No fue ni gratuito ni al tuntún que, en 2019, Michael Chaves estrenase un remake de La maldición de la llorona dentro de la saga de Expediente Warren. El cine fantástico mejicano, muy especialmente el de terror, del que La llorona (Ramón Peón, 1933) es un título referencial, es uno de los mejores del mundo. Consciente de ello, el Hollywood del agotamiento argumental fue a buscar en los grandes filmes de la pantalla del país vecino lo que sus guionistas, aplicándose en la escritura de libretos protagonizados por la muñeca Barbie o adaptando series de televisión, no le supieron dar. Aun así, como el que nos ocupa también es el Hollywood del adocenamiento —la pantalla estadounidense ya había rodado tres lloronas con anterioridad a la de Chaves—, lo más probable es que ya tengan preparadas precuelas, secuelas y hasta un reboot.
La Llorona original, la mejicana, ya gozó de su propia saga —La herencia de la Llorona (Mauricio Magdaleno, 1947), El grito de la muerte (Fernando Méndez, 1959), La maldición de la Llorona (Rafael Baledón, 1963)…—, pero aquel era un cine artesanal, más atento a la sugerencia que a la evidencia, y como siempre asusta más lo que se imagina que lo que se ve, es infinitamente mejor. Tan bueno que ha quedado como un clásico que los realizadores estadounidenses, aunque lo intentan, no consiguen imitar. Trabajan en la idea de que con los dichosos efectos especiales la historia ganará. Total, que no consiguen más que una sucesión de sustos previsibles, que cada vez sobresaltan menos, y nunca magnetizan como los sonidos de esas criaturas de la noche, que nos invita a escuchar el conde (Bela Lugosi) en la versión canónica de Drácula (Tod Browning, 1931).
La plañidera referida es un mito muy arraigado en el folclore hispanoamericano, no sólo en Méjico, que se remonta al periodo precolombino. Se trata del espectro de una mujer maldita por haber ahogado a sus hijos. Arrepentida de su crimen con posterioridad, decide quitarse la vida.
Miroslava Šternová, simplemente Miroslava en la edad de oro del cine mejicano —que desde el estreno de Allá en el rancho grande (Fernando Fuentes, 1936) se prolongó a lo largo de veinte años—, no tuvo tiempo para arrepentirse de su última acción. El nueve de marzo de 1955, superada por un desengaño amoroso —nunca llegó a saberse a ciencia cierta si por Cantinflas o por Luis Miguel Dominguín—, resolvió matarse ingiriendo una dosis letal de Ayerlucin, un barbitúrico que le procuró la muerte sin sentirla. Sólo contaba veintinueve años y la conmoción que provocó en el país fue mayúscula. La esperaban en el rodaje de una película que habría de titularse No es posible la Luna conmigo. Como ella era la protagonista, aquella cinta nunca se acabó. Proliferaron los rumores. Su público la quería tanto que se especuló con la idea de que fue sustituida por otra actriz, Ninón Sevilla, en las fotos que se tomaron con anterioridad al levantamiento del cadáver. Se trataba de que el cuerpo, ya eternamente inerte de Miroslava, no mostrase esa pose grotesca, que resta del último movimiento de los vivos antes de convertirse en muertos. Otra actriz, Dolores Frausito, la maquilló antes de que se la llevasen al Panteón Francés de San Joaquín, donde fue incinerada.
Muchos años después, don Luis Buñuel, para quien fue la Lavinia de Ensayo de un crimen (1955), última película de la actriz, habría de recordar en sus memorias —Mi último suspiro (1982)—: “En una de las secuencias, Ernesto Alonso, el actor principal, quemaba en un horno de ceramista un maniquí que era la reproducción exacta de Miroslava. Muy poco tiempo después de terminado el rodaje, Miroslava se suicidó por contrariedades amorosas y fue incinerada según su voluntad”. Buñuel no oculta su sorpresa ante tan macabra coincidencia.
Atendiendo a tantas bellas páginas, leídas en mis queridísimos cuentos de miedo, quiere ello decir que Miroslava, al haber pedido ser incinerada, nunca será una muerta enamorada. Al parecer, las almas en pena, aunque etéreas, precisan un cuerpo —mera representación de su imagen espectral— para vagar por la eternidad. Desde luego, a la futura suicida, atractivo para ser una de esas criaturas de la noche que tanto gusta escuchar no le faltaba.
Ahora que la tónica empieza a ser que se hable de los asesinos de sí mismos con naturalidad —antes la norma era omitirlos, como ya he apuntado en anteriores entregas de estos artículos—, confesaré que tengo a otro suicida, el uruguayo Horacio Quiroga, entre mis cuentistas más estimados. Su miedo es verosímil, una historia como La gallina degollada (1909) podría ser cierta: “Los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz” dan muerte, a imitación de lo que han visto hacer en la cocina, a la única hermana que disfruta de todas sus facultades. Pero aún me parece más cierta la descripción de esa mecánica de la fatalidad de la que Quiroga extrae su materia literaria. Hay episodios en la vida de Miroslava que bien podrían ser una de las piezas reunidas por el uruguayo bajo el título de Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917).
Nacida en la Praga de 1926, Miroslava nunca llegó a conocer a sus padres biológicos. Adoptada junto a su hermano Ivo por el psicoanalista Oscar Šternová (Stern) y su esposa, Miroslava Bečka Stern, quiso tanto al doctor y a su hermano Ivo, que fue a ellos a quienes dejó dos de las cartas que se encontraron junto a su cadáver y el frasco vacío de Ayerlucin. Hija de una familia acomodada y bendita con una belleza que se hacía notar, el futuro de la joven Miroslava tenía trazas de cuento de hadas. Todo lo contrario, le aguardaba una historia de terror. Dio comienzo cuando los nazis empezaron a poner en marcha su Reich de los mil años. No mucho después, los Stern fueron recluidos en un campo de concentración. Aunque, tras tres semanas de cautiverio consiguieron salir, la abuela se quedó allí. Nunca más la volvieron a ver.
Llegados a Méjico en el 41, el padre mandó a Miroslava a estudiar inglés a Nueva York. Datan de entonces sus primeras tentativas de suicidio. Tras la muerte de su madre en el 45, volvió a intentar quitarse la vida. En el cine debutó en el 46. Lo hizo a las órdenes de Gilberto Martínez Solares en Bodas trágicas. Ese mismo año 46 se casó con Jesús Jaime Gómez Obregón, de quien se separó a los pocos meses. En el 47 coincidió con Cantinflas, con quien mantuvo una relación sentimental, en A volar, joven, una comedia de Miguel M. Delgado. También se le atribuyen historias, entre otros, con Arturo de Córdova, Pedro Armendáriz —otro futuro suicida— y el estadounidense Steve Cochram. Nunca le importó el estado civil de sus amantes.
Trabajó en Hollywood en varias ocasiones y no necesariamente incorporando a personajes latinos, como era costumbre entonces en la pantalla estadounidense. De todas sus cintas en inglés se debe destacar La ley del juez Thorne (1955), un western del gran Jacques Tourneur que protagonizó junto a Joel McCrea. Además de con Ensayo de un crimen, de entre sus filmes mejicanos cumple dar noticia de El monstruo resucitado (Chano Urueta, 1953). Fue un primer acercamiento del fantástico de aquel país al ya mito de Frankenstein, y toda una influencia en el cine de Jesús Franco.
Es un placer leer este artìculo. Una vez más, mi gratitud por compartir tantos datos, anécdotas e impresiones.