuras cínicas: Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969)… Empero la belleza de Marie, aunque no triste en aquella ocasión, más bien distinguida, elegante como imagino la de las damas que protagonizan la novela decimonónica rusa, me cautivó incluso antes —ya digo— de que, ya metido en los juegos galantes, las chicas flacas y tristes fuesen mi gran ilusión.
De modo que esta mujer maravillosa, que despedí entristecido en noviembre del 19, con anterioridad a ese mito que las actrices que me atraen son para mí, fue una premonición. Y lo fue hasta el punto de que ahora, cuando de todo hace tanto tiempo —un tiempo que me ha llevado al umbral de la senectud—, la noticia de su fallecimiento me conmueve y aguijonea mi memoria. Pero a la vez me devuelve aquel candor primigenio, más de medio siglo después de aquella primera visión, cuando inconscientemente decidí que de mayor me iban a gustar las chicas como Marie Laforêt.
Mi mito reverdeció a comienzos de los años 80, en los albores de mi cinefilia. Fue cuando asistí a mi primera proyección de A pleno sol (1960), la obra maestra de René Clément sobre la novela de Patricia Highsmith. Marge Duval, el papel de Marie en aquella ocasión, supuso su debut en el cine. Al cabo, también ha quedado como su personaje por excelencia. Seducida por Tom Ripley (Alain Delon), el asesino de su novio, Phillipe Greenleaf (Maurice Ronet), Marge/Marie languidecía junto a Ripley en la isla de Isquia, en el archipiélago napolitano. Entonces me di cuenta de que esa actriz también era la Olga Vodkine que me cautivó en Jack de diamantes.
Como ya dejaba adivinar con aquella guitarra que paseaba melancólica por las secuencias de A pleno sol, no mucho después la supe la más triste de las yeyés francesas. Más, infinitamente más, que Françoise Hardy. Volviendo sobre mis recuerdos —que siempre han sido toda mi fortuna— también la recuperé en el hit parade y en la televisión de mi niñez. A Marie Laforêt se deben piezas como Les Vendanges de l’Amour (1963), La plage (1965) y Manchester et Liverpool (1966), versiones originales de sus grandes éxitos en español.
Canciones, todas ellas, que forman parte de la banda sonora de mi infancia y de los espacios musicales de la primera televisión en aquella España en que los niños venían de París y yo fui el más feliz del mundo. Me sorprendo al comprobar la forma en que Marie va y viene de mi parnaso cinéfilo a mi mitología personal.
Ocupó el destino de su hermana, a quien en 1950 sustituyó en un concurso radiofónico de promesas y ganó. Pero, allende las fronteras francesas, nunca fue una estrella rutilante. Diríase que lo suyo fue lo de esas chicas cuya tristeza y delgadez te cautivaban y dejabas de ver sin haber llegado a conocer su nombre. Mi amigo, el escritor Eduardo Chamorro, le dedicó unas líneas muy bonitas en un artículo sobre A pleno sol en el que se lamentaba de no recordar cómo se llamaba.
En la pantalla internacional, la gloria de Marie Laforêt pudo haber sido como la de la igualmente admirada Anouk Aimée; en la canción, como la de Françoise Hardy. En ambas actividades, su tiempo fueron los años 60. De entonces datan cintas como Marie Chantal contra el Dr. Kha (1965), un desvarío sobre el cine de agentes secretos de Claude Chabrol. Lo mejor de aquel despropósito era la siempre grata presencia de Marie Laforêt.
Recientemente he tenido oportunidad de volver admirarla en un videoclip arcaico de los primeros años 70, vestida a la usanza de los 30 y cantando Lili Marleen para un Jean-Claude Brialy con uniforme de legionario. Y también he podido admirarla incorporando a la Gisèle de La caza del hombre (1964), una de esas deliciosas comedias de Édouard Molinaro que a veces, siempre con sumo agrado, descubro en mis búsquedas de cine antiguo por Internet.
Niego esas fotos que muestran a Marie Laforêt de anciana en las atropelladas noticias que dieron cuenta de su fallecimiento, hace ahora tres años. Prefiero recordarla como era cuando decidí que de mayor me iban a gustar las chicas flacas y tristes, como ella, y que iba a correr tras ellas como mi amigo Eloy.
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