Para Javier Gómez de Liaño, padre e hijo
La Fundación Camilo José Cela, en Iria Flavia, aldea de Padrón, lugar en el que nació en 1916 el gran escritor, es a mis ojos la casa de la literatura, la cultura y el arte, algo que muy bien lo puede ser, con suma facilidad, para cualquier visitante, porque es muy rica en todo ello.
Aunque parece un suspiro, desde aquella fría mañana de enero, en 2002, desde que Cela muriera, han pasado ya 20 años. “Una vida muy intensa”, como me dijo hace unos días la directora gerente de la Fundación, Covadonga Rodríguez del Corral. En verdad fue una vida muy intensa, muy fecunda, muy fructífera. Esta Fundación es prueba elocuente de ello. Los libros de Cela, repartidos en todo el mundo, auténticos tesoros para mí, lo son.
Me gustaría hacer este texto sobre todo con mis propios recuerdos, recuerdos personales de un lector de Cela, una persona que desde niño ha pasado grandes ratos leyendo sus libros, entre la sorpresa y el asombro, siempre aprendiendo, siempre disfrutando, de su rica prosa, a veces dura y áspera, como los mundos que refleja, pero siempre muy capaz de llenar al lector exigente de literatura.
Estos recuerdos lo son de una persona que vio vivir a Cela en la última etapa de su vida. Cela estuvo muy presente en nuestros días; lo veíamos mucho en la televisión, en actos, en entrevistas…
Recuerdo muy bien el día que murió: lo recuerdo por la memoria, “esa fuente del dolor”, como decía el propio Cela —no sólo del dolor, añado yo, humildemente, también de la dicha y de la creación, de la mejor creatividad—, y también por el texto que escribí en mi diario ese 17 de enero de 2002, día de mi cumpleaños, y que publiqué años después, este mismo año, en Zenda. También un 17 de enero había nacido el hijo de Cela, Camilo José Cela Conde, con lo cual hubo una coincidencia múltiple. Hace muchos años supe que un 17 de enero había nacido Calderón de la Barca.
Ayer mismo estuve en la Fundación, mi última visita a ella, la más reciente, la más rica. Fue un día inolvidable, como escribí en las redes sociales. Esto expresa bien lo que siento cada vez que visito la Fundación. Días inolvidables.
Si no recuerdo mal es mi sexta visita, y de todas ellas guardo recuerdos muy vivos y hermosos. Siempre con gente querida, con mis padres, con hermanos, con amigos y amigas, siempre con gente curiosa del mundo y de las letras, gente que no tiene mi vocación literaria, a veces un poco desbocada, pero que sin duda aprecia bien lo que fue un escritor de las dimensiones de Camilo José Cela, uno de nuestros más grandes autores, de ayer y de hoy, y me atrevo a decir que de mañana. Pues la escritura pertenece más al mañana que al hoy o que al ayer, aunque a veces puede parecer lo contrario. Se escribe para fijar, para que perdure lo que se escribe, de lo contrario no tendría sentido hacerlo.
La escritura, nada más escrita, fresca, pertenece al futuro. Como estos pequeños signos que ahora trazo, entre la emoción y la deuda, la deuda que yo tengo con el escritor de Iria Flavia.
Siento que este texto que escribo podría tener un poco de artículo de viajes, porque viajé desde mi querido Pontedeume, también en A Coruña, donde veraneo, a mis ya queridos Padrón e Iria Flavia, la tierra de Cela, ya tierra de mi corazón, cuna de poetas, cuna de grandes escritores.
El maravilloso guía que me enseñó la Fundación esta vez se llama Fernando Ocampo, y conocía detalles interesantísimos sobre Cela, aparte de utilizar un tono que se adivina propio de su personalidad, lleno de hondura, ironía y sabiduría. Un tono muy literario, intelectual, filósofo.
Me siento como en casa cada vez que visito la Fundación. Mejor dicho, me siento en casa. Y perdón por el atrevimiento. Creo que esto le hubiera gustado a Cela, y creo que le gustaría también a las personas que tan generosamente me atendieron. Estoy seguro también que esta sensación la experimentan también tantos lectores de Camilo José Cela, presentes y futuros, que visitan su bellísima Fundación.
