Años atrás tuve la oportunidad de entrevistar a Fernando Arrabal, célebre y maravilloso dramaturgo. Recuerdo la escena: un patio andaluz, excelencia cromática entre las plantas que lo adornaban, y en el centro de la escena el genio. Don Fernando tomaba Colacao mientras me observaba con reciprocidad a mí bajo sus tres pares de gafas. El caso es que, en un momento dado, le pregunté algo así: «¿Cree que a la generación actual le falta talento?». A lo que él me contestó: «¿Sabe usted? Cuando Quevedo vio los muros de la patria suya, los vio llenos de mierda». Como quiera que mi mente camina varios kilómetros por hora más lenta que la del maestro, al llegar a casa comprendí lo que me estaba diciendo: Quevedo no reconoció el talento de Cervantes, Góngora y compañía, nunca fue consciente de que formaba parte de la generación más brillante de la historia de la literatura universal.
Pienso en ello a raíz de la polémica que se ha desatado con el éxito de Quevedo, pero no con el poeta áureo, sino con un cantante de rap que ha convertido una de sus canciones en la más escuchada del mundo con más de trescientas veinte millones de reproducciones en Spotify. Es habitual que, para burlarse de este éxito, además de aludir a las letras simplonas y la nula complejidad musical, muchos acudan al otro, a don Francisco de Quevedo, con argucias cómo: qué sería del poeta si levantase la cabeza y viese quién le desbanca en búsquedas de Google. Yo, sin embargo, no dejo de pensar en la respuesta de Arrabal, en cómo cada generación valora el talento presente y futuro con desprecio en algunos casos, con indiferencia en el mejor de ellos.
¿Es este Quevedo el bodrio que nos hacen creer los rancios de turno? Pues mire, señor, no lo sé. Seguramente la música evoluciona, y los amantes de Debussy verían a los Beatles como unos farsantes, y a su vez estos criticarían las bondades de, yo qué sé, la música electrónica. Detesto a los que glosan las bondades de la catedral de Burgos sobre los rascacielos de Nueva York, la pintura de Caravaggio sobre los trazos de Pollock, o los endecasílabos de Santa Teresa de Jesús sobre el verso libre de Whitman. La realidad es que algún resorte humano tocará este nuevo Quevedo cuando millones de personas deciden consumir su arte. Podemos hablar de complejidad, de estética, o de lo que quieran. Valores todos ellos subjetivos, y puestos a cuantificar cabría medir las escuchas que consigue esta música, digamos, popular. El otro Quevedo, por cierto, el escritor barroco, fue criticado en su momento por la visión también popular que tenía de las tesis filosóficas de Santo Tomás. Así que dejen que el mundo evolucione, y la cultura de su mano. El arte es largo, y hoy se está yendo sin parar un punto, así que bailen, perreen, rapeen. Y hagan con su música, su literatura o su arte, hablando llanamente, lo que les venga en gana.
Recomiendo las lecturas de Roger Scruton o Marc Fumaroli, lamentable artículo sobre un producto de consumo de un analfabeto bien asistido por genios del marketing, que de arte no tiene nada. «Algo tendrá si lo escuchan tantos» como corolario: algó tendrá Belén Esteban cuando la siguen tantos…vaya nivel el de Zenda, el populismo cultural.
Hoy no, sr. Mayoral. NO. De nuevo el relativismo absoluto. La evolución de las artes y la modernidad extrema tienen un límite. Y algunos pensamos en que hay comparaciones que sí son excluyentes. Comparar Las Meninas o La Pietá con el urinario de Duchamp, comparar a Debussy con el Chiquilicuatre, comparar la catedral de Jaén con los bloques habitacionales comunistas, comparar a Fray Luis de León con Luna Miguel… Si cojo mi zapatilla vieja, gastada y maloliente y la coloco en un museo de arte, ya es arte; si grabo el sonido de mi coche y cuatro ventosidades y lo edito en un blog de música, ya es música magistral; si derramo varios cubos de pintura, al azar, sobre un lienzo, ya me puedo comparar con Degás. Me niego a aceptar eso.
Además, hay algo que decantará todo esto, que dejará las cosas en su sitio: la perspectiva del paso del tiempo. Y nada de este desmadre relativista y deconstructor quedará. Todo pasa y, la deconstrucción, también.
Me alegro de ser un rancio y saber apreciar las diferencias entre un licor barato y un producto noble. Soy un facha peligroso, ¿qué le vamos a hacer?
Ya somos dos.
No ha estado muy acertado el sr. Mayoral insultando a bastantes lectores (en principio a dos) solamente con el título del artículo. Rancio, palabra que me recuerda al tocino pasado de fecha; quizás yo lo sea pero no es agradable escucharlo cuando lo que pienso es que tocino es el calificativo que merece quien insulta gratuitamente a los demás. Y el mundo evoluciona, no necesariamente para bien, le dejemos o no le dejemos los «rancios». ¡Evolucionemos! Hasta extinguir la belleza, extinguir el arte, hasta extinguirnos
a nosotros mismos, en una gran orgía posmoderna y deconstructora desenfrenada.
Tengo entendido que el caldo gallego se hace con unto, un tocino rancio. Y el queso fresco de mi pueblo, como más me gusta es cuando se ha puesto rancio, tras pasarlo por la sartén con un poco de aceite y perejil. Para saber, hay que estudiar.
Sr. Wales, el unto no es tocino rancio, de hecho el unto y el tocino son partes diferentes del cerdo, en Galicia le llamamos porco. Pero entiendo su confusión, supongo que en Misuri son más de comer mapache que cerdo.
Muchas gracias por la aclaración… Dejé Misuri cuando me fui con Bloody Bill: ni idea de lo que se comerá hoy. Mi comentario venía a decir que mejor ser un rancio que un fresco.
Santa Teresa JAMÁS compuso endecasílabos.
Dichoso el corazón enamorado
que en solo Dios ha puesto el pensamiento;
por él renuncia todo lo criado,
y en él halla su gloria y su contento.
Tome usted unas cuantas personas aborregadas, sumisas a lo mediocre y transfórmelos e n multitud a base de toneladas de estudiado marketing. Repita luego el mantra de que si algo gusta será por tanto valioso.
Tache de vetusto o rancio a quien discrepe de todo lo de arriba bajo pena de no querer ver la realidad de las cosas y, oh! el deslumbrante futuro.
Una vez se haya tejido está tela de araña, ya está lista la humanidad para no aplicar ningún límite crítico razonable, perder el norte e irse por el desagüe.
Y aún habrá que darles a todos las gracias por iluminarnos.