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Soledad, muerte y olvido en ‘Vortex’

Soledad, muerte y olvido en ‘Vortex’

Giacomo Leopardi, en aquellos preciosos y gloriosos versos de sus Cantos, equiparaba la muerte con el amor. Ambas son, efectivamente, para el poeta y pensador de Recanati, el anverso y reverso de una misma realidad. Pues bien, algo de esta lógica se trasluce en Vortex, la última película de Gaspar Noé, en la que amor y muerte se trenzan de tal manera que se difuminan en su individualidad y pasan a formar una entidad híbrida, confusa e inquietante que las supera a ambas y que atrapa a todos los personajes de la película de una forma irremediable y sin concesiones. Sin embargo, para Noé, pese a esta simbiosis, la muerte será la que verdaderamente sobresaldrá en la hibridación. Ese es el vórtice que se anuncia ya desde el título: una muerte que se lo lleva todo, cual remolino irreductible, pero que también constituye el centro inalcanzable del torbellino que arrambla con cualquier entidad: objetos, naturaleza y humanos.

"La película trata principalmente sobre la muerte. Ese es el eje principal. La excusa es el matrimonio y la enfermedad, la degeneración y el ocaso. La muerte se lo lleva todo consigo"

A estas alturas huelga decir aspectos de la trayectoria de Noé. Son bien conocidos sus excesos al dilatar escenas desagradables, llevar a sus personajes al paroxismo de la desesperación y tortura (física y emocional) pero también, y sobre todo, por su virtuosismo formal, por la fuerza de su puesta en escena y su increíble capacidad para penetrar en el lado oscuro de la realidad. Pocos directores tienen la habilidad de llegar tan lejos en lo que quieren representar, y de una manera tan rica y potente a nivel visual, como Noé. Ahora bien, en esta nueva apuesta, hay algo de mesura, discreción discursiva… Noé está (aparentemente) más comedido: por ejemplo, se asienta en una puesta en escena más bien teatral, centrada en diálogos, reacciones corporales, silencios y desarrollo casi orgánico de las circunstancias, así como su modus operandi es descriptivo, casi a modo documental. No obstante, pese a estas consideraciones, Vortex no deja de ser extrema en el momento de abordar sus objetivos así como muestra, una vez más, el innegable e increíble talento de Noé para, desde lo formal y estético, atrapar al espectador a través de una(s) narrativa(s) absolutamente inquietante(s).

La película trata principalmente sobre la muerte. Ese es el eje principal. La excusa es el matrimonio y la enfermedad, la degeneración y el ocaso. La muerte se lo lleva todo consigo. Tal vez el tema esté motivado por el fallecimiento de su madre tras sufrir una enfermedad degenerativa, o por la muerte de su actor fetiche en sus primeras incursiones en el cine, Phillipe Nahon, o bien su experiencia cercana al fin, tras el derrame cerebral sufrido en 2020, pero, sea como fuere, Noé se adentra en Vortex a ofrecer su particular mirada sobre la muerte. Una mirada pesimista, dura, irrefrenable que, a su vez, queda absolutamente cartografiada desde los primeros instantes de la película, en la que, a modo de ruido de fondo, se oye una conversación/entrevista radiofónica en la que se habla del duelo y de cómo aceptar/asumir la ausencia del Otro. El duelo como mecanismo de asunción de la pérdida, el trabajo de duelo como una actividad que, como tal, debe obtener una recompensa: subjetivar la ausencia del fallecido hasta convertirla en una huella cada vez más borrosa y, por consiguiente, menos dolorosa para el superviviente. Así pues, para Noé la muerte implica ausencia radical y olvido, es decir, pérdida irreparable, ausencia que jamás retorna.