Deambular por sus salas, entre confortables alfombras y preciosas maderas, para mí, es una invitación a leer lo que todavía no he leído de Cela y a revisar los libros que ya he leído, sobre todo los que más me han gustado, que son muchos, porque es una lista que se va ampliando con el tiempo: La familia de Pascual Duarte, Viaje a la Alcarria, La Colmena, Cristo versus Arizona, Madera de boj…
De esta visita a la Fundación salgo por ejemplo con el propósito de leer Oficio de tinieblas 5, que confieso no haber leído todavía y de la que sólo he leído partes hasta ahora. Me apetece mucho leer este libro. En la Fundación se conserva la mesa en la que se escribió la novela, con las mamparas negras que hizo construir Cela para escribir su libro entre sombras, quizá su obra más experimental. El guía Fernando Ocampo me contó que un psiquiatra le había dicho a Cela que si no se había vuelto loco con esa experiencia ya no se volvería loco nunca.
La directora gerente de la Fundación, Covadonga Rodríguez del Corral me regaló un libro precioso para mí, Madera de boj, perteneciente a una edición especial numerada de tres mil ejemplares, con un CD en el que Cela lee su obra en voz alta. He escuchado ya esta grabación varias veces con un placer nuevo para mí: la voz inconfundible de Cela leyendo a la perfección su novela.
Madera de boj es un libro que cada vez me gusta más. Cada vez lo comprendo más, lo paladeo más. Y el oír a Cela leerla en la grabación hace que la comunión que logro con la obra y con el escritor sea más fuerte. Verdaderamente es un sueño, una letanía, llena de arte, llena de Galicia, llena de mar: “Zas, zás, zas, zás, zas, zás…”
En Madrid, de vez en cuando cojo este libro y leo, para aprender, para disfrutar. También cojo mucho Viaje a la Alcarria y más recientemente Cristo versus Arizona. Ahora sé que Cela escribió, quizá, mucho más para el hoy que para el ayer, mucho más para mi presente que para mi pasado, mucho más para esa condición atemporal que posee la literatura más importante, tal vez la literatura, simplemente la literatura. Tal vez.
Ir cumpliendo años, crecer como hombre, como persona, como lector, pero también crecer con Cela, en mi caso, supone comprenderlo mejor y disfrutarlo más.
Ahora, cuando mis ojos recorren los libros de Cela, aquí en casa, en Pontedeume, no muy lejos de su Iria Flavia, en nuestra Galicia del alma, leer estos textos es recordar los momentos pasados en la Fundación, con Covadonga Rodríguez del Corral, Lourdes Regeiro, coordinadora de actividades culturales de la Fundación, y Fernando Ocampo, magníficos anfitriones.
Y las páginas que leo y releo están teñidas de mis propios recuerdos, esos recuerdos que van generando este texto, entre lo leído y lo vivido, siempre lo vivido al fin y al cabo.
Cela aparece con fuerza en mi vida cuando gana el Nobel en 1989, pero ya antes era un personaje público, muy público, y muy notorio. Ya antes había hecho muchas cosas, tantas como para merecer el Premio Nobel. Ya estaba en mi vida pues. Algo había leído antes de comprar mis primeros libros celianos en un quiosco, leer La familia de Pascual Duarte y pronunciar una pequeña conferencia sobre ella en mi clase, en mi colegio.
En la Fundación también me regalaron los siguientes libros: La catira, Tobogán de hambrientos y Madera de boj, un DVD con los manuscritos de las novelas de Cela y un libro sobre Cela para conmemorar los 100 años de nuestro querido escritor. Un verdadero festín para mí, un material que ahora me sirve para confeccionar este artículo, que me gustaría que fuera muy celiano y que fuera tan andadero como el propio Cela, tan viajero y visitante de otras tierras como nuestro entrañable escritor.
Sí, todo este material, casi todo, me sirve ahora para elaborar este texto, como el que camina, escrito con el alma y con el conocimiento, mi alma de lector y de escritor y el conocimiento que tengo de la obra de Cela, que después de tantos años no debería ser poco. Pero como diría o escribiría el propio Cela: “Nunca se sabe.”
La Fundación está cuidada al máximo, impecable, limpia, más que limpia, pulcra, reluciente. Es un sitio confortable… un verdadero paraíso —casi un refugio diría yo— para los amantes de los libros, del arte, de la cultura.
He de decir que me cuidaron extraordinariamente. La verdad es que cada vez me encuentro más a gusto entre los muros de la Fundación, me siento casi como un niño en su cuarto de juegos, reconociendo todos los juguetes, disfrutando de ellos, aunque no pueda tocarlos, pues se trata de un museo —los libros los leo en casa—, y los juguetes son la obra de Cela, sus muchos libros y todos los detalles de esta Fundación, un sueño para el amante de la obra de Cela, pero en general para todos los que aman los libros, la literatura, y seguramente la cultura y el arte, en general, en sentido amplio, muy amplio, que creo que es como los concebía y los amaba Cela.
Cómo me gusta el lema de su marquesado, esculpido en piedra, en su escudo, bien visible en el frontispicio de la entrada de la Fundación: “El que resiste gana”. Lema de toda una vida. Lo repitió mucho, y lo puso mucho en práctica. Mi padre, en malos momentos para mí, todavía me lo repetía, para que no lo olvidara, para darme ánimos perpetuos: “El que resiste gana, hijo. Recuerda.”
Visito la tumba de Cela en el cementerio de Adina. La han rodeado con un marco de madera para señalarla mejor, un marco que también rodea al olivo centenario. Ha quedado muy bien. La tumba celiana, bella, sobria, recia, hace muy buena pareja con este hermoso olivo que cualquiera querría que le acompañase en la eternidad.
Pienso que Cela hubiera sido feliz de comprobar cómo su legado está en tan buenas manos y en tan buen sitio, el que él eligió, finalmente, su tierra natal. Él empezó aquí, como tan hermosamente nos contó en La rosa, sus memorias de infancia, y aquí ha deseado permanecer, para siempre. Me parece muy bonita esta fidelidad a la propia tierra.
Han pasado veinte años ya desde que murió. Veinte años sin Camilo José Cela. Pero ¿es esto cierto? No, no lo es; la realidad se rebela contra el calendario. Cela vive, vive en sus libros, por supuesto, y vive en su Fundación, en Iria Flavia, paradójicamente muy cerca de su tumba, cerquísima. Su cuerpo yace muy cerca de los edificios de los antiguos canónigos, pero su obra luce lozana en esos mismos edificios, con los mil y un recuerdos de esa vida, la huella inmarcesible de sus pasos fuertes por la vida, sí, de su vida intensa, como me dijo la directora gerente de la Fundación.
Cela construyó una casa para la eternidad. Ya sus libros lo son, pero es que la Fundación está para albergar sus libros, su obra en sentido amplio, todo su mundo. Me gustó mucho un detalle de la Fundación. Cuando murió trasladaron su mesa de trabajo, la de Madrid, a Iria Flavia. Antes le hicieron una foto a la mesa y trasladaron con ella todos los objetos que tenía encima. Una vez en Iria Flavia el escritorio, en la Fundación, colocaron todos los objetos como él los tenía en Madrid ese último día. Da la sensación de que no ha muerto, de que se ha ido de viaje, simplemente, y de que puede volver en cualquier momento. El gran viajero.
La Fundación tiene muchos detalles como éste. Emocionantes, plenos de significado. Está poblado de ellos. Me acuerdo que cuando la visité por primera vez, ya muerto Cela, le dije a Javier Gómez de Liaño, juez y abogado, amigo íntimo del escritor, con el que yo tenía bastante contacto porque era amigo de su hijo Javier, que me habría gustado mucho pero que veía sobre todo al Cela de la última etapa, y menos al que tanto trotó por los caminos de España, el primer Cela. Gómez de Liaño me dijo que tuviera en cuenta que el escritor había supervisado cada detalle de la Fundación, y que no se había hecho nada sin que él lo aprobara.
Ahora entiendo que la Fundación expresara más el último Cela, o que así me lo pareciera, pues fue éste el que la levantó. Pero yo también veo mucho al primer Cela, incluso al Cela niño, tan ligado a estos idílicos —y líricos— lugares de Iria Flavia, de Padrón, dos lugares de alta significación literaria —no olvidemos a Rosalía de Castro, cuya casa museo se encuentra muy cerca de aquí—, en las salas, en los libros, en la mucha riqueza que atesora esta Fundación.
Se podría decir que todas las palabras que Camilo José Cela escribió en sus maravillosos libros llevan a su Fundación. El lector, que también es viajero —pues la vida es viaje, y también lectura, del camino y del mundo—, puede empezar su relación con el gran escritor gallego en estos parajes. Puede empezar esa relación o fortalecerla, disfrutando de estos muros, de estas maderas, de toda la belleza que alberga la Fundación Camilo José Cela.
Luego volverá a su casa y abrirá los libros celianos: los entenderá mucho mejor, entendiendo mucho mejor a su autor, hombre y escritor, y los disfrutará mucho más. Finalmente la literatura habla de los seres humanos para los propios seres humanos, aportando algo decisivo. Y hay lugares que son la casa de la literatura, como esta Fundación Camilo José Cela que con tanto mimo levantó su autor.
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