"Nos encontramos ante una película dura, oscura, que no para de golpear emocionalmente al espectador desde el inicio de la misma. No hay momento de respiro"

Vistas así las cosas, Noé rechaza por completo los análisis de Lacan o de Derrida, según cuyos parámetros el duelo jamás debe terminarse, concluirse, puesto que en el instante en que asumimos la ausencia del Otro, al integrarlo como una parte de nuestro mecanismo subjetivo (recuerdo, experiencia…), ahí, en ese momento, es cuando lo aniquilamos verdadera y efectivamente. Integrar al Otro en nuestro narcisismo es destruirlo definitivamente. Eso es así ya que en este punto estamos eliminando su alteridad, su distancia absoluta en tanto que otro, su peculiaridad y mismisidad, haciéndolo nuestro. De esta manera el Otro ya no es otro sino que es parte de mi yo. Dicho en otros términos, la mejor manera de seguir amando y respetando al desaparecido es negarnos a hacerlo nuestro, a integrarlo como recuerdo o vivencia anestesiada del yo que teje nuestra identidad. Sin embargo, la visión de Noé en Vortex se aleja absolutamente de esta perspectiva: muerte es sinónimo de soledad y, sobre todo, de olvido.

"Si nadie tiene nombre, puede ser cualesquiera. No es una historia determinada e identificable y, como tal, tranquilizadora para el espectador"

Y es que nos encontramos ante una película dura, oscura, que no para de golpear emocionalmente al espectador desde el inicio de la misma. No hay momento de respiro. La vida es un sueño dentro de otro sueño, dice Argento nada más empezar la película. La vida como simulacro que escamotea otras dimensiones de lo real, la muerte como el sueño eterno. Declive y devastación, engaño y soledad. El espectador se ve atrapado. No puede salir de la danza macabra (sofisticada pero macabra) que ha urdido el director franco-argentino ya en los primeros instantes. Y este hecho lo consigue, además, a través del recurso formal de dividir la pantalla en dos partes (tal y como había hecho en su anterior propuesta, Lux Aeterna). La ruptura en la pantalla sirve de epifanía de la enfermedad y, por consiguiente, del dislocamiento de la realidad que hasta entonces conocían todos los personajes principales de la película: el matrimonio configurado por los personajes interpretados por Françoise Lebrun y Dario Argento. A partir de esa división, se desgarra la cotidianidad de los personajes, unos personajes (principales) que, por cierto, carecen de nombre propio. Y ese es otro de los aspectos más terroríficos e inquietantes de la película: hay una cierta despersonalización de todos los elementos principales de la trama, agravado más si cabe por el encierro claustrofóbico en el piso/apartamento del matrimonio Lebrun/Argento. Nadie tiene nombre (salvo los personajes secundarios), la ciudad en la que trascurre la historia es desconocida, las profesiones del matrimonio protagonista las sabemos de soslayo… Es una construcción de personajes hecha a base de parcialidades, oblicuidades, de recuerdos truncados por el olvido y la fantasía, por comentarios en conversaciones que mezclan la nimiedad con lo trascendente…

Si nadie tiene nombre, puede ser cualesquiera. No es una historia determinada e identificable y, como tal, tranquilizadora para el espectador. Ese relato, mejor dicho, esa descripción de acontecimientos, puede ser la nuestra. La ausencia de referencias interpela completamente nuestra individualidad. La empatía es máxima cuando no hay un nombre propio sobre el que depositar la tragedia, cuando se difuminan las fronteras entre ficción, fantasía y experiencia del receptor.

Debe destacarse, para ir finalizando, cómo Noé recupera a Françoise Lebrun, una de las protagonistas de La Maman et la Putain, quien hace una interpretación soberbia, transmitiendo en todo momento fragilidad, desconcierto, desorientación… Y, sobre todo, destacar la presencia de Dario Argento, mito viviente del mundillo. Y es que con sus 82 años, siendo lo que representa en el cine de autor y de género, lanzarse a interpretar un rol que jamás había hecho (nunca ha protagonizado ninguna película y sus apariciones son, o bien veladas o bien a modo de cameo casi podría decirse), en una lengua que no es la suya (Argento es italiano), con un director tan arriesgado como Noé, y con un guion de muy pocas páginas y con la consiguiente exigencia de improvisación constante… Mucha valentía la del maestro Argento.

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Josey Wales
Josey Wales
2 años hace

La vida es sueño, dicen algunos. Y luego despiertan en el infierno.